En una de las islas del archipiélago de Filipinas
vivían juntas siete hermanas. El clima era agradable, el aire tibio, las orquideas
se abrían como flores silvestres, pero las muchachas eran huérfanas, muy pobres,
y tenían que trabajar muy duramente para comer. La mayor era la jefa de la
familia y todas la
obedecían. Cada una se encargaba de una tarea. Una limpiaba
la casa, otra traía el agua del manantial, otra cocinaba y las demás trabajaban en la huerta y cuidaban las gallinas y las
cabras.
El trabajo más pesado de todos, cortar leña y traerla
a casa para mantener el fuego siempre encendido, le había tocado a Mariquita,
la más pequeña. Era una tarea agotadora y la pobrecita apenas si lograba
cumplirla. Al mediodía volvía a casa agobiada bajo su pesada carga, separaba en
dos pilas los leños de las astillas y alimentaba el fuego. Después salía de la
casa, se tumbaba a la sombra de un árbol y se quedaba profundamente dormida.
Así era su vida, igual día tras día.
Lo único que le daba alegría era su relación con los
animales del bosque.
Desde los pájaros hasta las mismas culebras, todos
parecían alegrarse a su paso y comían sin temor de su mano.
Una mañana de mucho calor, mientras cruzaba el arroyo
para volver a su cabaña, el agua le resultó tan fresca y tentadora que le
dieron ganas de bañarse, aunque tuviera que renunciar a su siesta. Y así lo
hizo. Mientras jugaba y se divertía en el agua, la muchacha vio un pececito
bellísimo, que tenía todos los colores del arco iris. Intentó atraparlo,
pensando que sería casi imposible, pero el pececito parecía saber que no tenía
nada que temer de ella. De un solo manotón, lo tuvo en su mano.
Mariquita conocía una especie de estanque natural que
el agua había excavado en las rocas muy cerca de allí, y pensó que ese podía
ser un buen lugar para conservar a su nueva mascota. Corrió a toda velocidad
con el pececito en la mano y pudo ponerlo otra vez a salvo en el agua.
Cuando llegó a su casa, estaban sirviendo la comida. Por cierto, no
había mucho para elegir. La hermana mayor repartió las siete modestas porciones
de carne con arroz. La más pequeña no comió toda su parte, sino que reservó
algunos granos de arroz para su nuevo amigo. En cuanto pudo, corrió hacia el
estanque y fue arroján-dolos en el agua. El pececito se los tragó con mucho
apetito.
Mariquita no le contó nada a sus hermanas. Pero desde
entonces, todos los días después de la comida, corría a alimentar a su amigo.
Al principio, bastaba con unos granitos de arroz. Pero así, bien alimentado, el
pez empezó a crecer. En cuanto escuchaba la voz de Mariquita, que siempre tenía
una canción en los labios, saltaba de alegría asomando sus aletas fuera del
agua. Se convirtió en un pez enorme y cada vez necesitaba más y más comida.
Pronto Mariquita tuvo que darle la mitad de su plato. A ella no le importaba
pasar hambre con tal de verlo feliz, pero estaba cada vez más delgada y ahora
se tambaleaba bajo el peso de la leña.
Las hermanas no le prestaban mucha atención y
probablemente no se habrían dado cuenta de nada si no hubiera sido porque
Mariquita ya no podía cumplir con su trabajo como antes y la leña no alcanzaba.
Un día una de ellas la siguió en secreto y les contó
después a las demás lo que había visto.
Mientras la pequeña estaba todavía juntando leña, sus
seis hermanas fueron a ver qué encontraban en el estanque. Cuando la mayor vio
ese pez tan enorme, no tuvo dudas.
-¡Hoy tenemos pescado para la cena! -les dijo a las
demás.
El pez no tenía por dónde escapar. Atraparlo fue muy sencillo.
La hermana cocinera lo limpió y lo guisó. Ese día decidieron cenar más
temprano, para evitar que Mariquita se diera cuenta de lo que había pasado. Le
guardaron un cuenco de arroz.
Como siempre, la hermana menor se comió la mitad del
arroz y corrió a llevarle la otra mitad a su amigo. Como siempre, iba cantando
una canción. Pero esta vez no vio las aletas del pez saltando alegre en el
agua. Y al acercarse más, se dio cuenta de que su amigo no estaba. Si hubiera
muerto, su cuerpo estaría flotando en la superficie del a gua. ¿Qué había
pasado? La jovencita sintió que un cansancio atroz se apoderaba de todo su
cuerpo. De algún modo consiguió arrastrarse de vuelta a la casa, se acostó en
un rincón de la cocina y se quedó profundamente dormida. Esa mañana se despertó
muy tarde en la casa vacía. Todas sus hermanas habían salido. Oía el canto de
un gallo.
Pero no era el quiquiriquí normal de todos los días.
El gallo cantaba una y otra vez, repitiendo siempre los mismos compases en su
canto. Y de pronto Mariquita se dio cuenta de que estaba tratando de decirle
algo. Lo fue a buscar, lo soltó dentro de la casa y vio cómo el gallo iba
directamente a un lugar cerca del fogón y allí se ponía a escarbar con el pico
y las patas. La muchachita lo ayudó a cavar y pronto se encontró con los restos
de su amigo: la columna vertebral, los huesitos de la cabeza, la cola y las
espinas. Eso era todo lo que quedaba de él.
Llorando la muerte de su único amigo, Mariquita llevó
los restos del pez hasta un lugar cerca del estanque donde había vivido y allí
los enterró, regando la tierra con sus lágrimas. Para su enorme sorpresa, en
ese mismo momento asomó de la tierra una plantita verde que parecía crecer a un
ritmo vertiginoso.
Al día siguiente la plantita se había convertido en un
árbol muy grande, muy frondoso, cubierto de unas extrañas hojas atercio-peladas.
Sus ramas llegaban hasta el cielo, tan alto que, cuando soplaba el viento, las
hojas desprendidas eran arrastradas, a veces, hasta las otras islas.
Como ya no existía el pez que se comía la mitad de su
alimento, Mariquita se repuso rápidamente. Subió de peso y el color volvió a su
cara. Ahora, cuando iba a recoger leña al bosque, pasaba todos los días a ver a
su querido árbol, que cada vez estaba más majestuoso y gigantesco. Jamás se
había visto un árbol así. El tronco parecía de hierro, las hojas de seda y
terciopelo, las flores tenían pétalos como láminas de oro y los frutos eran
como diamantes.
Un día, un viento especialmente fuerte arrastró un par
de hojas del árbol hasta la isla vecina, donde estaba el palacio del rey. Uno
de los criados levantó una hoja y le pareció tan especial y sorprendente que
decidió entregársela al rey.
Cuando el rey tuvo en sus manos la extraña hoja,
después de acariciarla una y otra vez, quiso averiguar de qué árbol había
salido. Pero ni siquiera los sabios más sabios del reino supieron decírselo.
-Si las hojas llegaron hasta aquí, el árbol no puede
estar lejos. Lo veré, aunque tenga que recorrer todas las islas Filipinas una
por una -dijo el rey.
Y por suerte empezó por la isla más cercana, donde
estaba precisamente el árbol que buscaba. Pero él no lo sabía, y sus servidores
comenzaron por preguntar a todos los pobladores si conocían la planta de donde
había salido esa hoja. Cuando veían y tocaban la hoja, todos parecían tan
asombrados como el mismo rey.
-Hay siete hermanas que viven muy cerca del bosque
-les dijo un campesino. Si ellas nunca vieron ese árbol, es que nadie lo vio.
Así llegó la comitiva real hasta la cabaña donde
vivían las siete hermanas. Todas salieron muy emocionadas a ver qué deseaba de
ellas el rey de todas las islas. Todas, menos Mariquita que, como siempre a esa
hora, estaba durmiendo, agotada por su duro trabajo.
-Qué pena -dijo la mayor, cuando vio la hoja. Nunca vimos
hojas así, ni sabemos de qué árbol vienen.
-Qué pena -repitieron las otras cinco.
Lo que más pena les daba era que el rey hubiera
llegado hasta allí solo para preguntarles por un árbol que no existía, en lugar
de interesarse por ellas.
-Ese árbol no existe -dijo la mayor. O por lo menos, no
en esta isla. Nadie vive tan cerca del bosque como nosotras. Si nunca lo hemos
visto, es que no es de aquí.
-No existe -repitieron las otras cinco.
Pero el rey no se daba por satisfecho tan fácilmente.
-Me dijeron que ustedes son siete hermanas. ¿Dónde
está la séptima?
Ah, sí, Mariquita -dijo la mayor. Está en casa,
durmiendo. Esa chica no sirve para nada, mas que para juntar leña. Cuando no
está medio dormida, es que está dormida del todo.
-Entonces quizás haya visto el árbol en sus sueños
-dijo el rey. Quiero hablar también con ella.
Uno de los servidores del rey entró a la cabaña para
despertar a Mariquita. Frotándose los ojos, la muchachita se acercó muy sorprendida
a la comitiva real. Pero cuando vio la hoja, sonrió feliz.
-¡Claro que sé de dónde salió! Seguidme y os llevaré
hasta allí.
Mariquita guió al rey y a sus servidores hasta el
árbol que había crecido de las espinas de su pececito amigo. El rey no tuvo que
acercarse para darse cuenta de que ese era el árbol que buscaba... y no era un
árbol común. El enorme gigante del bosque se inclinó como si le estuviera
haciendo una reverencia a la frágil muchachita, que se abrazó a sus ramas y
arrancó unas flores y frutos para regalarle al rey.
Admirado por los poderes de la jovencita, pero sobre
todo por la dulzura de sus ojos, por su risa, por su voz, el rey decidió
casarse con Mariquita y llevársela con él a su palacio.
Y fueron felices por siempre jamás.
0.093.1 anonimo (filipinas) - 059
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