En
la época de los mil reinos había uno llamado Suei. Su rey era una
persona muy sacrificada y sólo vivía para sus súbditos. De la
mañana a la noche trabajaba sin descanso, para que su reino fuera el
mejor de todos. Pero llegó un momento en que su cuerpo no aguantó
más. Se derrumbó como una hilera de fichas de majong.
-No
sé qué me ocurre -confesó a sus consejeros. Aunque de verdad lo
intento, no logro concentrarme en nada.
-Estáis
muy cansado -respondió el consejero más viejo. Deberíais viajar y
ver cosas que os devolvieran la paz de espíritu.
-Sí,
pero, ¿a dónde puedo ir? -preguntó el rey de Suei. Mi reino no es
grande y conozco hasta el último de sus rincones.
Entonces
los geógrafos reales se pusieron a estudiar el mundo. Tres meses
estuvieron encerrados en sus escuelas, pero, al fin, dieron con un
lugar que podría satisfacer al monarca.
-¿Por
qué no vais al reino de Chi? -le aconsejaron. Está a orillas del
mar y sus paisajes son hermosísimos. En él han nacido todos los
grandes poetas.
-¿El
reino de Chi, decís? -el monarca no terminaba de decidirse.
-Debéis
ir -volvió a decirle el consejero más viejo. Lo que dicen los
geó-grafos es verdad. Además, nuestras relaciones con ese reino no
son buenas y podíais hacer algo por mejorarlas.
-Si
es así -respondió, decidido, el rey de Suei, acepto.
E
inmediatamente comenzaron a hacerse los preparativos.
A
las diez semanas una gran caravana abandonó la capital. La precedían
guerreros armados hasta los dientes. Pero el rey se aburría y dijo:
-¿Por
qué me acompaña tanta gente? Queréis protegerme tanto que no me
dejáis ver el paisaje -y ordenó regresar a la mitad de su cortejo.
A
partir de entonces, el rey de Suei se paraba en cada recodo del
camino y admiraba la belleza que se extendía ante sus ojos.
-¡Qué
maravilla! -decía, extasiado. Si yo fuera capaz de establecer este
orden dentro de mi reino, mis súbditos gozarían eternamente la
prosperidad.
Los
consejeros, sin embargo, se impacientaban.
-Si
seguís así -decían, jamás llegaremos al re¡no de Chi.
-Tenéis
razón. Pero la armonía de la naturaleza es asombrosa.
Un
día avistaron, por fin, el mar. Era una banda azul que se extendía
en la distancia. El cortejo real se detuvo, sin que nadie se lo
ordenara. Todos estaban extasiados. El rey de Suei exclamó:
-¡Parece
colgar del cielo! ¡Qué cruel ha sido el Emperador Celeste, al no
conceder un trozo de costa a mi reino!
Entonces
descubrió que un pequeño bosquecillo entorpecía la vista del mar.
-¿Qué
hace ahí esa mancha verde? -preguntó, enfadado. ¡Que la corten en
seguida! ¡Quiero ver el mar!
Estaba
tan furioso que él mismo cogió un hacha y comenzó a derribar
árboles. Los guerreros le seguían, admirados de su fuerza. Pero
toparon con una enorme serpiente y se echaron para atrás, asustados.
¿A
qué tenéis miedo? -preguntó el rey. Es sólo un animal que vive en
este bosque.
-Pero
puede devoraros -contestaron, aterrados.
La
serpiente, sin embargo, no se movió del sitio. Tenía una expresión
triste y parecía como si estuviera enferma.
-¿Qué
te ocurre? -le preguntó el rey.
El
animal movió pesadamente la cola y echó una lágrima, que
inmediata-mente se convirtió en un rubí.
-¡Que
venga mi médico! -ordenó el rey de Suei, y él mismo la curó con
sus manos.
La
serpiente no huyó. Parecía como si quisiera agradecerle de esta
forma sus cuidados. El rey así lo entendió y dijo:
-¿Para
qué destruir un bosque? El mar puede verse desde cualquier sitio.
El
camino que conducía al reino de Chi bordeaba, de hecho, la costa. Su
capital estaba en una bahía y todos sus habitantes eran pescadores.
-Bienvenido
a mi reino -le dijo su rey, ofreciéndole un extraño licor de algas.
Todos
se quedaron asombrados, porque el rey de Chi preparaba una invasión
contra el reino de Suei.
-Jamás
imaginé un recibimiento de esta clase -confesó el rey de Suei. Me
habían dicho que vuestro reino era hermosísimo, pero ahora veo que
las palabras no pueden hacerle justicia.
El
rey de Chi sonrió complacido y dijo:
-Nadie
que ame a los animales puede ser mi enemigo -y desde aquel día los
dos reinos se hicieron hermanos.
Mil
días estuvo el rey de Suei en aquel paraíso. Lo recorrió de cabo a
rabo y su espíritu recobró la fuerza perdida. Ahora era otra vez el
rey trabajador y prudente que siempre había sido.
-Debo
volver a mi reino -dijo entonces el rey de Chi. Si me quedo aquí más
tiempo, mis súbditos creerán que he muerto.
-Lo
comprendo, lo comprendo perfectamente -y le dejó marchar con
lágrimas en los ojos.
De
vuelta a su reino, el rey de Suei se acordó de la serpiente y quiso
ir a verla.
-Eso
supondrá tres días de camino -trataron de disuadirle sus
consejeros. Con la nueva ruta que nos han enseñado los de Chi
podremos llegar mucho antes a Suei.
Pero
el rey insistió y nadie se atrevió a contradecir sus deseos. Cuando
llegaron al bosque, lo encontraron más frondoso que la primera vez.
Los árboles cortados habían vuelto a crecer. Entonces el rey tomó
su hacha y se adentró en la espesura.
-¿Estás
ahí, serpiente herida? -iba gritando, mientras caminaba. Espero que
la medicina que te di hace tres años te haya sentado bien.
Pero,
al levantar unas ramas, vio al animal tendido en el suelo. Su cola,
en efecto, había sanado. Sin embargo, tenía los labios hinchados y
le miraba con ojos de pena.
-¡Que
venga mi médico! -volvió a ordenar el rey de Suei. ¿Es que voy a
tener que estar a tu lado, para que no te ocurra nada? -reprendió
después a la serpiente.
El
mismo le curó los labios. Entonces la serpiente abrió la boca y
escupió dos perlas del tamaño de un puño. Pero el rey estaba tan
acostumbrado a las joyas que dijo a un ministro:
-Coge
esas perlas y guárdalas en una caja. Yo no puedo tocarlas todavía.
Aún no he dado las gracias a la serpiente.
Pero
el animal no le hizo caso. Se deslizó por entre las hojas y se
transformó en un árbol.
-¿Habéis
visto? -le preguntaron los consejeros, asombrados. Seguro que esas
perlas tienen poderes especiales, puesto que quien os las regaló los
poseía.
El
rey estaba resentido y no quería mirarlas.
-¡No
ha esperado a que le diera las gracias! -decía, desconsolado. Es la
primera vez que me hacen un desprecio así.
Al
caer la noche, el consejero más viejo entró en su tienda y le dijo:
-No
os lo toméis tan a pecho. ¿No comprendéis que el agradecimiento
decimiento no se puede agradecer? La serpiente os dio dos perlas,
porque dos fueron las veces que la ayudasteis.
El
rey accedió, pues, a mirar las perlas. Cuando el consejero abrió la
caja, casi se quedó ciego. Emitían tanta luz que parecía como si
fuera de día. Todo el cortejo real no pudo dormir aquella noche.
-¿Veis
cómo teníamos razón? -insistieron los consejeros. Ahora sus
poderes son vuestros.
Pero
el rey de Suei se dijo:
-¿Por
qué me regalaría dos perlas a mí, que estoy cansado de moverme
entre el oro y las riquezas? Es como dar pescado a un pescador -y,
entornando los ojos, se pasó toda la noche mirándolas.
Al
amanecer una de ellas se apagó. La otra comenzó a reflejar las
montañas por las que había de entrar en su reino. Uno de sus
generales había apostado centinelas en cada pico y le preparaba una
emboscada.
«Ahora
lo comprendo -se dijo el rey de Suei. La serpiente ha querido
salvarme la vida con sus regalos.» Y ordenó cambiar de ruta.
Los
traidores fueron capturados y condenados. A partir de entonces en el
reino de Suei el delito más grande fue el desagradecimiento. Quien
incurría en él era encarcelado de por vida.
-¿Cómo
va a gozar de libertad quien no sabe compartir? -preguntaba el rey, y
sus súbditos le daban la razón, porque el de Suei llegó a ser el
más próspero de los mil reinos.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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