Las
aguas del pozo de una estancia siempre amanecían sucias de hojas,
palitos, boñigas secas. El capataz espió a los peones para ver
quién era el malhechor, pero sin lograr averiguarlo.
Desconfió
que fuese algún animal dañino. Mandó hacer un muñeco de cera, que
puso de centinela junto al pozo. Efectivamente, fue un monito el que
después de beber se entretenía en arrojar basuras dentro del pozo.
Al
divisar la figura tuvo recelo, quedándose a observar si hacía algún
movimiento, y como no vio nada, se aproximó paulatinamente. Cuando
estuvo cerca, miró detenidamente y le habló:
-Dejame
beber.
Como
no tuvo respuesta, insistió, con igual resultado. Le insultó
amenazándole con castigarle.
-¡Con
esta mano te voy a castigar! -le dice.
Le
enseñó la derecha. No le contestó. Entonces a la figura de cera le
dio un manotazo. No hubo contestación y le quedó pegada la mano.
Entonces le dijo:
-Con
esta otra castigo más fuerte.
Y
otro manotazo con la izquierda dio a la figura. Tampoco hubo
contestación y le quedó pegada la mano. El monito dijo:
-Ya
que no sentiste mis manotazos, con una patada te haré hablar.
La
figura recibió una patada y le quedó pegada la pata. Y le dice
-Parece
que no sentiste. Ahora con este otro pie sí te haré hablar -y le
pegó.
Nada
no hubo y le quedó pegado el pie.
-Con
un mordiscón por la barriga te haré hablar, ¡sotreta! -le dice.
Y
un feroz mordiscón dado en la barriga deja su huella profunda. Como
no consiguió ninguna manifestación de vida, se alejó orondo el
monito, seguro de haber dado una lección.
El
confiado animal, dejó suficiente prueba para identificarlo y así
recibir su merecido.
Juan
Bautista Acosta. Mburucuyá. Corrientes, 1950.
El
narrador es Director de Escuela.
Cuento
674. Fuente: Berta Elena Vidal de Battini
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anonimo (argentina) - 048
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