El tragulino malayo es un animalito del tamaño de un
ratón, con patas parecidas a las de un ciervo. Es muy rápido y muy inteligente,
y gracias a eso consigue sobrevivir en un lugar tan peligroso para él como la
selva malaya, llena de predadores dispuestos a devorarlo.
El tragulino paseaba contento y tranquilo por la
selva, buscando frutos y raíces para comer. No tenía garras ni colmillos, pero
tenía su inteligencia, y le bastaba para defenderse de los tontos. El primer
error del tigre fue anunciarle que se lo iba a comer, en vez de atacarlo
directamente.
-¡Te comeré, tragulino!
-No lo hagas, no te conviene, tigre -dijo el tragulino
mirando rápidamente a su alrededor. Estoy aquí por orden del rey león, para cuidar
su pastel.
-¿Qué pastel? -preguntó el tigre, que sentía por el
rey león una mezcla de miedo y envidia.
-Este que ves aquí -dijo el tragulino, señalando un
enorme hormiguero que asomaba fuera de la tierra con todo el aspecto de una
torta mal horneada.
-¡El pastel del rey! Debe de ser delicioso. Déjame
probar un poquito.
-¡Oh, no, el rey se enojaría muchísimo! Si no me matas
tú, me mata él.
-Tengo una idea -dijo el tigre. Yo pruebo un pedacito
muy pequeño. Y para que nadie se dé cuenta, por esta vez no te como y tú le
dices al rey que se lo llevó un pájaro.
-Muy buena idea -dijo el tragulino.
Y mientras el tigre le daba un buen mordisco al
hormiguero, aprovechó para escapar a la velocidad del relámpago. Por supuesto,
el tigre se llevó el chasco de su vida. El «pastel» tenía un gusto horrible,
pero, además, las hormigas le picaron el hocico.
Un tiempo después el tigre se volvió a encontrar con
el tragulino y estaba a punto de comérselo sin hacer comentarios cuando el
animalito se puso a gritar.
-No, no, no, no te conviene comerme, estoy aquí para
cuidar el tambor del rey -le dijo, señalándole un avispero.
-Sí, seguro. Ese tambor debe de ser como el pastel.
-¿Y qué tenía de malo el pastel del rey? A él le gusta
así, y las hormigas me estaban ayudando a cuidarlo.
El tonto del tigre pensó que esa era una explicación
muy lógica.
Y otra vez su envidia por el rey león fue más fuerte
que el hambre y el miedo.
-Me gustaría golpear un poco el tambor del rey -dijo
el tigre.
-Oh, no, por favor, no lo hagas. ¡El león me matará!
-¡Te mataré yo si no me dejas! -rugió el tigre,
dándole un buen golpe al avispero.
Digamos, para resumir, que solo metiéndose en el río
consiguió el tigre librarse de las avispas.
Cuando volvieron a encontrarse, el tigre estaba seguro
de que no volvería a caer en las trampas del tragulino. Pero el animalito, muy
seguro de sí mismo, lo convenció de que nunca lo había engañado. Las avispas,
simplemente, estaban de guardia también, cuidando del tambor: el tigre no le
había dado tiempo para explicárselo. Y ahora le habían encargado una misión
todavía más importante. Tenía que proteger el cinturón del rey, dijo, señalando
a una serpiente cobra que estaba enroscada durmiendo.
El tigre siempre estaba celoso del poder del león.
¿Por qué él no podía usar un cinturón tan hermoso? Sin hacer caso de las
protestas del tragulino, que le rogaba que no lo hiciera, levantó la serpiente
cobra y se la anudó rodeando su cintura.
Cuentan los que saben que por un largo, largo tiempo,
el tigre no volvió a molestar a nuestro amigo tragulino.
0.154.1 anonimo (malasia) - 059
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