Entre los antiguos nartos, unos gigantes que vivían en
la zona del Cáucaso, existía la terrible costumbre de matar a los ancianos
cuando se convertían en una carga para el resto del pueblo.
Había varias pruebas concretas que servían para
determinar si un hombre era todavía útil a la comunidad. Debía
ser capaz de sacar la espada de su vaina usando solamente tres dedos, subirse a
la silla de montar sin que lo sostuvieran, calzarse las botas sin ayuda,
sostener el arco en la caza, levantar un almiar de heno y no quedarse dormido
mientras cuidaba un rebaño. Cuando un anciano ya no tenía fuerzas para cumplir
con esos requisitos, lo metían en un gran canasto trenzado y lo llevaban fuera
del pueblo, a la Montaña de la
Vejez. Ataban al canasto unas grandes ruedas de piedra y lo
hacían rodar por una cuesta empinada hasta que se caía al precipicio.
Sucedió cierta vez que Bardan, un narto famoso que
había sido un gran conductor de su pueblo, llegó a ese estado de debilidad
provo-cado por la
ancianidad. Su propio hijo era el encargado de llevarlo a la montaña. Badaneque ,
el hijo de Bardan, amaba muchísimo a su padre y le rompía el corazón pensar que
debía morir por culpa de las salvajes leyes de su pueblo. No quería arrojarlo
por el precipicio, pero estaba obligado a hacerlo. Tratando de esconder su
dolor, comenzó a preparar el canasto y las ruedas de piedra.
-No es culpa mía, padre, perdóname, ojalá pudiera
evitarlo. Así es la costumbre de los nartos.
Pero el padre no le respondía ni una sola palabra.
Solo lo miraba con los ojos enrojecidos de dolor.
Badaneque puso a su padre en el canasto y lo cargó
para llevárselo a su destino final. El viejo era muy flaco y pequeño, pero el
canasto le pesaba como si estuviera lleno de piedras. Al llegar a lo alto de la
montaña de la vejez, con horrible pena, sin mirar lo que hacía, le ató las
ruedas y lo lanzó al precipicio. Pero una rama asomaba en la pared casi
vertical de la sima, y allí se quedó enganchado el canasto. El viento lo
balanceaba, agitando la larga barba blanca de Bardan, que reía y reía sin
parar.
-Padre, ¿de qué te ríes?
-Hijo, pensé de pronto que cuando tú mismo seas
anciano, y tu hijo te arroje por el precipicio de esta montaña, quizás esta
rama todavía esté aquí y también tu canasto se quede enganchado, balanceándose
con el viento. No sé por qué, esa idea me hace reír muchísimo.
Badaneque no pudo resistir más esa terrible situación.
-Padre, no me importa lo que los nartos hagan conmigo.
¡No seré yo el que te envíe por el camino de la muerte!
Entonces se inclinó sobre el abismo y con gran
esfuerzo consiguió rescatar el canasto donde el anciano todavía se reía.
-No debes llevarme contigo al pueblo -dijo Bardan. Nos
matarían a los dos. Hemos quebrado una ley que han sufrido muchas generaciones.
No nos perdonarán.
-Tengo una idea -dijo Badaneque. Te esconderé en una
cueva que conozco, no lejos de aquí.
Y el hijo llevó a su padre a una cueva en la montaña,
donde improvisó un lecho de hierbas para que el anciano pudiera tenderse
cómodo.
-Hijo, no creas que una vida inútil es mucho mejor que
la muerte -dijo el viejo. Pero, ¿quién dijo que ya no sirvo para nada? Quizás
no pueda subir a un caballo sin ayuda, o desenvainar la espada con tres dedos.
Pero mi mente está intacta, puedo pensar y tengo experiencia que los jóvenes no
tienen. Sé que todavía soy capaz de ayudar a mi gente.
Cada dos días Badaneque iba a visitar a su padre y le
llevaba alimentos. Así fueron pasando tres años enteros. En ese lapso, muchas
calamidades se abatieron sobre los nartos. Cada vez que había un problema grave
en la comunidad, Badaneque encontraba una buena solución. Ya se tratara de una
larga sequía, una peste que diezmaba el ganado, o una incursión de los
enemigos, todos se acostumbraron a pedirle consejo a Badaneque. El joven
desaparecía por un tiempo, sin que nadie supiera adónde iba y cuando volvía
traía una solución inteligente que resolvía el problema y hacía la vida más
fácil para todos.
Los nartos estaban admirados por la sabiduría de
Badaneque y le tenían gran respeto. Cierta vez, los hombres mayores se
reunieron y decidieron preguntarle cómo y por qué era posible que un joven como
él fuera capaz de dar consejos tan experimentados.
Entonces Badaneque les confesó su decisión y les contó
que en realidad era su padre Bardan el que sabía encontrar la mejor solución a
todos los problemas. Desde entonces y para siempre, los nartos decidieron que
no volverían a aplicar esa terrible regla contra los ancianos, que les había
obligado a matar a sus propios padres tan cruelmente.
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