En
la ciudad de Shan-Dung había un hombre llamado Pie. Era muy viejo,
pero tenía una hija hermosísima. Tan guapa que nadie recordaba su
nombre y todos la llamaban la bella. Estaba en edad casadera y la
pretendían los mejores jóvenes de la aldea.
-¿Por
qué no te decides por uno? -le decía el señor Pie. Si sigues
rechazando a todos, te olvidarán y te quedarás soltera.
-Aún
soy joven -respondía la bella. Los hombres son muy impacientes.
Un
día la vio el bandido Mou-Da y, como era de esperar, también se
enamoró de ella. Entonces dijo a sus compinches:
-¿Habéis
visto? Esa mujer sólo puede casarse con un rey o con un bandido.
Como yo soy lo segundo, se casará conmigo.
-¿Estás
loco? -le respondieron.
Esa muchacha no frecuenta los mismos antros que nosotros. Te va a
resultar un poco difícil enamorarla.
-Pues
entonces la raptaré -replicó el bandido Mou-Da.
Aquella
misma noche fue a la casa del viejo Pie. El silencio era absoluto. La
bella estaba bordando en el jardín. El bandido Mou-Da se acercó por
detrás y le tapó la boca.
-No
tengas miedo -le susurró al oído. He venido para llevarte conmigo y
hacerte mi esposa.
El
bandido Mou-Da era un joven bien parecido, pero en seguida se veía
que era un ser malvado. La bella le miró a los ojos y dijo:
-Prefiero
quedarme soltera a compartir mi vida contigo -y comenzó a gritar.
El
bandido Mou-Da quiso impedírselo, pero, al saltar por encima de la
mesa, derribó la lámpara de aceite y se quemó los pies. Gritando
como un loco, se dirigió hacia la puerta del jardín.
-¿Qué
ocurre? -preguntó el viejo Pie. ¿Es que ya nadie respeta el sueño
de los ancianos?
-Alguien
ha querido raptarme -respondió la bella, sollozando.
Entonces
el viejo Pie cerró la puerta del jardín. Pero el bandido Mou-Da la
hizo añicos de un golpe y mató al viejo. La bella se desmayó de
dolor.
-¿Es
que no vas a comer? -le preguntaron sus amigos. Llevas tres días sin
probar bocado.
-No
lo haré -respondió, decidida, la muchacha- hasta que mi padre sea
vengado.
-Si
es así -le replicaron,
acude al juez Shr-Kung. El dará con el asesino.
El
juez Shr-Kung era la persona más justa que existía en todo el
reino. La bondad de su carácter y la sagacidad de su inteligencia
eran alabadas por doquier. Al ver a la bella, dijo:
-No
está bien que la hermosura derrame lágrimas. ¿Qué pleito traes
ante mí?
La
bella le relató todo lo ocurrido y también al juez Shr-Kung se le
saltaron las lágrimas.
-Será
castigado el asesino de un padre tan honorable.
-Pero
yo no
vi su rostro -exclamó la joven. Sólo me fijé en sus ojos y estaban
cargados de maldad.
-La
justicia penetra hasta en las tinieblas -afirmó el juez Shr-Kung.
Vete tranquila a tu casa y entierra al viejo Pie.
Así
lo hizo la bella. Pero los ayudantes del juez Shr-Kung empezaron a
impacientarse.
-¿Cómo
vamos a encontrar a ese criminal, si no tenemos ninguna pista?
El
juez estuvo
pensando en el problema diez días. Después preguntó a un
subalterno:
-¿Cuántos
pretendientes tiene la bella?
-Señor
-respondió éste,
hasta hombres casados y honorables se mueren por ella.
-Yo
me refiero a los jóvenes -exclamó el juez Shr-Kung.
Todos
los muchachos entre catorce y veintidós años fueron llamados al
patio de sesiones. El juez los fue mirando uno a uno a los ojos y, de
esta forma, seleccionó a cuatro. Entre ellos estaba el bandido
Mou-Da.
-¿Cómo
podéis fiaros sólo de vuestra vista? -le preguntaron. Es engañosa.
Ya veis a qué desgracias suele conducir la hermosura.
-En
los ojos de un hombre se refleja su vida -dijo el juez Shr-Kung y
todos asintieron.
Los
cuatro jóvenes seleccionados eran lo peor de la provincia. Todos
eran bandidos, pero ninguno tan malvado como Mou-Da.
-No
celebraremos aquí los interrogatorios -dijo el juez Shr-Kung.
Llevaremos a los acusados a la pagoda de SanShan. Allí tendrá lugar
el juicio.
Antes,
no obstante, hizo cubrir todas las paredes y ventanas con pesados
cortinajes negros. Cuando lo vieron los cuatro bandidos, comenzaron a
protestar:
-¿Qué
broma es ésta? ¿Acaso van a juzgarnos los espíritus?
-¡Por
supuesto que
no! -replicó el juez Shr-Kung. Sería demasiado fácil para ellos.
Mou-Da
era muy supersticioso y no quería quedarse allí.
-¡Que
nos juzguen en
el patio de sesiones! -gritó. Ese es el lugar más apropiado.
El
juez Shr-Kung ni siquiera le hizo caso. Trajo una enorme palangana y
la puso en el centro de la sala más grande de la pagoda. Después
ordenó apagar todas las luces y dijo:
-No
seré yo ni los espíritus los que en esta ocasión descubramos al
culpable. Será el dios de esta pagoda, que por algo lleva el nombre
de San-Shan*.
-¿Cómo?
-preguntaron, burlones, los bandidos. ¿Es que, acaso, va a hablar?
-Cada
uno de vosotros -prosiguió el juez Shr-Kung- se lavará las manos en
esta jofaina. Después caminará de espaldas hacia la pared. Cuando
llegue a ella el culpable, el dios de esta pagoda le marcará una
huella negra.
El
primero que se ofreció a la prueba fue un joven llamado Wang. Era
estafador y sólo sentía interés por el dinero. «¿Qué puedo
temer yo? -se preguntó. Todos los espíritus saben que soy incapaz
de matar una mosca. Además, tengo la conciencia tranquila.» Se lavó
en la jofaina, llegó a la pared y, en efecto, ninguna huella se
dibujó en su espalda.
El
segundo se llamaba Kwo. Había matado a dos personas, pero él
siempre se batía con gente de su edad. «¿Qué mérito tiene luchar
con un viejo? -se decía, tranquilo, mientras se lavaba las manos-.
El espíritu de esa pagoda sabe que yo no soy ningún cobarde. Yo
sólo me enfrento a contrincantes más fuertes que yo.» En efecto,
reculando, llegó hasta la pared y nadie marcó una huella negra en
su espalda.
Lo
mismo ocurrió con el tercero de los sospechosos: un desalmado
llamado De.
Cuando
le llegó el turno al bandido Mou-Da, temblaba tanto que a punto
estuvo de tirar la palangana al suelo.
-¿Tantas
cosquillas te hace el espíritu? -preguntó el juez Shr-Kung. Anda.
No pierdas tanto el tiempo y haz lo que os he dicho a todos.
El
bandido empezó a andar hacia atrás. Estaba tan seguro de que el
espíritu iba a tocarle la espalda que no hizo otra cosa que
restregársela con la mano.
«No
le daré la oportunidad de que me marque su huella -se decía,
esperanzado. Si lo intenta, lo hará sobre las manos y no sobre la
espalda.»
Pero,
al descorrer las cortinas, sólo él tenía la espalda negra. -Tú
has sido el criminal -sentenció el juez Shr-Kung. Ya os lo dije: el
dios no puede equivocarse.
Temblando,
el bandido Mou-Da confesó su culpa. Todos los asistentes no salían
de su asombro. Hasta los otros tres bandidos comentaron entre sí:
-Debemos
abandonar nuestro mal camino, puesto que el dios de esta pagoda es
tan buen colaborador del juez Shr-Kung. Pero el juez sonrió y dijo:
-Lo
sobrenatural no ha tenido nada que ver en este asunto. Lo único que
hice fue llenar la palangana de tinta. Como el culpable estaba muy
nervioso, él mismo se embadurnó la espalda.
Todos
alabaron la profundidad de su inteligencia. La bella, sin embargo, se
arrodilló ante él y golpeó tres veces el suelo con su frente.
-Yo,
que soy huérfana -dijo- y estoy sola en el mundo, quisiera pediros
que me aceptarais como hija.
El
juez Shr-Kung lloró, emocionado, y aceptó, diciendo:
-Para
mí será un honor.
Y
la bella fue conocida como la hija del juez Shr-Kung hasta el día en
que, abandonando su casa, entró en la del marido que ella misma
eligió.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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