Choi Chum Ji era famoso en toda la región de JinJu por
su avaricia, que ya era casi una enfermedad. Sus parientes pasaban mucha
vergüenza con las anécdotas que se contaban sobre Choi.
En su mesa no se servía más que arroz hervido con un
poco de salsa de soja. Y cuando llegaba la hora de comer, se veía a Choi Chum
Ji corriendo como un desesperado por el campo.
-¿Por qué corre tanto, señor ji? -le preguntó cierta
vez un campe-sino.
-He comprobado -contestó él, muy serio- que si uno
corre lo suficiente, si corre hasta que le duela el costado, llega a olvidar el
sabor de la comida y se siente muy satisfecho comiendo solo arroz.
Un día el avaro vio con horror que una mosca había
tenido el atrevimiento de posarse en el borde del recipiente donde estaba la
salsa de soja. ¡Le estaba robando su salsa! Enfurecido, saltó de su sitio y
comenzó a perseguir a la mosca por todo el cuarto.
-¡Maldita mosca! ¡Puedo comer una cucharada entera de
arroz con la gota de salsa que bebiste!
Cuando por fin consiguió atrapar a la mosca, se la
metió en la boca, la masticó bien para extraerle toda la soja, y después se la
tragó.
La familia del señor Ji sufría mucho, sobre todo su
nuera, que venía de una casa normal, donde el arroz se comía con verduras, con
carne de cerdo, con pescado. La pobrecita estaba harta de comer ese arroz
hervido solo y triste.
Una mañana pasó por allí un pescador que venía
voceando su mercancía. La muchacha lo llamó desde el portón. El pescador se
acercó sorprendido. ¡Jamás había vendido ni un pescadito en esa casa!
La nuera del señor Ji comenzó a revisar los peces
mientras los miraba con ojos críticos. Levantó uno y lo dejó. A otro le miró
las agallas y dijo que no estaba fresco. El pescador se indignó: los había
pescado al alba de ese mismo día, protestó. La joven tomaba los pescados, los
daba vuelta de un lado para el otro y los volvía a dejar.
-¿Cuánto cuesta este?
-Dos pun -dijo el pescador. El pun era la moneda de la antigua Corea.
-¡Dos pun! Es demasiado -dijo ella. No vale ni medio
pun.
-¿Cómo que ni medio? ¡Por siete puns podría venderlo
si lo llevara hasta el mercado!
Discutieron y discutieron sin llegar a ponerse de
acuerdo. El pescador siguió adelante con su carga y la muchacha corrió a la cocina. Había
manoseado tanto los pescados que tenía las manos llenas de escamas. Con mucho
cuidado se lavó las manos en una olla y la puso sobre el fuego. Hirviendo las
escamas consiguió un caldo con gusto a pescado.
A la hora de la comida, cuando el señor Ji sintió el
olor a pescado y vio que su nuera servía el caldo, enloqueció de furia.
-¡¿Quién te dio permiso para comprar pescado?! -la
interrogó a gritos.
La jovencita, muy orgullosa de haber conseguido tanto
con tan poco, le contó su hazaña. Pero de poco le sirvió.
-Qué desperdicio -dijo Choi Chum Ji, el avaro de los
avaros. Si te hubieras lavado las manos en el pozo de donde sacamos el agua
para beber, ¡tendríamos sopa de pescado para todo el mes!
0.026.1 anonimo (corea) - 059
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