Una
vez en una casa vivían un padre y sus tres hijos. Los dos hijos
mayores eran robustos y de buena salud, pero el más pequeño era
delgado y de una salud muy débil. Tenían un manzanal, lleno de
manzanas, cerca de la casa; y todas las noches alguien les robaba de
alguno de los árboles una manzana. El padre solía contar las
manzanas, por ello, cuando iba al manzanal por las mañanas, al
momento se daba cuenta que le faltaba una.
El
mayor de los hijos pensó que había que vigilar el manzano por la
noche y por ello dijo al padre:
-Dame
la espada y esta noche vigilaré, así nadie se llevará manzanas.
Estuvo
toda la noche cuidando el lugar y no se dio cuenta que entraran
ladrones. Cuando apareció el padre como todas las mañanas le dijo:
-Hoy
no te faltará ninguna manzana, puesto que he estado toda la noche y
no ha aparecido nadie.
El
padre miró a los árboles y enseguida se dio cuenta que faltaba una
manzana.
-Ayer
al atardecer en este lugar había una manzana, ahora no está, por lo
tanto, alguien ha andado aquí.
La
noche siguiente se quedó el hermano mediano, a éste le pasó lo
mismo que al mayor, sin que se diera cuenta le robaron una manzana.
Entonces
dijo el pequeño:
-Esta
noche me quedaré yo, dadme la espada.
-Tú
eres pequeño -le contestaron-, si vienen los ladrones te llevarán a
ti.
Pero
el pequeño se salió con la suya. Cuando anocheció cogió la espada
y se puso cerca de los árboles a vigilar. Después de pasarse toda
la noche sin percibir nada, pensó volver a casa, y en ese momento...
sintió un ruido como si alguien estuviera moviendo las piedras de la
pared. Miró bien y vio una manaza apareciendo de entre las piedras.
El muchacho cogió la espada y... izas!, dio un gran golpe a aquella
mano.
Cuando
vino el padre, miró a los árboles y dijo:
-Hoy
también falta una manzana. No valéis ninguno para cuidar el
manzanal.
-Pero
hoy también el ladrón ha recibido lo suyo -le contestó el hijo
menor-. No creo que le queden ganas de volver más por aquí.
Después
se acercaron a la pared y vieron el rastro de sangre. Los tres
hermanos pensaron que tenían que seguir el rastro y que así sabrían
quién era el ladrón.
Salieron
de casa y todo el día anduvieron siguiendo el rastro; cuando se
acercaron a un gran monte vieron que el rastro se perdía dentro de
unos matorrales y zarzas. Pero los hermanos no estaban para desistir
de su búsqueda, y como pudieron siguieron para adelante, llegando
hasta una cueva, y vieron que el rastro de sangre se perdía dentro
de ella.
-Estará
aquí escondido -dijo el más pequeño a los hermanos mayores-, me
ataré a una cuerda por la cintura y bajaré a la cueva, vosotros me
sostendréis desde arriba.
Conforme
les dijo, se ató una cuerda por la cintura y comenzó a bajar por la
cueva. Y cuando bajaba vio una doncella sentada en un rincón:
-¿Qué
haces aquí? -le preguntó.
-Esperando
que venga alguien. Soy la hija de un rey y un diablo me ha traído
aquí, no sé qué pretenderá. Tengo otras dos hermanas y ellas
también están en algún lugar de ahí dentro.
El
muchacho quedó muy sorprendido de lo que oía. De repente, soltó la
cuerda de su cintura, y la ató a la de la doncella diciéndole:
-En
la boca de la cueva están mis dos hermanos, ellos te subirán.
Cuando salgas vuelve a tirar la cuerda para que pueda sacar a tus dos
hermanas.
La
hija del rey se puso muy contenta y no sabía cómo agra-decerle. Al
final se quitó el escapulario que llevaba al cuello y se lo dio
diciéndole:
-Si
le pones este escapulario a alguien, hará lo que tú quieras.
Después
el muchacho llamó a sus hermanos para que tirasen de la cuerda y de
esta manera la hija del rey salió de la cueva. El joven esperó a
que volvieran a tirar la cuerda, cuando le llegó se volvió a atar y
siguió bajando y bajando cueva adentro.
Cuando
encontró a la segunda hija del rey, le ató la cuerda a la cintura
como hizo con la primera para que la subieran. Antes de subir, ésta
le dio un rosario de oro diciéndole:
-Mientras
portes este rosario, todo lo que hagas te saldrá bien.
Lo
mismo sucedió con la tercera hija del rey. Ésta le dio un anillo y
le dijo:
-Si
te casas con la propietaria de este anillo, llegarás a ser rey.
Cuando
las tres hijas del rey se vieron fuera de la cueva, lloraban y reían
abrazándose. No podían creer que estaban libres. Los dos hermanos
las miraban extrañados. Al final, dándose cuenta que se les hacía
tarde, se dirigieron hacia el pueblo. Nadie se acordó del hermano
que quedaba en la cueva y no le tiraron la cuerda.
El
pobre muchacho estuvo esperando un rato a que tiraran la cuerda;
cuando se cansó, como pudo, siguió bajando y bajando por la cueva.
No sabiendo ni por dónde andaba, a causa de la oscuridad que había,
llegó hasta el final de la cueva. Al cabo de un rato se dio cuenta
de que en un rincón había algo así como un rescoldo de fuego. Se
acercó y vio fuego entre unas piedras y cerca de éste, sentado, un
hombre viejo. Sobre el fuego, había una olla muy grande. El viejo se
dio cuenta al momento que alguien andaba por allí, y sin mirar
siquiera dijo:
-¿Qué
haces aquí? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
-Como
podía -contestó el muchacho-, no ha sido fácil. He venido
siguiendo un rastro de sangre. ¿Acaso eres tú el que roba manzanas
en nuestro manzanal?
El
viejo era el diablo, él era el que había traído a las hijas del
rey a la cueva para írselas comiendo de una en una. El viejo, cuando
oyó lo de las manzanas, se enfadó mucho. También había un gato
negro cerca del fuego, empezó a maullar y a echar fuego por los
ojos, se le erizó el pelo. De repente, saltó a la cara del muchacho
con la intención de arrancarle los ojos con sus zarpas. El joven lo
agarró del cuello y lo lanzó contra un rincón.
El
muchacho quiso ver qué es lo que había dentro de la olla.
-¿Qué
es lo que cueces en esa olla? -preguntó al diablo.
-Tú
no tienes por qué saberlo -le contestó éste.
Pero
el joven destapó la olla, y vio una manaza, la cual tenía entre sus
dedos una manzana. Era la manaza que le había cortado al diablo,
junto con la manzana, por la mañana.
-¿Para
qué tienes esa manaza ahí? -le preguntó el muchacho.
-Ya
te he dicho -le respondió el diablo- que no tienes por qué saberlo.
Mientras,
el diablo comenzó a coger el atizador que estaba en el fuego con la
intención de meterle al joven. El gato también andaba allí
maullando, preparándose para saltar de nuevo a la cara del joven y
sacarle los ojos.
En
este momento el joven cogió el escapulario que le había dado una de
las hijas del rey, y izas...!, le metió por la cabeza al diablo.
Éste, cuando vio el escapulario en su pecho, volvió a dejar el
atizador en el fuego y empezó a gritar:
-Quítame
este escapulario y te daré lo que tú quieras. El gato negro volvió
a esconderse, puesto que el diablo y el gato eran uno.
El
muchacho, al darse cuenta que tenía al diablo a su merced, le ordenó
que le sacara de la cueva.
-Súbete
a mi espalda -dijo el diablo.
El
joven se puso a caballo encima del viejo, y como si les hubiera
arrastrado un huracán subieron al momento a la boca de la cueva.
Cuando
llegaron allí el diablo volvió a gritar:
-Quítame
el escapu-lario
y haré lo que tú quieras.
-Ya
te lo quitaré -le dijo el joven-, pero antes llévame al palacio.
En
un abrir y cerrar de ojos llegaron a las puertas del palacio. Para
entonces ya se había extendido por todo el pueblo que las hijas de
rey habían regresado, y toda la gente estaba muy contenta. En el
palacio, ni qué decirlo.
Mientras,
el diablo no callaba:
-Quítame
el escapulario. Quítame el escapulario. -Está bien, te lo quitaré
-le contestó el joven-, pero antes saca la lengua.
El
diablo sacó la lengua y el muchacho cogió la espada y... izas!, se
la cortó de raíz. Y acercando su cabeza a la del diablo le quitó
el escapulario y se lo puso él...
Cuando
quedó solo el joven, al ver que todo el mundo estaba de fiesta sin
acordarse de él, se apenó. Pensó en ir a la fiesta y sacar la
lengua para que todos se pusieran a pelear entre sí, pero...
olvidándose de ellos y como tenía mucha necesidad de dormir, se
fue a casa.
A
la mañana siguiente, junto con su padre fueron al huerto a contar
las manzanas por si faltaba alguna... pero no faltaba ninguna.
Los
otros dos hermanos nunca más volvieron a casa, se quedaron a vivir
en el palacio del rey. El más joven se quedó un tiempo en casa de
su padre, ayudándole, pero como llegó un momento que se aburrió,
se marchó al pueblo.
Cuando
llegó al pueblo, éste estaba en fiestas. Preguntó cuál era la
razón de ello, y le dijeron que las dos hijas mayores del rey se
casaban con los dos hermanos que les habían sacado de la cueva.
Preguntó por la hija más joven del rey, y de ella nadie sabía
nada.
El
muchacho se enfadó porque sus dos hermanos se casaban con las hijas
del rey sin que avisaran a su padre y a él. Se fue a la plaza donde
la gente bailaba y se sentó en un rincón. Sacó la lengua que había
cortado al diablo y poniéndola bajo el pie, dijo a ésta:
-Miari,
miari,
dale dolor de espalda a toda esta gente.
Y
todo el mundo empezó a encorvarse. Al principio la gente se reía,
unos de otros, por las posturas que iban tomando, pero todos
terminaron con gran dolor y se fueron marchando hacia sus casas.
Cuando entraron en ellas, con gran sorpresa se les fue el dolor.
Al
día siguiente, pasó lo mismo; cuando toda la gente estaba bailando
en la plaza cogió el joven la lengua, la puso bajo el pie y le dijo:
-Miari,
miari,
dale dolor de pierna a toda esa gente.
Todo
el mundo empezó a cojear y se le fueron las ganas de bailar. Al
tercer día volvió a suceder lo mismo, la gente empezó a decir que
allí había alguna brujería.
Mientras
en el pueblo sucedía esto, la hija más joven del rey estaba triste
y no fue al baile. Fueron muchos los jóvenes ricos y hasta hijos de
reyes que se le acercaron a pedirle su mano..., pero ella no aceptó
a nadie. Hasta el rey estaba preocupado de lo que le pasaba, y día a
día empezó a enfermar.
Al
acabarse las fiestas, el muchacho se presentó en palacio y dijo a
los criados que quería ver a la hija más joven del rey.
-Ella
no está para hablar con un joven tan delgado y desarrapado como tú.
Además se encuentra enferma -le contestaron los criados.
Al
oír que estaba enferma le entraron más ganas aún de estar con
ella, y pidió a los criados ver al rey.
-Vete
de aquí -le dijeron los criados-, cerrándole la puerta y entrando
dentro del palacio.
El
muchacho se quedó sin saber qué hacer. Entonces se acordó del
rosario que la segunda hija del rey le había dado. Ésta le había
dicho que mientras lo portara todo le saldría bien. Sacó el rosario
del bolsillo y le dijo:
-Como
sea, pero quiero estar con el rey.
Al
momento apareció el mismo rey en la puerta preguntando qué quería.
-Yo
tengo una cosita que curará a tu hija -le dijo el muchacho-, para
ello necesito estar con ella.
Al
principio el rey no quiso tomar en consideración lo que le decía,
pero pensando en su hija que estaba enferma, al final le dejó pasar.
Cuando
llegaron al aposento de la hija del rey, tomó en su mano el anillo
que ésta le había dado en la cueva y le dijo:
-¿Reconoces
este anillo?
Para
cuando vio el anillo los ojos de la princesa empezaron a iluminarse.
Por ello, comenzando a sonreír, le contestó:
-¿No
lo voy a reconocer? Pero ¿quién te ha dado ese anillo a ti?
-Tú
misma -le contestó el joven- cuando estabas en la cueva apresada por
el diablo.
La
princesa y el muchacho no se conocían, puesto que en la cueva, por
estar tan oscura, no se pudieron ver.
La
hija más joven del rey era bondadosa, y al aparecer el muchacho que
le salvó se puso muy contenta y se curó al momento.
Desde
ese momento el joven se quedó a vivir en el palacio.
Al
poco tiempo la princesa y el joven se casaron.
A
pesar de ser la hija más joven, como era a la que amaba el rey, la
proclamó reina, y su marido, aquel muchacho flaco y desarrapado,
rey.
De
esta manera se cumplió lo que dijo aquella doncella al joven cuando
le entregó el anillo: «Si te casas con la dueña de este anillo,
llegarás a ser rey».
En
el pueblo enseguida supieron que tenían nuevos reyes y se hicieron
unas fiestas como las que no se habían conocido hasta entonces.
El
nuevo rey trajo a palacio a su padre y también hizo que se quedaran
con él sus hermanos.
Al
hacerse una corona nueva, el rey pidió que encima le pusieran una
manzana de oro. El escapulario y el rosario se los guardó, sí, pero
el anillo en cambio, se lo dejó a su esposa.
Desde
entonces, tanto los reyes como la gente del pueblo vivieron muy
felices.
Fuente:
Joxemartin Apalategui
108. Anónimo (pais vasco)
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