No hay nada más peligroso que un juez injusto, y así
era este juez de nuestra historia. Un cadí (así se llama a los jueces en los
Países árabes) que era la vergüenza de toda la ciudad de El Cairo, capaz de
vender justicia por dinero, y de cometer toda clase de bribonadas y picardías.
Hasta tal punto que fue destituido de su cargo y, como el trabajo no era
precisamente su especialidad, se dedicó a vivir del timo y del engaño. Sin
embargo, sin el cargo de juez, no le resultaba tan fácil esquilmar a la pobre
gente; y llegó un día en que no sabía ya qué inventar para ganar un poco de
dinero.
Le quedaba un solo esclavo, tan pícaro y tramposo como
él, que se llamaba Mubárik. En el apuro en que se encontraba, el cadí le pidió a
su esclavo que recorriera las calles de la ciudad para ver si encontraba a
alguien que quisiera consultar por un caso jurídico.
Mubárik entendió perfectamente: no era la primera vez
que hacía ese tipo de encargos para su amo. Enseguida se trazó un plan. «Buscaré
pelea con cualquiera que pase» pensó. «En especial si parece una persona
adinerada. En cuanto me responda en el mismo tono, me pondré a gritar, como si
yo fuera la víctima y lo llevaré ante mi amo. Por suerte no todos saben todavía
que dejó de ser juez. Entre los dos ya nos encargaremos de vaciarle la bolsa».
Venia caminando hacia él, apoyándose en su bastón, un
caballero muy bien vestido. Mubárik le hizo una zancadilla, y el pobre hombre
rodó por el suelo hasta caer en un charco de barro. Furioso, se levantó
dispuesto a golpear a su agresor. Pero en cuanto miró a Mubárik, se dio cuenta
de que era el esclavo del cadí, y como no sabía que había sido destituido,
prefirió evitarse problemas.
-¡Así Alá ahuyente a Satán! -se contentó con decir. Y
siguió su camino.
Mubárik se dio cuenta de que su trampa no daría
resultado. Los que sabían que el juez ya no estaba en funciones no caerían, y
aquellos que no lo sabían le tendrían miedo. Mientras intentaba tramar otro
plan, vio pasar a un criado que llevaba en la cabeza una fuente con un
delicioso pato relleno, adornado con berenjenas, tomates y pepinillos. En esa
época mucha gente no tenía horno en la casa y llevaban la comida a algún horno
de pan para que se la cocinaran.
Seguido por Mubárik, que no podía sacar los ojos del
magnífico pato, el criado entró al local donde estaba el horno, dejó la fuente
y le dijo al dueño que volvería dentro de una hora a llevarse la comida lista.
Faltaba poco para que se cumpliera la hora cuando
Mubárik le pidió al dueño del horno que le entregara el pato ya cocido.
-¡Pero ese pato no es de tu amo! -dijo el hornero, que
lo conocía bien.
-¡Cómo que no! -se indignó Mubárik. Si yo mismo crié a
su madre pata, la vi poner el huevo, contemplé como mi patito rompía el
cascarón y lo cebé hasta que estuvo lo bastante grande. ¡Yo mismo lo sacrifiqué
y lo rellené y lo adorné con verduras!
-Por Alá que me has convencido -dijo el dueño del
horno. Pero ¿qué le digo a la persona que me lo trajo cuando lo venga a buscar?
-No vendrá -aseguró muy suelto Mubárik. Es uno de
nuestros criados y ahora está haciendo otro encargo. Por eso me han enviado a
mí. Quien te trajo el pato es un hombre muy bromista, siempre dispuesto a
reírse. Si llegara a venir, (por error, claro) le dirás que al meter la fuente en
el horno, el pato dio un salto y graznando como loco se echó a volar y se
escapó. ¡Ya verás cómo se divierte!
El dueño del horno no podía parar de reírse con la
broma de Mubárik. Sacó el pato, que ya estaba bien dorado, y se lo entregó sin
dudar. ¡Qué banquete se dieron Mubárik y su amo con tan delicioso platillo!
Entretanto, el hombre que había entregado la fuente no
tardó en volver a buscarlo. Y cuando escuchó la historia de que el pato se
había escapado volando, no le hizo ni pizca de gracia. Estaba furioso, acusó al
dueño del horno de ladrón y palabra va, palabra viene, terminaron a golpes.
La situación se ponía cada vez más interesante y
rápidamente se formó un corrillo de curiosos que no querían perderse la pelea. Entre ellos
había una mujer embarazada. El dueño del horno tomó impulso para pegarle a su
rival, el criado lo esquivó y la pobre mujer terminó recibiendo un puñetazo en
pleno vientre.
Algún comedido corrió a contarle a su marido lo que
había pasado. El hombre tomó un garrote y se fue a darle su merecido al malvado
que le había pegado a su mujer y a su hijo por nacer. Cuando el dueño del horno
vio que se le venía encima un enemigo más, y esta vez armado, dejó la pelea y
trató de escapar. Saltó una tapia, trepó a la azotea de una casa vecina bastante
alta, y se descolgó desde allí con tan mala suerte que vino a caer sobre un
mozo de cuerda que estaba durmiendo envuelto en unas mantas. El hornero era un
hombre bastante pesado, y le rompió al durmiente varias costillas.
Los compañeros del mozo de cuerda, entre los que
estaba su hermano, se lanzaron furiosos contra el pobre hornero. Lo molieron a
palos y decidieron llevarlo ante el cadí. Los seguía el criado que reclamaba su
pato y el marido de la mujer golpeada, todos decididos a denunciar ante el juez
al dueño del horno.
Mubárik, que había ido a ver en qué paraba su engaño,
estaba entre la multitud de curiosos y a grandes voces propuso que lo
siguieran.
-¡Vengan, vengan todos conmigo a casa del cadí!
Y en lugar de llevarlos ante un juez legítimo, los
condujo a la presencia de su pícaro amo.
Por supuesto, en cuanto el falso juez se encontró con
los denunciantes, lo primero que hizo con grave seriedad, fue cobrarles a
todos una buena suma por dereehos de justicia. Escuchó las demandas y, como
corresponde a un buen juez, le dio al acusado la posibilidad de defenderse y
dar su propia versión de los hechos. El hornero ya había comprendido adónde
había ido a parar el pato en cuestión y pensó que más le convenía atenerse a su
primera versión y buscar la complicidad del ex cadí.
-Sostengo lo que ya dije -afirmó. Al poner el pato en
el horno, graznó desesperado y se echó a volar.
-¡Maldito hijo de un perro y una cerda sin narices!
-gritó el criado que reclamaba el pato. ¡Cómo te atreves a afirmar semejante disparate
delante del mismísimo juez!
Pero todos se quedaron boquiabiertos cuanto el juez lo
interrum-pió furioso.
-¡Y tú, impío, descreído! ¡Cómo te atreves a poner en
duda el poder divino! Alá, que creó a todas las criaturas, las hará resucitar
el Día de la Cuenta, haciendo que se junten sus huesos aunque estén repartidos
por toda la tierra. ¿Y tú tienes la osadía de decir que no es capaz de
resucitar a un pato con todos sus huesos, al que apenas si le faltan las
plumas, solo porque esté relleno y horneado? ¿Acaso hay algo que Alá no pueda?
Era muy peligroso en esa época y en ese lugar ser
acusado de poner en duda la omnipotencia de Alá.
-¡Gloria a Alá, rey del universo, que resucita a los
difuntos! -dijeron todos los presentes.
Con mucho temor de que sus palabras hubieran sido
interpretadas como falta de fe, el criado se dio media vuelta y se fue de allí,
sin atreverse a seguir reclamando nada.
A continuación el cadí enfrentó al marido de la
embarazada, que todavía sostenía en la mano el garrote con el que quería darle
su merecido al dueño del horno. Lo escuchó con atención y dio su fallo.
-Este hombre tiene mucha razón. El hornero es
culpable. Y le impongo la siguiente condena. Después que tu mujer haya parido a
tu hijo, debes llevarla a casa del hornero, para que la vuelva a dejar encinta
como está ahora. En ese momento, tendrás derecho a darle un buen puñetazo en el
vientre, que, dado el caso, recibirá el hijo del otro. Así quedarán a mano.
-Por Alá, mi señor -dijo el marido. Así Alá perdone
mis pecados como yo perdono los de este hombre. No es necesario tal castigo.
Y se fue de allí con su mujer lo más rápido que pudo.
A continuación el falso cadí atendió a la demanda del
hermano y los colegas del mozo con las costillas rotas.
-Muy bien. Recibiréis satisfacción -les dijo. El
hornero debe acostarse exactamente en el lugar en que estaba el herido. El
hermano del herido debe treparse a la azotea y descolgarse de allí, cayendo
sobre el hornero y rompiéndole las costillas. Así quedará vengada la ofensa.
Pero el hermano del hombre herido no tenía ningún
interés en saltar desde tan alto. Con justa razón, tenía miedo de romperse la
crisma.
-Por Alá, mi señor, retiro mi demanda contra este
hombre y que Dios lo perdone.
Y así fue cómo el pícaro falso cadí salvó al hornero,
cómplice involuntario de su timo y, haciendo reír a todos, escapó a la condena
que él mismo merecía.
0.006.1 anonimo (arabe) - 059
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