Jamás
había tenido la aldea tan buen carpintero como él. En sus manos la
madera adquiría formas tan bellas como las que guardaba en su
palacio el emperador. Pero, si su arte era excelente, la bondad de su
corazón le sobrepasaba con mucho. Los mendigos iban a su casa y
nunca se marchaban de vacío. Además, cuando alguien no tenía con
qué pagar los bellos muebles que hacía, él se los regalaba con
gusto.
-¿Cómo
no va a tener manos maravillosas quien posee un corazón tan dulce?
-preguntaban los ancianos del lugar, y todos asentían con
agrade-cimiento.
Aquella
aldea estaba habitada por hombres que amaban el trabajo. Sin embargo,
durante las dos últimas semanas había ocurrido algo terrible: sus
habitantes se echaban a dormir y ya no se podían despertar. Hasta
los más diligentes artesanos habían sucumbido a tan extraña
fiebre. Sólo el carpintero parecía ser inmune a ella.
-¿Por
qué no golpeas con más fuerza los clavos? -le preguntó,
desesperada, una mujer. A lo mejor consigues que se despierte mi
marido. Si seguimos así, nos vamos a morir todos de hambre.
Aún
no había terminado de hablar cuando también ella cayó dormida al
suelo.
El
carpintero no sabía qué hacer. Para evitar dormirse, trabajaba día
y noche sin cesar.
«Venderé
todo esto en las aldeas vecinas -se decía, esperanzado- y así daré
de comer a toda esta gente.»
Pero
sólo tenía dos manos y no daba abasto.
Una
noche, rendido de tanto trabajar se sentó junto a un árbol. En sus
ramas se habían posado una lechuza y un búho y, sin quererlo, se
puso a escuchar su conversación.
-Vámonos
de aquí en seguida -decía la lechuza. Sería ridículo que
nosotras, que somos aves nocturnas, cogiéramos también esa
enfer-medad y nos quedáramos dormidas.
-No
es tan peligrosa -respondió el búho. Todos estos hombres se
curarían si pasaran una noche en una cama hecha con madera del
bosque de los cien pájaros. Ya sabes: ese que está en el sur.
Pero,
a pesar de todo, las dos aves se marcharon en seguida volando. El
carpintero tomó buena nota de lo que habían hablado, y antes de que
amaneciera ya estaba en camino.
«Si
pudiera devolver la vida a este lugar -se dijo, sería el hombre más
feliz del mundo.»
Y
ya no le importaron ni la sed ni el cansancio.
Caminó
hacia el sur, siempre hacia el sur, aunque ni sabía dónde podía
estar el bosque de los cien pájaros ni hasta entonces había oído
hablar de él.
Una
tarde, cuando, abatido, caminaba mirando al suelo, vio pasar a sus
pies la sombra de dos pájaros que se perseguían. Levantó la vista
y el corazón le dio un vuelco: un águila estaba a punto de dar caza
a un fénix. Los dos animales volaban tan cerca del suelo que el
carpintero blandió su hacha y le cortó la cabeza al águila.
El
fénix, agradecido, le preguntó:
-¿Qué
puedo hacer por ti? Ya sabes que mis poderes son muy grandes.
Entonces
el carpintero le explicó la extraña enfermedad que padecía su
aldea y lo que había oído hablar a la lechuza y al búho.
-¿El
bosque de los cien pájaros? -volvió a preguntar el fénix. No
tienes que preocuparte más. Yo mismo te llevaré hasta él, aunque
no sé a cuál se referiría el búho, porque en las montañas del
sur hay dos.
El
camino todavía era largo y lleno de peligros. Después de atravesar
un desierto, llegaron a un lugar pantanoso poblado de plantas
extrañas. El fénix se posó sobre la cabeza del carpintero y dijo:
-Discúlpame.
No es que quiera abusar de tu confianza, pero en este lugar hay unos
mosquitos enormes que te chuparían la sangre sin que tú te dieras
cuenta. Desde aquí podré verlos mejor y me será más fácil
espantarlos con mis alas.
Pero
los mosquitos, además de gigantescos, eran muy astutos. Dos de ellos
distrajeron al fénix, mientras otro le picaba al carpintero en una
pierna. Afortunadamente apareció un cuervo y lo mató de un
picotazo.
-¿Cómo
puedes ser tan imprudente? -le reprendió el pájaro. ¿No sabes que
por este lugar no puede pasar ningún hombre? Ya has visto lo que ha
estado a punto de pasarte.
El
carpintero se disculpó lo mejor que pudo y le explicó el motivo de
su viaje.
-¿Hombres
dormidos? -le preguntó el cuervo. Hace tres mil años que no sucedía
una cosa así. Yo te llevaré hasta el auténtico bosque de los cien
pájaros.
El
fénix se alegró de que el cuervo se hiciera cargo del viaje,
porque, como él mismo había dicho, en las montañas del sur había
dos bosques con ese nombre. Además, entre los dos podían sacar más
fácilmente al carpintero de aquel pantano. Le cogieron con el pico y
se lo llevaron volando.
-¿Ves
cuántos mosquitos hay aquí? Sin nuestra ayuda jamás hubieras
salido vivo.
Tras
muchas penalidades llegaron, por fin, al bosque de los cien pájaros.
Era tan frondoso que sólo se podía entrar en él por el aire. En su
interior se escuchaban los trinos de más de cien millones de
pájaros.
-Se
nota que eres una persona decente -dijo al carpintero un pájaro
anciano a manera de saludo. Si no, no hubieras podido llegar hasta
aquí. Y menos aún traído por un fénix.
El
carpintero le explicó entonces la tragedia de su aldea. El pájaro
anciano reflexionó durante unos minutos y dijo:
-Sí.
En tiempo del emperador Yao sucedió algo parecido. Vente conmigo.
Y
le llevó al pie de un árbol cuya copa se perdía entre las nubes.
Su madera era especial. Se parecía al alcanfor, pero era mucho más
dura. El carpintero tomó su hacha y lo derribó de tres golpes.
-¡Qué
hombre más fuerte! -comentaron todos los pájaros, sin dejar de
cantar.
Sus
trinos eran tan armoniosos que el carpintero trabajó con más ahínco
que de ordinario. A las pocas horas había transformado el árbol en
una espléndida cama. Pero resultaba demasiado fría y el carpintero
suplicó al pájaro anciano, diciendo:
-Una
cama sin adornos es como un árbol sin ramas. ¿Tendrías
inconveniente en que esculpiera en ella a todos los pájaros de este
bosque?
Y
durante tres días posaron para él todas las aves que lo habitaban.
El
carpintero trabajó con esmero y hasta el más minúsculo colibrí
quedó retratado en la madera. Después buscó óxidos y pintó con
todo detalle los colores de sus plumas. Los pájaros no cabían en sí
de gozo.
-¿Has
visto? Ese soy yo. Jamás imaginé que tuviera una línea tan
delicada.
-¿Acaso
no te has fijado en los pájaros de tu especie? -respondían las
urracas, que tenían fama de envidiosas. Deberías tener más
abiertos los ojos. A lo mejor, así, eras capaz de apreciar la
belleza de nuestro plumaje.
Cuando
llegó el momento de la partida, los pájaros se entristecieron
mucho. Se habían acostumbrado a ver su retrato en la madera y les
costaba trabajo renunciar a tal costumbre. Hasta que un gorrión
nuevo, que apenas sabía volar, dio con la solución:
-¿Por
qué no llevamos todos esta cama hasta la aldea del carpintero?
E
inmediatamente pusieron manos a la obra.
La
cama, pues, voló por los aires sostenida por millares de aves del
bosque de los cien pájaros. Atravesaron el pantano de los mosquitos
gigantes y en menos de dos horas llegaron a la aldea.
-iAllá,
allá abajo! -tuvo que gritar el carpintero, porque desde la altura
apenas podían verse sus casas.
Colocaron
la cama en la plaza del mercado y, en efecto, cuantos pasaban en ella
una noche quedaban curados de la extraña enfermedad que les
aquejaba. Toda la aldea se recuperó y volvió a ser el lugar de
diligentes artesanos que siempre había sido hasta entonces.
-¿Para
qué queréis ahora esta cama? -preguntó el pájaro anciano. Si no
os importa, nos gustaría que nos la regalarais.
Pero
el carpintero tomó el hacha y la hizo astillas con sus manos.
-¿Por
qué eres tan maleducado? -le reprendieron los principales de la
aldea. ¿No ves cómo lloran esos pájaros porque has destruido su
retrato?
El
carpintero les miró con lástima y respondió:
-Quien
se mira mucho en el espejo se emborracha de sí mismo. No quiero que
a nuestros benefactores les ocurra lo que a nosotros.
Los
pájaros comprendieron la sabiduría de esas palabras y se volvieron
a su bosque. Habían aprendido la lección: era preferible mirarse en
el río, porque las aguas lo arrastran todo. Sin embargo, mientras
volaban se decían unos a otros:
-A
pesar de todo, ¡hubiera sido tan bonito quedarnos con la cama!
-Sí,
hubiera sido un sueño.
Y
su trinar sonaba triste.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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