Vivían una vez, en un
pueblecito, dos hermanos. No tenían ni padres ni más hermanos. Se arreglaban
como podían para seguir viviendo.
Al mayor de los hermanos
le encantaba cazar. Cierta vez que salió a cazar, sin que se diera cuenta
anocheció, se perdió y tuvo que quedarse en el monte. Pensando que, por si le
atacaba alguna fiera, mejor que en el suelo estaría en un árbol, se subió a
uno con la intención de dormir un poco.
Cuando estaba
durmiéndose, oyó un murmullo de voces. Eran unos ladrones que salían de la
cueva donde guardaban los tesoros robados, y que estaba justo bajo el árbol en
el que se encontraba.
Desde el árbol, el joven
les oyó que decían al salir:
-iAbrite portas, klis, klas...! -y salió un grupo de gente. Cuando
salieron todos:
-iZerrate portas, klis, klas...!
-dijeron, y las puertas con grandes chirridos se cerraron.
Esa noche había entre los
ladrones uno que era nuevo, y por ello le preguntó a otro:
-Con lo fáciles que son
de abrir estas puertas, ¿no crees que, si alguien nos oye las contraseñas, nos
puede robar todo lo que tenemos?
-Sí, algunos ya han
entrado -le contestó el otro-, pero los que comen de la olla pequeña, que tan
buen olor desprende, la cual se encuentra en la cocina, no vuelven a salir,
puesto que al probar esa carne hace que se les olviden las contraseñas.
Solamente consiguen salir los que comen de la olla grande; pero hasta ahora eso
no ha ocurrido nunca.
Todos los ladrones se
fueron marchando, conversando entre ellos. El joven que estaba encaramado al
árbol grabó muy bien en su mente todo lo oído. Esperó un rato más, y cuando
creyó que los ladrones ya se habrían alejado, bajándose del árbol se acercó a
la entrada de la cueva.
-iAbrite portas, klis, klas...!
-gritó, y las puertas se abrieron. Cuando entró volvió a decir:
-iZerrate portas, klis, klas...! -y se cerraron.
Dentro de la cueva había
mucha claridad, y el joven quedó perplejo de toda la riqueza que allí se
acumulaba, parecía un palacio.
Recorrió toda la cueva, y
en todos los rincones había oro y plata y muchas joyas más de gran valor. Pensó
que para llevarse esa noche tendría bastante con un saco de oro, lo cogió y
adentrándose en el establo se hizo con el caballo más hermoso de cuantos había,
al cual le cargó el saco de oro. Llegó hasta la puerta, pero se dio cuenta que
tenía hambre y se dirigió a la cocina a comer algo. Como lo dijeron los
ladrones allí estaban sobre el fogón las dos ollas, la una grande y la otra
pequeña. La olla pequeña desprendía un grato olor, y el joven estuvo dudando de
si comer de ella o no; pero al final se decidió a comer de la olla grande, que
por cierto estaba muy buena... ¡Gracias a ello!, que si no se hubiera tenido
que quedar allí. En la olla grande había carne de ternera mientras que en la pequeña,
carne de cristiano. Después el muchacho regresó a la puerta de salida donde le
esperaba el caballo cargado, y dijo:
-iAbrite portas, klis, klas...! -y éstas se abrieron al momento. En
cuanto salió volvió a decir:
-iZerrate portas, klis, klas...! -y las puertas quedaron cerradas.
El muchacho, como pudo,
por unos caminos desconocidos, volvió a su casa. Cuando los ladrones volvieron
a la cueva, al momento se dieron cuenta que allí había estado alguien. Notaban
olor a hombre. Fueron a la cocina, pero toda la carne de la olla pequeña estaba
intacta, mientras que la de la grande faltaba la mitad.
-El que ha estado aquí,
ya sabía nuestro secreto -dijo el jefe de los ladrones.
Después comprobaron que
faltaba bastante oro y el mejor caballo del establo.
-Si cae en nuestras
manos, no saldrá con vida -dijeron los ladrones.
Mientras, el joven
escondió tanto el oro como el caballo en un lugar muy seguro.
El hermano menor se
empeñó en que, por si algún día se enfadaba con el mayor, él también necesitaba
oro y un caballo, para no quedarse sin nada. Por ello no dejaba a su hermano
mayor en paz, para que le dijera de dónde los había traído, pero éste le decía
siempre:
-En balde me das la lata,
no te lo diré. Con esto ya tenemos suficiente para los dos, y si no, quédate
con todo para ti.
Pero el hermano menor no
se contentaba. Todo el día se pasaba amenazándole:
-Dímelo, si no... me
tiraré al río o haré cualquier cosa semejante.
Al final, el hermano
mayor, temiendo enloquecer con tanta insistencia, tuvo que decirle dónde había
encontrado el oro. Pero, ¡cuidado!, si quieres salir de la cueva, recuerda que
no debes comer de la olla pequeña.
-Ya me las compondré -le
contestó el menor.
Por la tarde, haciendo
como que iba de caza, llegó hasta la cueva de los ladrones. Una vez allí se
subió al árbol y esperó a que aparecieran los ladrones.
Cuando anocheció, los
ladrones empezaron a salir en grupos de dos y tres personas.
-iAbrite portas, klis, klas...!
-iZerrate portas, klis, klas...!
-y las puertas se abrían y cerraban cada vez que salía un grupo.
Cuando pensó que todos
los ladrones habían salido, bajó del árbol, y acercándose a la puerta de la
cueva, dijo:
-iAbrite portas, klis, klas...!
Las puertas se abrieron y
el muchacho entró. Y, sin pérdida de tiempo, empezó a escudriñar todos los
rincones. Cuando llegó al rincón de los tesoros, comenzó a meter en los sacos
todo lo que podía. Quería ser más rico que su hermano. Cuando llenó una buena
cantidad de sacos, preparó cuatro o cinco caballos con sus riendas y alforjas
para poder llevar el botín. Después de cargar los animales quedó muy cansado
por el esfuerzo.
Queriendo recuperar las
fuerzas perdidas, se acercó a la cocina con la pretensión de comer algo, y así
poder marcharse. Las ollas, la una grande y la otra chica, allí estaban en el
fuego hirviendo. El muchacho destapó la grande, que desprendía un vapor con
buen aroma. Luego destapó la pequeña, y de ella también se desprendía un
agradable olor, y... se puso a pensar que, por qué le habría dicho su hermano
que no comiera carne de la olla pequeña si desprendía tan agradable aroma...
Quizá porque lo odiaba y no quería que fuera más rico que él... Fuera lo que
fuera, se dijo, probaré de las dos y así sabré qué es lo que me sucede después.
Primeramente se comió un buen trozo de la carne de la olla grande, luego, otro
de la pequeña. Cuando comió suficiente y se sentía repleto, se fue donde
estaban los caballos cargados, y cogiéndolos se dirigió a la puerta de salida.
Comenzó a- recitar las
palabras propicias para que la puerta se abriera, pero éstas le salían al
revés.
-iZerrate portas, klis, klas...? -y, claro, las puertas continuaban
cerradas. Volvía a repetirlas con más fuerza, y sucedía lo mismo. No podía
acertar el decir: «¡Abrite por tas,
klis, klas...!».
En balde miró si la
puerta tenía alguna tranca, pestillo o llave, no encontró nada. Al final, se
dio por vencido, se convenció de que no podría salir. Descargó los caballos, y
los volvió al establo. Todo el oro lo volvió a dejar donde lo había cogido, y
él se fue a esconderse en algún rincón de la cueva. Después de recorrer toda la
cueva buscando un escondrijo, se encontró con un agujero repleto de cadáveres.
Al ver esto le inundó un sudor frío, pero al no encontrar un rincón más
seguro, decidió adentrarse en él. Se desnudó, y se tumbó entre los cadáveres
como si fuera otro más.
Cuando llegaron los
ladrones a la cueva, al momento se dieron cuenta que alguien había andado allí.
-Huele a hombre -dijo el
jefe de los ladrones-, vayamos a la cocina a ver si ha comido de la olla pequeña.
Se fueron todos a la
cocina y el jefe, levantando la tapadera de la olla pequeña, dijo:
-Aquí falta carne. El que
ha comido ese trozo debe de estar escondido por aquí. ¡Hoy no se nos escapará!
Todos los ladrones se
pusieron a registrar la cueva, de cabo a rabo. A cada rato, se reunían para
saber cómo iba la búsqueda.
-Pues aquí debe de estar
en algún lado, yo huelo a hombre -les decía el jefe.
Como dos o tres veces se
acercaron al agujero de los cadáveres, pero tampoco allí encontraron nada. Al
final, cuando casi desistían ya de continuar la búsqueda, uno de ellos dijo:
-iY si está escondido
entre los cadáveres!
Volvieron otra vez al
agujero, y uno dejos ladrones con un atizador comenzó a atravesar los cuerpos
allí desparramados. El muchacho cuando notó que era su turno, puesto que no
quería morir, se levantó. Al principio los ladrones al verlo levantarse se
quedaron sorprendidos, pero reaccionando se avalanzaron sobre él, con la
intención de acabar con él.
Entonces el joven arrodillándose
delante de ellos les dijo:
-¡No me matéis! Yo os
diré quién es el que me ha indicado el camino de la cueva, que es el que se
llevó parte del tesoro y uno de los caballos.
-Está bien -le contestó
el jefe de los ladrones-. Si nos lo dices, hoy no te mataremos, pero no esperes
escaparte de nuestras manos.
Los ladrones pensaron que
aprovechándose de este muchacho, debían de apresar al que sabía cómo entrar en
la cueva, puesto que había el peligro de que mucha más gente se pudiera
enterar.
El muchacho se volvió a
vestir y se quedó con los ladrones hasta el alba. Por la mañana, les dijo a los
ladrones que era su hermano el que había robado el oro y el caballo, y que si
querían los conduciría hasta su casa.
Los ladrones, acompañados
del joven, se dirigieron hacia el pueblo, pero antes de llegar a él, pensaron
que no les convenía aparecer ante todos por allí de día, y que irían de noche.
Mientras esperaban el anochecer el muchacho les dijo a los ladrones:
-Dejadme ir a casa, y
cuando vosotros vengáis os abriré la puerta.
Los ladrones asintieron,
y le dejaron marcharse a su casa. En cuanto llegó a su casa le dijo a su
hermano:
-Después de comer la
carne de la olla pequeña y no poder salir, me tuve que esconder entre los
cadáveres, y cuando me descubrieron, para que no me mataran les dije que
fuiste tú el que robó el oro y el caballo. Los ladrones han quedado en venir
por la noche, ahora están cerca del pueblo. Tendremos que pensar lo que hacemos
ahora.
La primera reacción del
hermano mayor fue enfadarse y pensar en marcharse, dejando a su hermano que se
las arreglara solo. Pero luego, pensando que también le incumbía, se quedó
para buscar una solución. Después de mucho pensar, decidieron traer todo el
aceite que pudieron, y hacerse con un gran caldero. Al atardecer encendieron
un gran fuego, y pusieron el caldero de aceite a calentar, con la intención de
quemar en él a todos los ladrones.
A medianoche, cuando todo
el pueblo estaba en silencio, los ladrones llegaron a la casa de los dos
hermanos, y tocaron la puerta.
El hermano menor salió a
una ventana, y los ladrones al verlo le preguntaron:
-¿Por dónde entramos, por
la puerta o por la chimenea?
-Por la chimenea
-contestó el muchacho.
Nunca habían entrado por
puerta alguna, sino siempre por el tejado o la chimenea. Subieron rápidamente
al tejado, y al mirar por la chimenea vieron allí abajo algo que parecía oro.
-¿Qué hay ahí, tú?
-Vuestro oro.
Los ladrones comenzaron a
bajar de uno en uno por la chimenea, y todos ellos se fueron quemando en el aceite
hirviendo.
Al día siguiente, los dos
hermanos abrieron una zanja muy grande en el huerto, y enterraron en ella a
todos los ladrones.
Más tarde se fueron a la
cueva, y adueñándose de todo el tesoro, se lo llevaron a casa.
Desde entonces, los dos
hermanos, enriquecidos, vivieron sin tener que volver a trabajar.
Fuente: Joxemartin Apalategui
108. Anónimo (pais vasco)
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