El
señor Dhzang era un profesor bastante malo. No conocía la sabiduría
de los grandes maestros. Además, no tenía paciencia, y su forma de
enseñar era anticuada. No es extraño, pues, que no fuera muy rico.
Un
día se presentó en su casa su amigo Lang-Chien. Vivía en el norte
y todos los años le hacía una visita. Siempre le traía una cesta
de lichíes*, porque sabía que al profesor Dhzang le gustaban mucho.
-Vaya
-dijo el profesor Dhzang.
Veo que tampoco te has olvidado este año de ellas.
-Es
la mejor fruta que tenemos en el norte -respondió Lang-Chien. Aquí
tenéis ojos de dragón*, pero las lichíes son más dulces.
-Tienes
toda la razón del mundo -replicó el profesor Dhzang.
Y
sin perder más tiempo se puso a comérselas. A las tres horas no
quedaba en la cesta ni una sola. Pero lo más triste era que el
profesor Dhzang nunca se quedaba satisfecho.
-¡Lástima!
-exclamó con pena. Tendré que esperar otro año para volver a
probarlas.
Lang-Chien
le miró sonriendo. Le pidió después el manto y cubrió con él la
cesta vacía. Al levantarle ¡había vuelto a llenarse de lichíes!
-¿Cómo
has hecho eso? -preguntó, asombrado, el profesor Dhzang. No sabías
que fueras mago.
-Y
no lo soy -respondió con calma Lang-Chien. Sólo conozco algunos
conjuros.
-Tú
siempre has sido una persona muy virtuosa -volvió a decir el
profesor Dhzang, e inmediatamente se puso a pelar la fruta.
Cuando
llevaba ya comidos tres kilos de fruta se detuvo y pensó:
«Si
mi amigo puede hacer aparecer lichíes, quizá sepa también
transformar las piedras en oro.»
Pero
Lang-Chien leyó su pensamiento y dijo:
-Las
riquezas secan el corazón del hombre. ¿Por qué quieres llenar tus
arcas de oro?
-Estás
exagerando, amigo mío -respondió, ofendido, el profesor Dhzang.
Sólo deseo vivir decentemente. Ya sabes que yo soy pobre.
-¿Acaso
soy yo el dueño de la aldea en la que vivo? -replicó Lang-Chien.
Sin
embargo, tanto insistió el profesor Dhzang que terminó cediendo.
-Está
bien -dijo por fin.
Pero recuerda: sólo podrás coger tres piezas de oro.
-Estáte
tranquilo -le contestó el profesor Dhzang. Yo no soy avaricioso.
Conozco el valor de la virtud.
Lang-Chien
sacó entonces unos pinceles y pintó una puerta en la pared de la
casa de su amigo. Después se volvió hacia él y le dijo:
-No
lo olvides: tres cosas.
-Sí,
sí. Ya lo he oído -replicó, malhumorado, el profesor Dhzang. ¿Por
qué piensas que soy tan avaro?
-Si
coges más -le explicó Lang-Chien, traerás la desgracia sobre tu
cabeza y la mía. Entra ahí.
-iPero
esto es sólo una puerta pintada! -exclamó el profesor Dhzang.
Sin
embargo, al empujarla, se abrió de par en par. Tras ella había toda
clase de tesoros. El oro brillaba por doquier y las piedras preciosas
se contaban por millones de millones. El profesor Dhzang no sabía
por qué joyas decidirse.
«Es
cruel no dejarme llevar más de tres -se dijo. De todas formas estoy
seguro de que Lang-Chien exageraba. Cogeré cuantas pueda y nunca más
viviré en la miseria.»
Se
llenó tanto los bolsillos que apenas podía andar. En esto se
abrieron otras puertas y entraron unos soldados. Al verle empezaron a
gritar con todas sus fuerzas:
-¡Al
ladrón, al ladrón! ¡Hay un intruso en la sala del tesoro del
emperador!
-¿La
sala del tesoro del emperador? -preguntó, asombrado, el profesor
Dhzang. Debéis estar bromeando. Esa puerta da a una de las paredes
de mi casa.
-¿De
veras? -replicaron los soldados. ¿Desde cuándo el emperador y tú
sois vecinos?
Cuando
le sacaron de allí comprobó que, en efecto, estaba en el palacio
imperial. El profesor Dhzang no sabía explicárselo.
-¿Cómo
has entrado en la sala de mi tesoro? -le preguntó el emperador.
Dímelo pronto o haré que te corten la cabeza.
-Se
lo llevo diciendo toda la mañana a vuestros soldados -respondió,
tembloroso, el profesor Dhzang. Mi amigo Lang-Chien pintó una puerta
en la pared de mi casa. Yo me metí por ella y aparecí en vuestro
palacio.
-¿Y
pretendes que yo me trage esa historia? -replicó, airado, el
emperador. Si los ladrones son capaces de entrar con tanta facilidad
en la sala del tesoro, el futuro del reino está en peligro.
En
seguida convocó a los sabios para que trataran de solucionar el
enigma del profesor Dhzang. Pero nadie supo dar una respuesta
adecuada. Tras muchas discusiones el más joven de ellos se adelantó
y dijo:
-Quizá
sea verdad lo que cuenta ese hombre. ¿Por qué no mandáis venir a
ese tal Lang-Chien? Si, en verdad, posee los poderes que le atribuye
su amigo, haríais bien en tenerlo de vuestra parte.
-Tienes
razón -respondió el emperador. Ese mago es más peligroso que el
cómplice que hemos apresado.
Al
punto fue enviado un destacamento de soldados a las tierras del
norte. Estaban nevadas cuando llegaron, y no les fue difícil dar con
la casa de Lang-Chien.
-¿Eres
tú el mago Lang-Chien? -le preguntaron.
-Jamás
me había llamado nadie así -respondió éste. Pero supongo que no
servirá de nada negarlo.
En
efecto, le cubrieron de cadenas y le trataron como a un criminal.
-Mala
suerte -dijo el capitán.
El Hijo del Cielo es tan celoso de sus tesoros que, a buen seguro,
mandará que te corten la cabeza.
-Si
es así -respondió Lang-Chien, me gustaría echar un trago de té
por última vez.
-Por
mí no hay ningún inconveniente -replicó el capitán. Pero date
prisa, porque el camino de vuelta es muy largo.
Lang-Chien
se lo agradeció inclinando tres veces la cabeza. Pero en cuanto
llegó a la cocina empezó a hacerse cada vez más pequeño, hasta
que su cuerpo no era más grande que el dedo meñique de un niño.
Después se metió a toda prisa en la tetera.
-No
hagas eso -le suplicó el capitán. Sal de ahí. Si no te llevamos
con nosotros, el emperador nos mandará matar.
-Vosotros
cumplid con vuestra obligación -les aconsejó Lang-Chien. Os juro
que no me escaparé de aquí.
Aliviado,
el capitán tomó la tetera y regresó a la corte. Cuando le vio el
emperador, preguntó enfurecido:
-¿En
dónde está ese tal Lang-Chien?
-Aquí.
¿Es que no me ves? -respondió una voz dentro de la tetera. Esta es
una forma muy buena de viajar. No me ha faltado el té en todo el
camino.
-Déjate
de bromas y sal de ahí -ordenó el emperador.
-¿Por
qué habría de hacerlo? Todavía estoy sediento.
El
emperador vertió todo el té, pero Lang-Chien continuó dentro.
-En
verdad conocéis los deseos del pueblo -dijo en tono socarrón.
Estaba pensando en lo incómodo que es vivir nadando en té, cuando
vais y me libráis de ese tormento.
-¡Sal
de ahí! -bramó, fuera de sí, el emperador. ¿Acaso no sabes quién
es el que te lo ordena?
-Por
supuesto que sí, por supuesto que sí: el hombre de las diez mil
concubinas.
El
emperador estaba tan enfurecido que tomó la tetera y la hizo añicos.
-Así
aprenderás a hacer lo que te mandan -dijo en tono de triunfo. Me
gusta ver las manos de los que hablan conmigo. Pero a Lang-Chien no
se le veía por ninguna parte.
-¿En
dónde te has metido? -volvió a preguntar el emperador. ¿No decías
que estabas nadando en té?
-Sí,
pero eso era antes -replicó la voz de Lang-Chien.
Ahora
habito en el barro.
Y
todos los pedacitos de la tetera comenzaron a saltar como si
estuvieran vivos.
-Pues
mandaré que te hagan polvo de arcilla -dijo, vengativo, el
emperador. La burla es algo que nunca se había visto en este
palacio.
Entonces
los pedacitos de la tetera salieron de allí, gritando:
-¡Me
has dado una idea! Debo ir cuanto antes al alfarero para que me
remiende.
De
esta forma, nadie pudo resolver jamás cómo había llegado el
profesor Dhzang a la sala del tesoro. El emperador lo consideró un
lugar tan inseguro que, en vez de reforzarle, prefirió regalar todas
sus riquezas a los pobres.
-Al
fin y al cabo -confesó un día a sus consejeros- ésa era la única
manera que tenía de vengarme del loco mago Lang-Chien.
Y
todos alabaron su profunda sagacidad.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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