Chen-Wang-Shan
era un vendedor de pescado. Su negocio no iba mal y era considerado
un hombre con dinero. Un día, cuando regresaba a su casa, vio que un
vecino tenía colgadas cien ranas a la puerta de su casa.
-¿Por
qué tienes tantas ranas? -le preguntó. ¿Acaso te gusta su canto?
-¡No
digas tonterías! -le respondió el vecino. ¿Es que nunca has comido
ancas de rana? ¡Es un plato exquisito! A Chen-Wang-Shan le dieron
pena.
Jamás
había oído que se pudieran comer. Te las compro -dijo en un
arranque de generosidad. ¿Cuánto pides por ellas?
El
vecino le miró, sorprendido. Después recapacitó y dijo:
-Cien
monedas de cobre.
Realmente
era mucho dinero, pero como Chen-Wang-Shan acababa de cerrar su
tienda tenía exactamente esa cantidad en sus bolsillos.
-Está
bien. Te las compro todas -y le entregó todas las ganancias de aquel
día.
Cuando
le vio su mujer, casi se muere del susto.
-¿Estás
loco? -le regañó con rudeza. ¿Cómo se te ha ocurrido comprar
tantas ranas.
-Las
iban a matar y me dieron pena -respondió Chen-Wang-Shan. ¿No son
preciosas?
Y
las soltó en un estanque que había detrás de su casa. Aquella
noche no pudo dormir. Las ranas croaron tanto que ni él ni su esposa
pudieron pegar-ojo.
-Ya
puedes deshacerte de esos animales -le dijo su esposa en cuanto
amaneció. No quiero pasarme ninguna noche más en vela.
-Está
bien, mujer, está bien. Pero ¿no te da pena de ellas? Al fin y al
cabo, no cantan tal mal como dices.
Entonces
se marchó hacia el estanque. Allí esperaba encontrar alguna
solución al problema. Pero al dar la vuelta a la esquina vio que las
ranas estaban fuera del agua.
-¿Qué
hacéis aquí? -les preguntó, divertido. ¿No os parece ésa una
postura demasiado incómoda para dar serenatas?
Las
ranas, en efecto, estaban unas encima de otras, como si fueran una
torre. Chen-Wang-Shan las fue echando al agua una a una. Debajo de la
última había un pequeño león de jade.
«¡Vaya!
-se dijo, sorprendido. Nunca sospeché que las ranas fueran tan
agradecidas. No me han dejado dormir, desde luego, pero las pobres se
han pasado toda la noche esculpiendo este león.»
Lo
metió en una bolsa y se fue a la casa de empeños. El dueño estaba
durmiendo y le recibió un ayudante.
-¿Qué
es lo que quieres? -le preguntó, al verle.
-Desearía
saber lo que vale este león -respondió Chen-Wang-Shan. Siempre ha
pertenecido a mi familia y desearía conocer su precio.
El
ayudante lo examinó con detenimiento y al final dijo:
-Es
una pieza bastante buena. Te daré trescientas monedas de cobre.
Chen-Wang-Shan
dio un salto. Estaba a punto de decidirse por el dinero, cuando
apareció el dueño bostezando:
-¿Es
esto lo que quieres vendernos? -preguntó.
-Eso
es -volvió a responder Chen-Wang-Shan. Este león ha estado desde
siempre en mi familia.
El
dueño le miró y remiró durante más de tres horas. Por fin dijo:
-Es
un jade excelente. Te daré treinta mil monedas de plata.
-¿Treinta
mil monedas de plata? -preguntó,
asombrado Chen-Wang-Shan.
Jamás
había visto tanto dinero junto. Después, conteniendo a duras penas
su sorpresa, preguntó:
-¿Y
puede saberse qué es lo que hace tan valioso a este león? Yo, la
verdad, no entiendo mucho de estas cosas.
-Esta
es una pieza única -respondió el dueño. Su principal
característica es que si la metes en el agua en seguida atrae a
cuanto de valor haya en su fondo.
En
cuanto lo oyó, Chen-Wang-Shan agarró el león y se marchó
corriendo a su casa. Al verle llegar, su mujer le regañó, diciendo:
-¿Por
qué no has vendido ese león de jade? ¿También le has cogido
cariño, como a las ranas?
-No
las odies. Son ellas las que nos han hecho ricos de verdad.
Y
entonces le contó todo lo que le habían dicho en la casa de
empeños.
En
seguida se fue al estanque. Ató el león de una cuerda y le metió
en el agua. Al poco rato se oyó un ruido extraño.
«Ahora
-se dijo, entusiasmado, Chen-Wang-Shan. El león de jade ya ha
atraído al tesoro del estanque.»
Tiró
de la cuerda, pero sólo sacó una jofaina de barro. Enfadado, la
volvió a arrojar al agua.
«Hay
que tener paciencia -volvió a decirse de nuevo. Hasta la magia se
equivoca a veces.»
Pero,
al tirar de la cuerda, nuevamente sacó la jofaina de barro.
Chen-Wang-Shan se pasó toda la tarde junto al estanque y no
consiguió otra cosa.
«Está
bien -se dijo, al fin. desilusionado. Está visto que este estanque
es tan pobre como yo. Al fin y al cabo, menos es nada.»
Su
mujer se burló de él, al verle aparecer con la jofaina.
-¿Cómo
puedes ser tan crédulo? -le echó en cara. Un león de jade siempre
es un león de jade. De todas formas, para algo nos servirá esa
jofaina.
-Sí,
para dar de comer a las gallinas -respondió Chen-Wang-Shan,
derro-tado.
A
su mujer le pareció bien la idea. Echó unos cuantos granos de arroz
en la jofaina y la dejó sobre una mesa. Al darse la vuelta, la
encontró llena hasta los topes.
-iCómo
puedes ser tan derrochador? -regañó a su marido. Los pollos no son
personas. ¿Cómo crees que van a poderse comer todo este arroz?
-¿Yo?
¡Yo no he tocado esa jofaina! -respondió, malhumorado,
Chen-Wang-Shan. ¿Por qué tienes que echarme a mí la culpa de todo?
Entonces
la mujer cayó en la cuenta.
-A
lo mejor -dijo sonriendo- el dueño de la casa de empeños tenía
razón, después de todo.
Y
echó una moneda de cobre en la jofaina. Al punto comenzó a
multiplicarse, hasta llenar la jofaina a rebosar. La señora Chen
volvió a repetir la operación con una moneda de plata, y sucedió
lo mismo.
De
esta forma, Chen-Wang-Shan se convirtió en el hombre más rico del
mundo. Hasta el emperador le llamaba a su palacio y le pedía
consejo.
-No
es que sea muy prudente -comentaba con sus ministros-, pero tiene
tanto dinero que, si quisiera, podría derrocarme.
-¿Y
no tenéis miedo de que haga precisamente eso el día menos pensado?
-preguntaron.
-No,
mientras le tenga ocupado en empresas que a él le honran y a mí me
fortalecen.
Siguiendo
este principio, el emperador Chu-Ya-Shang dijo un día a
Chen-Wang-Shan:
-¡Sería
tan fantástico que el sur tuviera una capital! Es una pena que nadie
se decida a emprender esa obra.
-¿Y
tú te llamas amigo mío? -le preguntó Chen-Wang Shan, ofendido. Yo
construiré la mitad de esa ciudad.
-¿Por
qué sólo la mitad? -replicó el emperador.
-Porque
si la construyo entera, a ti te consumiría la envidia y dejaríamos
de ser amigos.
El
emperador se quedó admirado de su perspicacia y aceptó el reto. De
esta forma, nació la ciudad de Nan-Kin. Pero, mientras
Chen-Wang-Shan terminó en seguida su mitad, la del emperador iba muy
lenta.
-Nos
falta dinero, señor -decían sus arquitectos a cada paso, y
Chu-Ya-Shang tenía que pedírselo prestado a su amigo.
Sin
embargo, la mayor dificultad la encontraron cuando llegaron al punto
llamado U-Hwa-Tai. Allí había un muro de roca tan dura que ni
máquinas ni hombres podían nada contra ella. Entonces uno de sus
consejeros dijo al emperador:
-Con
la jofaina de barro de Chen-Wang-Shan podríamos construir aquí una
puerta y un puente.
Pero
el antiguo vendedor de pescado no quiso dársela.
-Puedes
pedirme toda mi fortuna -contestó
al emperador, pero nunca me desprenderé de esa jofaina.
-Si
es así -replicó Chu-Ya-Shang con tristeza, tendré que
confiscártela.
Y
así lo hizo, porque estaba en juego su prestigio de emperador.
Cuando
Chen-Wang-Shan marchaba desterrado hacia el oeste, le dijo:
-No
estés triste, amigo mío. Lo entiendo perfectamente. Además, en
todos los sitios hay ranas y yo me entiendo muy bien con ellas.
Pero
no volvió a saberse más de él.
Con
la jofaina se terminó de construir la ciudad de Nan-Kin. Ahora yace
enterrada bajo la puerta llamada de las riquezas. Nadie se atreve a
sacarla a la luz, porque toda la ciudad podría venirse abajo.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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