Parece
increíble, pero aquel mendigo conocía el lenguaje de los pájaros.
Lo descubrió una tarde, cuando el sol se ponía tras las montañas.
Sentado a la vera de un cañaveral, contaba con avaricia lo que aquel
día le habían dado: cuatro granos de maíz. Sabía que sus muelas
no podrían triturarlos y optó por tragárselos enteros.
-Te
harán daño en el estómago. El maíz es como el jade: hermoso, pero
tan duro como el corazón de los ricos.
El
mendigo miró por todos lados, pero no pudo descubrir de dónde
provenía esa voz.
-¿Qué
quieres que haga? -preguntó para darse ánimos. Estoy muerto de
hambre y tengo todas las muelas picadas.
-¿De
verdad? Déjame verlo. Acércate. -El mendigo comenzó a girar la
cabeza en todas direcciones. ¿Qué te pasa? ¿Por qué haces esos
movimientos tan raros? Cada vez te alejas más de mí. Estoy aquí:
sobre esta caña. ¿No me ves?
El
hombre se frotó varias veces los ojos. En el lugar que le indicaba
la voz sólo había una oropéndola.
-Sí,
sí. Soy yo. No sé de qué te extrañas. ¿Acaso crees que sólo los
hombres podéis hablar? ¡No comprendo cómo sois tan pretenciosos!
Deberíais tener más abiertos los ojos.
-Compréndelo...
-se disculpó, avergonzado, el mendigo. Es la primera vez que...
-Sí,
señor -continuó la oropéndola en tono recriminatorio. Los hombres
jamás hacéis uso de vuestros ojos. Tú, por ejemplo, estás muerto
de hambre, tragándote cuatro granos de maíz, y justamente a veinte
metros de aquí hay una liebre muerta.
Al
mendigo le dieron un vuelco las tripas.
-¿En
dónde? -preguntó con ansiedad.
-Te
lo estoy diciendo: a veinte metros de aquí... No, no. A dieciocho y
medio -se corrigió la oropéndola.
El
hombre siguió la dirección que le marcaba el pico del ave y, en
efecto, encontró una espléndida liebre recién muerta.
-Puedes
comértela entera -le había gritado el pájaro, mientras corría por
entre las cañas, sin importarle para nada la venenosa serpiente del
bambú-. Lo único que te pido es que me dejes las tripas. A ti no te
gustan, pero para mí son muy útiles: las tenso cuanto puedo y afino
con ellas mi canto.
Pero
el mendigo se olvidó del ruego de la oropéndola. Una vez se hubo
saciado, extendió la piel de la liebre sobre la corteza de un árbol
y arrojó las tripas a un río.
Dos
días más tarde el mendigo volvió a sentir la punzada del hambre.
Aunque abrió los ojos cuanto pudo, fue incapaz de encontrar algo que
llevarse a la boca. Desesperado, buscó a la oropéndola en el frágil
verdor de los bambúes. El ave parecía no haberse movido del sitio.
-¿Por
qué no me hiciste caso? ¿No te dije que me guardaras las tripas?
¿Por qué no lo hiciste? -el mendigo, avergonzado, bajó la vista.
La oropéndola le miró con ojos cargados de venganza. Después
añadió en tono displicente: Si quieres comer, detrás de aquel
árbol hay un corpulento jabalí.
El
mendigo corrió hacia él, pero, en vez de la presa anunciada, sólo
halló el cadáver de un hombre. Antes de que pudiera reaccionar,
apareció la justicia y se le llevó prisionero.
-¡Yo
no he sido! ¡Soy incapaz de matar a nadie! -gritaba entre sollozos
el mendigo.
-Eso
lo dicen todos los asesinos. ¿Qué hacías tú, si no, al lado de
aquel árbol?
-Un
pájaro me dijo que había allí un jabalí muerto. ¡Tenía yo tanta
hambre! ¿Por qué no queréis comprenderlo?
-¿Desde
cuándo puede un mendigo entender el lenguaje de las aves? -le
replicaban entre risotadas y burlas. Ni siquiera los hombres más
sabios han podido todavía desvelar su misterio.
Pero,
mientras el mendigo era conducido a la corte, bandadas de vencejos
repetían sin cesar:
-¡Las
oropéndolas son muy vengativas...! ¡Las oropéndolas son muy
vengativas...!
-¿Es
que no lo oís? -gritaba el mendigo, señalando a los diminutos
pájaros que volaban constantemente sobre sus cabezas. ¡Yo soy
inocente! ¡Todo ha sido una venganza preparada por la oropéndola!
El
juez se admiró de que una persona tan inculta conociera el nombre de
tal ave, pero tampoco le creyó. El mendigo fue condenado a la horca.
La
tarde del día anterior al fijado para su ajusticiamiento, el mendigo
escuchaba desde su celda las conversaciones de los pájaros. Un grupo
de gorriones se había posado en su ventana. Aparente-mente no habían
tenido la intención de hacerlo allí, pero un gorrión viejo se
encontraba al límite de sus fuerzas.
-¡No
os detengáis por mí! ¡Continuad vuestro vuelo! -decía el anciano
pájaro, malhumorado y jadeante. Este no es sitio para hablar de
nada. Los gorriones sólo nos encontramos a gusto entre el ramaje.
-¿Qué
importan los lugares? -le replicaban los más jóvenes. Lo único que
ahora nos interesa es comprobar lo que éste nos ha dicho. ¿Es
verdad lo que nos has contado?
El
pájaro interpelado infló su pecho antes de hablar. ¡Se sentía tan
satisfecho de sí mismo!
-¡Por
supuesto que sí! Ha volcado un carro de trigo en el segundo cruce
del camino principal que conduce a la ciudad de las pagodas. Estoy
seguro de que los hombres no podrán recogerlo antes de dos horas.
El
mendigo se levantó de un salto y comenzó a golpear la puerta de su
celda. Los gorriones, asustados, levantaron inmediatamente el vuelo,
al tiempo que se preguntaban:
-¿Por
qué los hombres encierran a sus semejantes? ¿Lo sabéis alguno?
-¿Qué
te pasa a ti ahora? -gruñó, malhumorado, el carcelero. No sé por
qué quieres gastar tan a lo tonto las pocas energías que te quedan.
Es mejor que las guardes todas para mañana.
-¿No
lo entiendes? -gritó, nervioso, el mendigo. ¡Puedo probar que
entiendo el lenguaje de los pájaros!
Y
relató punto por punto cuanto había oído decir a los gorriones. El
carcelero, que le tenía ya por loco, soltó la carcajada. Sus
risotadas resonaron, lúgubres, en el corazón de la prisión.
-¡Tengo
derecho a que se compruebe si es verdad o no lo que digo! ¡Hoy es mi
último día de vida! ¡Respetad mi voluntad!
Tanto
gritó el mendigo que el juez terminó accediendo a sus ruegos. Un
grupo de alguaciles fue enviado al lugar indicado por los pájaros.
Allí, escondido entre el ramaje que amenazaba con invadir la
carretera, se hallaba volcado, en efecto, un enorme carro de trigo.
Dos campesinos yacían inconscientes a su lado.
-¡Ese
hombre no es culpable! -declaró el juez, al saber lo sucedido. La
evidencia es más que concluyente.
Y
el mendigo fue elevado a la categoría de sabio oficial. Todo el
mundo se inclinaba a su paso, porque conocía el lenguaje de los
pájaros. Sólo él era capaz de entender el sonsonete preferido de
los vencejos: «¡Las oropéndolas son muy vengativas...! ¡Las
oropéndolas son muy vengativas...!»
...Y
la eterna pregunta de los gorriones: «¿Por qué los hombres
encierran a sus semejantes? ¿Lo sabéis alguno?»
0.005.1 anonimo (china) - 049
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