Cuando
el señor Sung era niño, le gustaba mucho la pesca. De hecho, se
pasaba la mayor parte del día en el bosque, buscando orugas.
Levantaba las piedras con un pequeño cuchillo que le había regalado
su padre y en seguida las atrapaba. Pero una mañana, en vez de la
oruga que pensaba coger, se encontró con una serpiente diminuta.
Cuando iba a matarla con el pie oyó una voz que decía:
-¿Por
qué quieres matarme? No está bien que abuses así de los más
débiles.
El
pequeño Sung vio entonces que la culebrita estaba llorando y le dio
lástima. La cogió y la llevó a su casa. Su madre le vio tan
contento que creyó conveniente recordarle lo que siempre le
advertía:
-No
me traigas bichos a casa, hijo mío. Los animales se mueren cuando se
les roba la libertad.
-Son
sólo orugas -mintió el pequeño Sung, y a partir de entonces se
volvió más retraído.
Guardó
a la culebrita en una pequeña caja de sándalo y la escondió en el
patio de su casa. La serpiente lucía tantos colores sobre su lomo
que el pequeño Sung decidió llamarla Colorines.
-¿Colorines?
¿Por qué ese nombre? -le preguntó el animal-. No tiene que ver
mucho con la tierra, la madre de todas las culebras.
El
pequeño Sung se lo explicó con todo detalle y a partir de entonces
la serpiente soñó todas las noches con el arco iris.
Colorines
se convirtió en su mejor amigo. El pequeño Sung comentaba con ella
cuanto sucedía y apenas si jugaba con los otros niños.
Colorines
creció tan deprisa que la caja de sándalo se le quedó pequeña. Lo
mismo ocurrió con la cesta y con el arcón en los que la fue
metiendo después. Hasta que su madre descubrió su secreto y le
obligó a deshacerse de ella.
-¿Por
qué nunca me haces caso? -dijo la mujer, dando un grito-. ¿Te
imaginas lo que le ocurriría a tu serpiente si mordiera a alguien?
El
pequeño Sung no tuvo más remedio que enroscarse a Colorines al
cuerpo y abandonarla en el bosque.
-¿Por
qué lloras así? -le consoló la serpiente, cuando hubo olido la
tierra con su lengua. No es para tanto. Este bosque no está tan
lejos de tu casa.
-Sí
-admitió el muchacho,
pero tú eres el único amigo que tengo.
Colorines
se irguió, emocionada, sobre su cola y dijo:
-Nos
veremos dentro de diez años. Tú vendrás a este lugar, gritarás mi
nombre y yo acudiré en seguida.
Después
se deslizó entre las hierbas y el pequeño Sung no la vio más.
Pasaron
los años y aquel niño que tanto gustaba de la pesca se transformó
en hombre.
Desgraciadamente,
el joven Sung era orgulloso y egoísta como una araña. Su ambición
eran tan grande que soñaba con llegar a ser funcionario real.
-¿Para
qué permanecer de por vida en el mismo lugar? -dijo un día a sus
padres-. El mundo es amplio y está lleno de riquezas.
-No
comprendo cómo puedes renunciar a la tierra -se lamentó su madre,
pero no pudo hacer nada por rebajar su orgullo y mermar sus
ambiciones.
El
joven Sung se preparó durante años para los exámenes reales, pero
su concentración era tan escasa que apenas recordaba lo que había
estudiado.
«No
importa -se decía a sí mismo. La memoria no lo es todo en una
persona inteligente.»
Los
exámenes se anunciaron para el comienzo de la primavera. El joven
Sung dejó la aldea dos meses antes, porque no estaba muy seguro de
los caminos que conducían a la corte. Confundió el sur con el oeste
y el norte con el este, así que, después de muchas vueltas, volvió
a cruzar el bosque que había frecuentado tanto durante su infancia.
Fue
entonces cuando cayó en la cuenta de que habían pasado ya diez años
desde que había visto por última vez a Colorines. Se encontraba tan
solo que decidió gritar su nombre:
-¡Colorines!
-repitió tres veces con todas sus fuerzas.
En
seguida pareció producirse un terremoto en todo el bosque: la tierra
temblaba y los árboles se movían como sacudidos por el viento. Una
serpiente gigantesca se deslizó por entre las montañas y vino a
detenerse delante del joven Sung.
-¿Me
has llamado? -preguntó la bestia. Yo soy Colorines. ¿Cómo sabes tú
mi nombre?
El
joven Sung comenzó a acariciarle la cabeza como había hecho de
pequeño y la serpiente se echó a llorar.
-Vamos,
vamos. No es para tanto -la consoló el joven. Cualquiera diría que
diez años son una eternidad.
-Me
he emocionado. Discúlpame -respondió Colorines. Te debo la vida. Si
no llega a ser por tus cuidados, nadie sería capaz ahora de alabar
mi belleza.
La
serpiente era, en verdad, hermosa. Todos los colores del mundo
estaban presentes en su piel. Pero el orgulloso joven Sung fue
incapaz de verlos y se echó a reír.
-¿Desde
cuándo una serpiente es hermosa? -se burló delante de sus narices.
Colorines
estaba tan emocionada que no oyó esas palabras. También ella empezó
a reír, pero su risa era de felicidad. Rió tanto que no pudo
sostener con la lengua la perla que siempre llevaba en la boca y la
escupió sin querer. El joven Sung se quedó asombrado.
-¿Nunca
la habías visto? -le preguntó la serpiente. Es una perla extraña,
porque ha ido creciendo al mismo ritmo que mis dientes.
Era
nacarada, redonda y más grande que un melón. Hasta la noche podía
reflejarse en ella.
-Es
preciosa -comentó el joven Sung, y empezó a tramar la manera de
hacerse con ella.
Pero
la serpiente estaba tan agradecida que se la regaló.
-Me
volverá a salir otra en la boca -dijo. Ya lo verás. cuando volvamos
a encontrarnos dentro de otros diez años -y sonrió con la dulzura
de un sauce.
Después
le indicó al joven Sung el camino de la corte y se escabulló entre
las montañas.
El
hombre ni siquiera le dio las gracias. Mientras caminaba. iba
pensando:
«¡Qué
buena suerte la mía! Si no apruebo los exámenes, daré esta perla
al emperador y me hará funcionario en seguida.»
Así
fue como ocurrió. Su examen fue el peor que jamás se había hecho
en aquel reino, pero regaló la perla al emperador y le nombró
funcionario.
-Dadle
el puesto más bajo y vigiladle constantemente -ordenó a sus
ministros. No es de fiar quien se aprovecha de sus riquezas para
escalar hasta el cielo.
Pero
el señor Sung era tan servil que terminaron por no hacerle el menor
caso.
Un
año el emperador se puso gravemente enfermo. Le trataron los mejores
médicos del reino, pero ninguno pudo diagnosticar su enfermedad. El
pueblo comenzó a llorarle y los ministros empezaron a hacer los
preparativos de los funerales.
Entonces
se presentó en la corte un bonzo muy virtuoso, que dijo:
-El
emperador sanará, si come dos kilos de hígado de la misma
serpiente.
-Eso
es imposible -le replicaron los sabios del reino. Ninguna serpiente
posee un hígado tan grande -y el bonzo se encogió de hombros.
El
señor Sung, por el contrario, se frotó las dos manos. En seguida se
dirigió al bosque en el que vivía Colorines y la llamó por su
nombre. La culebra se presentó con la celeridad de un rayo.
-¿Ya
han pasado diez años? -preguntó, extrañada. Debo estar volviéndome
vieja. Apenas si soy ya consciente del paso del tiempo.
Pero
el señor Sung la tranquilizó y le explicó el motivo de su visita.
-¿Darte
parte de mi hígado? -protestó le culebra. ¿Sabes tú bien lo que
me pides? ¡Eso es dolorosísimo!
-Acuérdate
de que me debes la vida -le recordó el señor Sung. Tú misma lo
dijiste. Es increíble que puedas ser tan egoísta.
Tanto
insistió, que a la serpiente comenzó a remorderle la conciencia y
terminó por acceder.
-Está
bien, está bien -dijo al fin. Pero no cortes más que lo
imprescindible. Ya sabes que sólo tenemos un hígado.
Entonces
abrió la boca y el señor Sung se deslizó por ella como si fuera un
túnel. Cuando llegó a donde estaba el hígado, sacó un cuchillo y
le cortó dos kilos y medio. La serpiente dio un alarido, pero no
cerró la boca hasta que el señor Sung hubo salido a la luz.
-Me
he alegrado mucho de verte. Hasta dentro de otros diez años. Es
posible que en ese tiempo me vuelva a crecer el trozo de carne que me
has cortado -se despidió la serpiente con un hilo de voz.
Pero
al señor Sung no le importaba el dolor de su amiga y no necesitaba,
por tanto, de consuelos. Contento como un amanecer, le entregó el
hígado al emperador y en menos de dos horas se curó del todo.
-Que
le asciendan a ese hombre de rango -ordenó el emperador, pero que le
vigilen constantemente. No es de fiar quien se aprovecha de las
enferme-dades de los otros para hacer fortuna.
El
señor Sung no volvió a acordarse de la serpiente Colorines. Ni
siquiera acudió a verla en los cincuenta años siguientes.
Un
día el emperador, anciano y decrépito, se puso a llorar. Le daba
miedo la muerte y se resistía a abandonar este mundo.
-¿Para
qué ser emperador, si uno tiene que morir como el más humilde de
mis vasallos? -filosofaba con sus ministros.
Entonces
volvió a presentarse el bonzo virtuoso y tras muchas cavilaciones
dijo:
-Si
el emperador toma tres kilos de hígado de una misma serpiente se
tornará inmortal -y esta vez nadie le contradijo. porque bajo la
luna todo es posible.
El
señor Sung se acordó de Colorines e inmediatamente partió hacia el
bosque.
«Si
muere este emperador -se había dicho a sí mismo, me pondrán de
patitas en la calle. Bien sé yo que me protege, porque le devolví
la salud. Su sucesor prescindirá de mí porque soy un inútil.»
La
serpiente se puso muy triste al oír lo que le pedía su amigo.
-Las
culebras sólo tenemos un hígado y ya te di en cierta ocasión un
cacho. ¿Recuerdas?
Pero
el señor Sung volvió a tildarla de egoísta y no pudo resistirlo
más.
-Corta
sólo lo estrictamente necesario -dijo, sumisa. La otra vez
desaparecieron muchos de los colores de mi piel. Si los pierdo todos,
me moriré.
La
serpiente, en efecto, era ahora casi parduzca. Pero el señor Sung ni
siquiera se dio cuenta de ello. Se metió por la boca de la culebra y
le cortó tres kilos de hígado. Entonces se dijo a sí mismo:
«¿Por
qué no cortar otros tres kilos y hacerme también yo inmortal?»
Y
así lo hizo.
Pero
la serpiente no pudo soportar el dolor y cerró la boca.
El
señor Sung se quedó para siempre allí dentro y murió. Colorines
nunca lo supo, pero lo sospechó cuando vio que su piel volvía a
adquirir su magnífica coloración de antaño. ¿Acaso no dicen que
el hígado es la sede de la eterna amistad?
0.005.1 anonimo (china) - 049
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