Vivía en Córcega un pastor muy próspero, que tenía
muchísimas ovejas. A pesar de su buena suerte, el hombre sufría cada vez que
veía acercarse el invierno, que suele ser cruel con los rebaños. Con mucho
respeto, le suplicaba a los largos meses invernales que fueran generosos.
Buen
diciembre, amigo mío,
no nos
traigas pronto el frío.
Y diciembre lo escuchaba y se portaba bien con él.
Buen enero
de este año
no me mates
con heladas
los
corderos del rebaño.
A enero le gustaba lo que el pastor le decía y,
agradecido, perdonaba a sus animales.
Después, el pastor le cantaba sus canciones a febrero
y a marzo. De este modo los meses, a los que les gustan mucho los homenajes, se
portaban bien con él y con sus ovejas.
En esa región, marzo es el mes más difícil y
caprichoso. De pronto hace calor, de pronto hace mucho frío y nadie puede saber
a qué atenerse.
Un año, cuando había llegado el último día de marzo
sin que una sola de sus ovejas muriera, el pastor se puso tan contento que ya
no tuvo miedo, y en lugar de pedir por favor, empezó a jactarse y a burlarse.
¡Tonto
marzo, todo el año
el terror
de los rebaños!
Marzo loco,
ya pasaste.
¡Ni una
oveja me robaste!
Nada hay más peligroso que hacer enojar al caprichoso
marzo. En cuanto oyó esa cancioncilla irrespetuosa, se fue a ver a su hermano
abril y le pidió prestados tres días. Marzo recorrió el mundo reuniendo los
peores fríos, las más tremendas tormentas, agregó un par de pestes que andaban
sueltas por ahí y, en los primeros tres días de abril, echó todo encima del
rebaño del pastor. Primero murieron las ovejas y los carneros viejos, después
los corderos nuevos y, en el tercer día, el pastor desagradecido se quedó sin
rebaño.
Desde entonces, ya se sabe por qué a veces hay días
muy fríos en abril: es su hermano marzo que los tomó prestados.
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