El pequeño Kandebayi nació en la región de las
montañas Kaladawu y parecía un bebé común y corriente. Pero a los seis días se
reía, a los diez días podía caminar y a los seis años ya era un muchacho fuerte
y fornido, el mejor cazador de toda la región: de cada cien tiros, cien daban
en el blanco. Nadie le ganaba en las competiciones de lucha. Si un buey caía en
un pozo, Kandebayi podía levantarlo solo con la fuerza de sus brazos.
Cierto día, cazando al pie de las montañas, vio que un
enorme lobo gris había matado a una yegua preñada y estaba abriéndole la
barriga con sus garras para comerse las entrañas. Kandebayi mató al lobo
revoleándolo de la cola y estrellándolo contra las rocas. Con un tajo de su
espada le abrió la panza a la yegua y sacó un potrillo todavía vivo.
El potrillo, alimentado con leche de cabra, creció con
la misma rapidez que su dueño: a los seis meses ya medía dos metros de altura.
Lo llamaron Keerkula. Su pelo era de color naranja, y corría a tanta velocidad
que era capaz de atrapar pájaros con la boca.
Kandebayi repartía su caza con toda la aldea y era muy
querido por los vecinos, porque siempre estaba dispuesto a ayudar a quien lo
necesitara. Un día se encontró con un niñito harapiento que pastoreaba un
rebaño de ovejas.
-¿Por qué lloras? -le preguntó.
-¿Cómo no voy a llorar? -le contestó el niño. Soy el
hijo único del héroe Maergan. Cuando mi padre volvía de una aventura, solía
dormir seis días seguidos. El enemigo lo encontró durmiendo y lo atrapó.
Robaron todos los caballos de la aldea, sin dejar ni una herradura.
Secuestraron a mi madre. Ahora tengo que trabajar como pastor para ganarme la
comida...
-Yo te ayudaré. ¡Vamos a liberar a tus padres! -le
dijo Kandebayi.
Pero mientras acompañaba al niño a llevar de vuelta su
rebaño, aparecieron de pronto en el cielo seis enorme cisnes que se abalanzaron
sobre él, tratando de golpearlo con sus alas. Kandebayi se adelantó y le agarró
una pata a uno de los cisnes. El ave consiguió escapar, pero el muchacho se
quedó con un zapato de oro en la mano.
Comenzaba una aventura misteriosa, que podía durar
muchos meses. Kandebayi le pidió detalles al niño pastor acerca del camino por
donde habían escapado los malhechores, llevándose a sus padres. Después volvió
a su casa, les preparó a sus padres cereales para un año, se puso su coraza,
tomó sus armas, llevó las entrañas secas de sesenta potrillos para alimentarse
por el camino y partió en la dirección que el niño le había señalado.
El caballo Keerkula era capaz de hacer en sesenta
pasos el trayecto que otro caballo hacía en un mes. Después de varios días y
noches de galopar sin detenerse, llegaron a una montaña cuyo pico estaba
envuelto en nubes. Al pie de la montaña, por primera vez, el animal comenzó a hablar.
-Amigo Kandebayi, ya estamos cerca. Después de pasar
esta montaña, verás un río. En el centro del río, hay una isla. Allí vive el
rey de los dioses. El zapato de oro que le quitaste al cisne es de su hija. Los
padres del niño pastor están en sus manos. Los tiene encerrados en el infierno
y la llave está en el fondo de un río tan profundo que ningún hombre puede
llegar hasta allí. En la ladera de la montaña hay un esclavo gigante que cuida
las vacas lecheras. Debes liberarlo, cambiar tu ropa con él y convertirte en el
vaquero. Llévate un pelo de mi cola: cuando me necesites, le prendes fuego y yo
vendré al instante.
Kandebayi hizo todo lo que su caballo le había dicho y
pronto se encontró cuidando las vacas en lugar del gigante. Al atardecer debía
llevarlas de vuelta a la isla, pero los animales se negaban a meterse en el
río. Fastidiado, el muchacho comenzó a levantarlas por las patas traseras y a
tirarlas a la otra orilla. Las vacas caían en la isla con gran estruendo. Una
de las hijas del rey de los dioses, que estaba mirando asombrada el
espectáculo, le grito:
-¿Qué te pasa vaquero? ¿Te has vuelto loco? ¿Por qué
no dices como siempre «Agua, ábreme el camino»?
Y cuando Kandebayi repitió esas palabras, el agua del
río se abrió, dejando un camino seco para que pasara el ganado. Así pasaron
varios días sin novedades hasta que cierta vez el rey de los dioses pasó cerca
de Kandebayi conversando con sus dos hijos varones.
-La yegua negra está a punto a parir. Cada vez que
nace un potrillo, desaparece misteriosamente. Esto ya sucedió nueve veces.
Quiero que vosotros dos montéis guardia esta noche para ver qué pasa.
Por supuesto, Kandebayi fue también, a escondidas. Los
hijos del rey se durmieron enseguida. Al amanecer, la yegua dio a luz un
potrillo con la cola dorada. En ese momento un águila de fuego bajó del cielo y
se lo llevó. Kandebayi alcanzó a atraparlo, pero se quedó con la cola
desprendida en la mano.
A la mañana siguiente el rey divino llamó a sus hijos
y los dos le dijeron que no había pasado nada. Entonces entró Kandebayi y contó
lo que había visto. Para que le creyeran, sacó la cola dorada que tenía
escondida entre sus ropas. Toda la sala se iluminó de golpe. Los hijos del rey
estaban tan avergonzados que no se atrevían a decir palabra.
-Quiero que vayáis a buscar al potrillo y quizás
encontréis también a los otros ocho que parió mi yegua. Partiréis hoy mismo los
tres -ordenó el rey.
Kandebayi cruzó el río para salir de la isla, prendió
fuego al pelo de Keerkula y el caballo mágico- apareció en el acto, llevando
sus armas y su coraza. En unos segundos dejaron tan atrás a los hijos del rey
que ya ni se les veía en el horizonte.
Cabalgando, llegaron hasta un río de fuego.
-Al otro lado de este río encontrarás lo que buscas.
Pero para cruzarlo, tienes que mantener los ojos cerrados y confiar en mí.
No fue fácil para Kandebayi soportar el aire caliente
y la sensación terrible de que todo su cuerpo pasaba por las llamas. Pero no
abrió los ojos hasta que su caballo no se lo permitió. Ahora estaban en una
isla en mitad del río de fuego. Ocho potrillos con la cola dorada y uno sin
cola tomaban agua de un bebedero de oro.
-Toma el bebedero de oro y los potrillos te seguirán
-le dijo a Kandebayi su caballo mágico. Pero no podemos hacerlos atravesar el
río de fuego. Hay que buscar un vado. Por el camino tendremos que vencer tres
obstáculos: el monstruo de las siete cabezas, el león blanco y la horrible
bruja. ¿Estáis dispuesto?
-¡Claro que sí! -dijo el valiente Kandebayi.
Tomó el bebedero de oro, lanzó a Keerkula hacia
adelante y los potrillos los siguieron. Al rato se encontraron con una gran
montaña. A medida que se acercaban se dieron cuenta de que no estaba hecha de
piedra: ¡era el monstruo de las siete cabezas! El cazador tomó una de sus armas
preferidas, un garrote con colmillos de lobo, y aprovechando la velocidad de su
caballo, golpeó con inmensa fuerza cada una de las siete cabezas hasta que el
monstruo cayó derribado. Kandebayi se llevó en su alforja los catorce ojos como
prueba de su hazaña.
Con los potrillos siempre detrás, Keerkula y su amo
atravesaron seis precipicios. Entonces escucharon el rugido del león blanco,
que parecía un trueno. Kandebayi desmontó y corrió hacia el lugar de donde provenía
el sonido. Pronto sintió que una enorme fuerza lo atraía hacia adelante. Al
fijarse bien, se dio cuenta de que estaba yendo a caer directamente en la boca
del león, que era tan grande como el cielo. La fuerza que lo arrastraba era
simplemente la respiración del animal. Sin ningún temor, el héroe se metió en
la boca y desde dentro del cuerpo del león lo partió en pedazos. Después le
sacó los dientes y los ató a su caballo.
Los viajeros volvieron a emprender el camino. Las
montañas quedaban atrás como destellos. De pronto se vieron envueltos en un
espeso humo negro. Solo el brillo de las ocho colas doradas de los potrillos
iluminaba el camino. Al disiparse el humo, apareció una bellísima muchacha,
lujosamente ataviada. Kandebayi se bajó del caballo y fue a su encuentro.
-El camino es muy largo -dijo la joven. Ven a casa a
descansar.
-Estoy realmente muy cansado. Ve tú delante y te
seguiré -dijo Kandebayi.
El golpeteo de los cascos de su caballo Keerkula le
había advertido que la joven era en realidad una bruja disfrazada. Apenas la
muchacha le dio la espalda, Kandebayi sacó su espada y le cortó la cabeza. Saltaron
chispas de todos los colores y el camino volvió a cubrirse con una nube negra.
Cuando la nube desapareció, el cuerpo de la horrible bruja yacía en el suelo
partido en dos mitades. Kandebayi le cortó la cabellera blanca y la guardó en
su alforja.
Kandebayi reunió los tesoros de la bruja, tomó el
bebedero de oro, montó en su caballo y seguido por los potrillos encontró por
fin el vado. Pudo cruzar el río de fuego y después de un largo viaje estuvo de
vuelta en el palacio del rey de los dioses.
En mitad del banquete de bienvenida llegaron los dos
hijos del rey, agotados, con las manos vacías y flacos como un palo de leña
seca.
-¿Qué recompensa quieres, hijo mío? -le preguntó al
valiente joven el rey de los dioses, muy agradecido por haber recuperado sus
potrillos de cola dorada.
-Soy Kandebayi, el que monta a Keerkula -contestó él.
Y no he venido a vuestro reino para contemplar el paisaje. En primer lugar, he
venido a rescatar al héroe Maergan y a su mujer, secuestrados por vuestras
tropas. En segundo lugar, quisiera devolver esto a su dueño -y sacó el zapatito
de oro.
-Lo que dices es cierto, hijo mío. Yo mismo ordené que
arrasaran ese pueblo y trajeran aquí a Maergan y a su esposa. Los tengo
encerrados en el infierno y muchas veces le ofrecí soltarlo si aceptaba
trabajar para mí. Pero ese Maergan es indoblegable. «No lucharé para el
enemigo», me contesta. Si lo soltara, no pensaría más que en vengarse. Pero yo
no tengo nada contra él. Si lo mandé atrapar, fue porque había escuchado hablar
de ti y de tu caballo y sabía que tarde o temprano vendrías a rescatarlo. Como
tardabas, mis seis hijas convertidas en cisnes te fueron a buscar: este zapato
es de la más pequeña. Para soltar al héroe Maergan te pongo una condición.
Debes liberar a mi reino de tres terribles plagas: el monstruo de siete
cabezas, el león blanco y la
bruja. Si lo consigues, no solo dejaré ir a Maergan y a su
mujer, sino que devolveré todo el ganado, les regalaré otro tanto y a ti te
daré la mano de mi hija menor.
Entonces Kandebayi sacó de su alforja los catorce ojos
del monstruo, el cabello de la bruja, y desató los gigantescos colmillos del
león. El rey de los dioses, contentísimo, mandó soltar a todos los prisioneros
y les devolvió todo su ganado más otro tanto.
Después de una fiesta de bodas que duró cuarenta días
y cuarenta noches, Kandebayi volvió a su aldea cargado de tesoros, con su
bellísima esposa. Los campesinos lo recibieron con enorme alegría. Y allí
vivieron felices para siempre.
0.135.1 anonimo (Kazajstan) - 059
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