La hija del gran cacique araucano no era una mujer
común. Por su belleza especial, que la distinguía entre todas las demás
mujeres, la
llamaban Hormiga Blanca.
En su pueblo, había un solo hombre más poderoso que su
padre: era el malvado brujo Cuervo Negro, al que todos temían. Para ganarse su
buena voluntad, el cacique había decidido darle a su bella hija como esposa. El
gran jefe era un hombre sensato y sabía que cuando alguien es muy peligroso, lo
más seguro es tenerlo a favor, dentro de la familia, antes de que se convierta
en enemigo.
Hormiga Blanca no estaba muy entusiasmada. Cuervo
Negro era viejo. Lo llamaban así porque siempre gruñía enojado con su voz
cascada como un graznido de cuervo. Pero además tenía una enfermedad de la
piel: en algunas partes del cuerpo se le desprendía en escamas blancas, como de
caspa, y en otras partes estaba roja y supuraba. Su aspecto era repugnante.
Uno de los jóvenes guerreros, fuerte y atractivo,
estaba enamorado de la muchacha, y ella le correspondía. El muchacho era muy
pobre, pero se esforzó en la caza y en la guerra para reunir suficientes
regalos y pedir su mano. El gran cacique lo consultó con Cuervo Negro y los dos
se pusieron de acuerdo en un plan cruel. No bastaba con decirle que no: había
que librarse del molesto preten-diente. Hormiga Blanca debía olvidarlo para
siempre.
-Has trabajado mucho para poder pedir a mi hija. Pero
aun así, no puedes ser mi yerno todavía -dijo el cacique. No tienes oro, ni
piedras preciosas verdes. No tienes gente a tu sombra: ni eres jefe, ni tienes
parientes nobles. Pero hay una solución: si bajas por el abismo de la montaña,
abajo encontrarás grandes tesoros. Serás rico y podrás casarte con Hormiga
Blanca.
El terrible precipicio del que hablaba el cacique era
tan profundo que ningún ser humano había llegado a ver el fondo. Las rocas de
la pendiente eran tan blancas y peladas que las llamaban huesos-de-piedra.
Hormiga Blanca había escuchado cuchichear a los dos
viejos y estaba al tanto de sus planes.
-En cuanto empieces a bajar -le dijo a su amado, te
arrojarán desde arriba rocas calentadas al fuego. Debes refugiarte en una gruta
que verás al costado.
Al día siguiente el muchacho volvió a la aldea sin
tesoros, pero sano y salvo.
-Abajo no hay oro ni piedras preciosas -aseguró. Solo
espíritus malvados. Por amor a Hormiga Blanca, conseguí librarme de ellos y
volver.
Cuervo Negro y el cacique apenas habían considerado la
posibilidad de que el joven sobreviviera. Pero rápidamente pensaron en otra
tarea mortal.
-No importa que no tengas tesoros. Si te subes a ese
árbol y nos
traes el nido que hay en la rama más alta, tendrás a mi hija como esposa -dijo el cacique. Pero tienes que ir desnudo, para demostrar tu valor y resistencia al dolor. Y traernos los huevos sin que se rompan, para demostrar tu destreza.
traes el nido que hay en la rama más alta, tendrás a mi hija como esposa -dijo el cacique. Pero tienes que ir desnudo, para demostrar tu valor y resistencia al dolor. Y traernos los huevos sin que se rompan, para demostrar tu destreza.
El árbol tenía una corteza áspera y pinchuda, que
lastimaba la piel de quien intentara treparlo. Pero además Cuervo Negro lo
había untado con un veneno mortal.
-Esta pomada te protejerá. Pero tienes que untarte en
todo el cuerpo una capa muy gruesa -le dijo la muchacha a su enamorado. Y le
dio una especie de crema muy espesa que se usaba para protegerse de los
insectos, hecha de arcilla roja y grasa de ñandú, el avestruz petiso de la Patagonia.
Muy hábil tenía que ser el joven para poder trepar a
un árbol untado con una capa de grasa. Pero a pesar de un par de resbalones,
finalmente lo consiguió, sin que una sola espina envenenada lo hubiera
pinchado.
Cuando llegó arriba, tomó el nido y se lo puso de
sombrero. Así los huevos llegarían abajo sin romperse, protegidos entre su pelo
y el nido.
-¡Lo lograste! -dijo el cacique, asombrado al verlo
bajar.
-Este joven merece una recompensa -dijo Cuervo Negro.
-Le daré la mano de mi hija -dijo el cacique.
-Después del banquete con el que festejaremos su
hazaña –dijo Cuervo Negro.
-Ocuparás el lugar de honor -dijo el cacique. Y te
daremos la comida más deliciosa.
Por suerte, Hormiga Blanca estaba al tanto de todas
las trampas que le habían preparado al joven. Para evitar que se le clavaran
las flechas envenenadas que le había puesto, escondidas con las puntas hacia
arriba, en el asiento del sitio de honor, el muchacho se ató a la cintura un
grueso cuero de puma, el tigre sin rayas de la Patagonia, que lo protegía hasta
las rodillas. Se sentó muy tranquilo y aceptó el plato con harina mezclada con
raspaduras de huesos de muerto, un veneno que seca el cuerpo lentamente.
-Mmm, qué comida tan buena -decía. Y fingía comer
mientras echaba todo lo que le daban en una bolsa que tenía disimulada entre
las piernas.
Tremendo fue el sobresalto de los dos viejos cuando
vieron que a pesar del veneno, el muchacho daba muy alegre los cuatro fuertes
gritos que servían para abrir la fiesta entre los araucanos.
En mitad de la celebración, con cantos y música,
llevaron al joven hasta un árbol enorme, cuyas raíces llegaban seguramente
hasta el Mundo de los Antepasados. A los antiguos araucanos les gustaban mucho
las patatas podridas. Y el horrible Cuervo Negro le dijo a su rival:
-En un hueco de este árbol, lleno de agua de lluvia,
pongo siempre mis patatas para que se pudran bien. Pero no sé que pasa, en los
últimos días ya no las encuentro. No sé si se las comen las alimañas o el mismo
árbol. Ya que eres tan fuerte y poderoso, córtame este tronco.
-Y si bajas por el hueco hasta las entrañas de la
tierra, conseguirás el oro que merece tu querida Hormiga Blanca -dijo el
cacique.
El muchacho sabía que todo era una trampa, pero no le
importaba, porque sentía que su amor lo volvía poderoso. Empezó a trabajar,
tratando de cortar el árbol con un hacha común. El tronco era tan grande que
seis hombres tomados de las manos apenas alcanzaban a rodearlo. A las pocas
horas el hacha se rompió sin haber conseguido más que lastimar la corteza.
Como siempre, Hormiga Blanca tenía la solución. Esta vez
fue un hacha mágica que cortó el árbol gigante de un solo golpe. Metiendo otros
arbolitos como cuñas, el joven guerrero agrandó el hueco y lo mantuvo abierto
para poder pasar. Y se fue muy contento en busca de Cuervo Negro.
-Me alegro mucho de poder traerte el exquisito manjar
que tanto te apetece, tus patatas podridas. Pero más me alegro de tener la
oportunidad de bajar por este hueco. Mis antepasados decían que el agua de las
raíces profundas cura todas las enfermedades de la piel. Y también
rejuvenece. Saldré convertido en un niño. Quizás tenga que esperar un poco para
casarme, pero vale la pena: tendré muchos años más de vida.
Al brujo le interesó mucho la idea. Quizás fuera
mentira, quizás fuera una tontería, pero ¿qué podría perder?
-No te esfuerces más, muchacho, ya has hecho
demasiado. Bajaré yo.
Apenas el brujo se metió en el hueco del árbol, el
joven sacó las cuñas que lo mantenían abierto y lo dejó aprisionado para
siempre.
El cacique, hay que reconocerlo, no tenía ninguna
simpatía por Cuervo Negro, solo le tenía miedo. Y se alegró muchísimo de verse
libre de él. Por otro lado, admiraba el coraje y la constancia del muchacho y
estaba encantado de darle la mano de su hija.
El que no estaba tan encantado con su suegro era el
joven, pero por amor a su mujer decidió perdonarlo y olvidar las trampas en que
había tratado de hacerlo caer. Y un año después de esta historia, una
afortunada partera se llevaba cuatro ovejas preñadas como pago por haber
ayudado a Hormiga Blanca a dar a luz a su primer bebé.
0.014.1 anonimo (araucano) - 059
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