Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 25 de octubre de 2014

La buena suerte

El joven A-Pao era muy vago. A veces se quedaba mirando a las nubes y se pasaba así todo el día. Otras se sentaba al lado de su padre a ver cómo trabajaba y no se levantaba hasta la hora de comer. Nunca hacía nada. Ni siquiera los ruidos de la fragua le importaban. Su mayor ilusión era vaguear.
-Esto no puede continuar así -decía, preocupado, su padre. el mejor herrero que había en la aldea. A-Pao tiene ya dieciocho años. Si no comienza pronto a trabajar, terminará convirtiéndose en un mendigo.
-Sí -asentía su madre, es un gran problema. Pero, como era muy débil, se echaba a llorar. Un día su padre le llamó aparte y le dijo:
-¿Ves esta caja? En su interior hay algo que nos hemos ido transmitiendo en nuestra familia desde siglos.
Al joven A-Pao se le iluminaron los ojos.
-¿Ayuda a ser rico? -preguntó con voz trémula.
-¿Cómo lo has adivinado? Lo que hay en esta caja trae buena suerte, así que nunca te faltará dinero.
El joven A-Pao pensó: «Es exactamente lo que necesito, porque el trabajo me da grima.»
Después añadió en voz alta:
-¡Eso es fantástico! ¿Por qué no me lo dejas ver? Su padre se llevó las manos a la cabeza.
-¡No puedo hacer una cosa así! Sólo podrás abrir esta caja cuando yo me muera.
Sin embargo, tanto insistió A-Pao, que al final cedió.
-Está bien. Te enseñaré lo que hay aquí dentro, pero con una condición: que me traigas una moneda de plata que hayas ganado tú solito.
A A-Pao le pareció bien, pero pronto se puso muy triste, porque le asustaba el trabajo.
-¿Por quéé será tan cruel mi padre? ¡Me gustaría tanto poseer ese amuleto de la buena suerte!
Pero no movió ni un solo dedo. Se sentó en una silla y comenzó a sollozar como un niño. Así pasó cinco días. Ahora ya ni siquiera se levantaba para comer. Su madre le preguntó, preocupada:
-¿Por qué te pasas todo el día sentado sin probar bocado? ¿No comprendes que puedes enfermar?
-Mi padre no quiere enseñarme lo que guarda en esa caja. Dice que, si no le doy una moneda de plata, no lo veré hasta que él se muera.
A la madre le dio mucha pena y le entregó una moneda.
-Toma. Pero no le digas que yo te la he dado. Dile simplemente que la has ganado con tu trabajo.
A-Pao saltó de alegría y corrió hacia la fragua.
-Aquí tienes la moneda que me pediste. Ahora enséñame lo que escondes en esa caja. Eso fue lo convenido, ¿no? -preguntó, ansioso.
-Así es.
Pero su padre tomó la moneda y la tiró al fuego.
-~Por qué haces eso? -preguntó, desesperado, el joven A-Pao.
-Esa moneda no la has ganado tú -respondió, severo, su padre. Te la ha dado una mujer. ¿Crees que no me he dado cuenta que olía mucho a perfume?
A-Pao agachó la cabeza y salió al patio. De nuevo volvió a sumirse en la tristeza y dejó otra vez de comer. Su madre estaba muy preocupada por su salud, porque llevaba ya siete días sin moverse del sitio. Entonces le puso una escudilla de arroz en las manos.
-iNo quiero comer! iDéjame tranquilo! -dijo con rudeza el mucha-cho.
-¿Por qué? ¿Es que no te ha gustado el amuleto de la buena suerte que guardaba tu padre? -preguntó la madre con ternura.
-Ni siquiera lo he visto -y le contó lo que había sucedido. La madre volvió a enternecerse y le dio otra moneda.
-Usa la cabeza, hijo mío. Tu padre es muy listo y sólo podrás engañarle a fuerza de ingenio.
Esta vez A-Pao salió de la aldea y arrojó la moneda en un lodazal. Cuando la sacó estaba tan sucia que parecía tener más de cien años.
«De esta forma -se dijo, mi padre pensará que la he ganado con gran esfuerzo.»
Después corrió por el campo, hasta que todas sus ropas estuvieron empapadas de sudor. Cuando se presentó en la fragua, apenas se tenía de pie.
-¡Vaya! Veo que esta vez te ha costado un poco más de esfuerzo -dijo su padre, socarrón, al verle.
-Por supuesto. El trabajo es duro -replicó el joven A-Pao.
Su padre examinó la moneda y otra vez la tiró al fuego.
-¿Creías que me ibas a engañar? Es una moneda nueva. A la legua se nota que la has tenido metida en el barro.
A-Pao se echó a llorar de rabia y abandonó la fragua. Pero esta vez no se sentó en ninguna parte. Se sintió herido en su amor propio y decidió ponerse a trabajar.
«Si es eso lo que quiere -se dijo, enfadado, lo tendrá. Yo no soy un inútil.»
Pero lo único que sabía hacer era lo que había visto a su padre: dar martillazos en el hierro.
-Mira -le aconsejaron unos amigos de sus padres: Es mejor que te marches a otra parte. Aquí sólo hay lugar para un herrero. Además, tu padre es un maestro, mientras que tú apenas sabes agarrar un martillo.
Entonces A-Pao se dirigió hacia el norte. Recorrió trescientos kilómetros y, al fin, se asentó en un lugar en el que nadie le conocía. El herrero le recibió con los brazos abiertos.
-Como puedes ver -le dijo sin rodeos-, yo soy ya muy viejo. Así que tú darás los golpes y yo te dirigiré la mano.
-Está bien, mientras me pagues lo justo -respondió A-Pao-. Trabajaré hasta que reúna una moneda de plata.
Pero el viejo herrero era muy avaro y sólo le pagaba tres centavos diarios. Así que estuvo con él un mes y cuatro días. Cuando se despidieron, el viejo lloraba:
-Si te quedas conmigo, la fragua será tuya.
-¿Para qué? -preguntó el joven A-Pao. Me espera el amuleto de la buena suerte de mi padre y con él no tendré que trabajar más.
El camino de vuelta se le hizo muy corto. Cuando su padre le vio, le notó muy cambiado, pero no dijo nada. Sólo le preguntó:
-¿Ya has conseguido reunir la moneda de plata?
Entonces A-Pao sacó las ciento dos monedas de cobre y se las entregó, sonriendo.
-Cuéntalas tú mismo. Creo que sobran dos. Te las regalo, para que te compres un martillo nuevo.
Pero el padre tomó el montón de monedas y las arrojó al fuego.
-¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco? -preguntó A-Pao, fuera de sí, y se lanzó sobre las llamas de la fragua.
Con sus manos fue buscando las monedas una a una. Su padre entonces le agarró por los hombros y le dijo:
-Ahora sé que has ganado esas monedas con tu sudor. Te han costado tanto que no te importa quemarte las manos con tal de recuperarlas. Ahora puedo ya mostrarte lo que guardo en la caja.
Cuando la abrió, A-Pao se quedó de una pieza. ¡En su interior sólo había herramientas!
-¿Es éste el talismán de la buena suerte? El padre le miró a los ojos y dijo:
-Con el trabajo alimentarás a tu familia y llegarás a ser un hombre. A mí me lo legó mi padre y yo te lo transmito a ti.
A-Pao comprendió la lección que le había dado. A partir de aquel día no holgazaneó ya más. Sobre su silla se amontonó el polvo y él se olvidó del color de las nubes.
-¿La buena suerte? -preguntaba, cuando era ya viejo. La buena suerte son unas manos curtidas por el trabajo -y enseñaba las suyas, tan duras y negras como las cumbres de las montañas.

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