El
joven A-Pao era muy vago. A veces se quedaba mirando a las nubes y se
pasaba así todo el día. Otras se sentaba al lado de su padre a ver
cómo trabajaba y no se levantaba hasta la hora de comer. Nunca hacía
nada. Ni siquiera los ruidos de la fragua le importaban. Su mayor
ilusión era vaguear.
-Esto
no puede continuar así -decía, preocupado, su padre. el mejor
herrero que había en la aldea. A-Pao tiene ya dieciocho años. Si no
comienza pronto a trabajar, terminará convirtiéndose en un mendigo.
-Sí
-asentía su madre, es un gran problema. Pero, como era muy débil,
se echaba a llorar. Un día su padre le llamó aparte y le dijo:
-¿Ves
esta caja? En su interior hay algo que nos hemos ido transmitiendo en
nuestra familia desde siglos.
Al
joven A-Pao se le iluminaron los ojos.
-¿Ayuda
a ser rico? -preguntó con voz trémula.
-¿Cómo
lo has adivinado? Lo que hay en esta caja trae buena suerte, así que
nunca te faltará dinero.
El
joven A-Pao pensó: «Es exactamente lo que necesito, porque el
trabajo me da grima.»
Después
añadió en voz alta:
-¡Eso
es fantástico! ¿Por qué no me lo dejas ver? Su padre se llevó las
manos a la cabeza.
-¡No
puedo hacer una cosa así! Sólo podrás abrir esta caja cuando yo me
muera.
Sin
embargo, tanto insistió A-Pao, que al final cedió.
-Está
bien. Te enseñaré lo que hay aquí dentro, pero con una condición:
que me traigas una moneda de plata que hayas ganado tú solito.
A
A-Pao le pareció bien, pero pronto se puso muy triste, porque le
asustaba el trabajo.
-¿Por
quéé será tan cruel mi padre? ¡Me gustaría tanto poseer ese
amuleto de la buena suerte!
Pero
no movió ni un solo dedo. Se sentó en una silla y comenzó a
sollozar como un niño. Así pasó cinco días. Ahora ya ni siquiera
se levantaba para comer. Su madre le preguntó, preocupada:
-¿Por
qué te pasas todo el día sentado sin probar bocado? ¿No comprendes
que puedes enfermar?
-Mi
padre no quiere enseñarme lo que guarda en esa caja. Dice que, si no
le doy una moneda de plata, no lo veré hasta que él se muera.
A
la madre le dio mucha pena y le entregó una moneda.
-Toma.
Pero no le digas que yo te la he dado. Dile simplemente que la has
ganado con tu trabajo.
A-Pao
saltó de alegría y corrió hacia la fragua.
-Aquí
tienes la moneda que me pediste. Ahora enséñame lo que escondes en
esa caja. Eso fue lo convenido, ¿no? -preguntó, ansioso.
-Así
es.
Pero
su padre tomó la moneda y la tiró al fuego.
-~Por
qué haces eso? -preguntó, desesperado, el joven A-Pao.
-Esa
moneda no la has ganado tú -respondió, severo, su padre. Te la ha
dado una mujer. ¿Crees que no me he dado cuenta que olía mucho a
perfume?
A-Pao
agachó la cabeza y salió al patio. De nuevo volvió a sumirse en la
tristeza y dejó otra vez de comer. Su madre estaba muy preocupada
por su salud, porque llevaba ya siete días sin moverse del sitio.
Entonces le puso una escudilla de arroz en las manos.
-iNo
quiero comer! iDéjame tranquilo! -dijo con rudeza el mucha-cho.
-¿Por
qué? ¿Es que no te ha gustado el amuleto de la buena suerte que
guardaba tu padre? -preguntó la madre con ternura.
-Ni
siquiera lo he visto -y le contó lo que había sucedido. La madre
volvió a enternecerse y le dio otra moneda.
-Usa
la cabeza, hijo mío. Tu padre es muy listo y sólo podrás engañarle
a fuerza de ingenio.
Esta
vez A-Pao salió de la aldea y arrojó la moneda en un lodazal.
Cuando la sacó estaba tan sucia que parecía tener más de cien
años.
«De
esta forma -se dijo,
mi padre pensará que la he ganado con gran esfuerzo.»
Después
corrió por el campo, hasta que todas sus ropas estuvieron empapadas
de sudor. Cuando se presentó en la fragua, apenas se tenía de pie.
-¡Vaya!
Veo que esta vez te ha costado un poco más de esfuerzo -dijo su
padre, socarrón, al verle.
-Por
supuesto. El trabajo es duro -replicó el joven A-Pao.
Su
padre examinó la moneda y otra vez la tiró al fuego.
-¿Creías
que me ibas a engañar? Es una moneda nueva. A
la legua se nota que la has tenido metida en el barro.
A-Pao
se echó a llorar de rabia y abandonó la fragua. Pero esta vez no se
sentó en ninguna parte. Se sintió herido en su amor propio y
decidió ponerse a trabajar.
«Si
es eso lo que quiere -se dijo, enfadado, lo tendrá. Yo no soy un
inútil.»
Pero
lo único que sabía hacer era lo que había visto a su padre: dar
martillazos en el hierro.
-Mira
-le aconsejaron unos amigos de sus padres: Es mejor que te marches a
otra parte. Aquí sólo hay lugar para un herrero. Además, tu padre
es un maestro, mientras que tú apenas sabes agarrar un martillo.
Entonces
A-Pao se dirigió hacia el norte. Recorrió trescientos kilómetros
y, al fin, se asentó en un lugar en el que nadie le conocía. El
herrero le recibió con los brazos abiertos.
-Como
puedes ver -le dijo sin rodeos-, yo soy ya muy viejo. Así que tú
darás los golpes y yo te dirigiré la mano.
-Está
bien, mientras me pagues lo justo -respondió A-Pao-. Trabajaré
hasta que reúna una moneda de plata.
Pero
el viejo herrero era muy avaro y sólo le pagaba tres centavos
diarios. Así que estuvo con él un mes y cuatro días. Cuando se
despidieron, el viejo lloraba:
-Si
te quedas conmigo, la fragua será tuya.
-¿Para
qué? -preguntó el joven A-Pao. Me espera el amuleto de la buena
suerte de mi padre y con él no tendré que trabajar más.
El
camino de vuelta se le hizo muy corto. Cuando su padre le vio, le
notó muy cambiado, pero no dijo nada. Sólo le preguntó:
-¿Ya
has conseguido reunir la moneda de plata?
Entonces
A-Pao sacó las ciento dos monedas de cobre y se las entregó,
sonriendo.
-Cuéntalas
tú mismo. Creo que sobran dos. Te las regalo, para que te compres un
martillo nuevo.
Pero
el padre tomó el montón de monedas y las arrojó al fuego.
-¿Qué
haces? ¿Te has vuelto loco? -preguntó A-Pao, fuera de sí, y se
lanzó sobre las llamas de la fragua.
Con
sus manos fue buscando las monedas una a una. Su padre entonces le
agarró por los hombros y le dijo:
-Ahora
sé que has ganado esas monedas con tu sudor. Te han costado tanto
que no te importa quemarte las manos con tal de recuperarlas. Ahora
puedo ya mostrarte lo que guardo en la caja.
Cuando
la abrió, A-Pao se quedó de una pieza. ¡En su interior sólo había
herramientas!
-¿Es
éste el talismán de la buena suerte? El padre le miró a los ojos y
dijo:
-Con
el trabajo alimentarás a tu familia y llegarás a ser un hombre. A
mí me lo legó mi padre y yo te lo transmito a ti.
A-Pao
comprendió la lección que le había dado. A partir de aquel día no
holgazaneó ya más. Sobre su silla se amontonó el polvo y él se
olvidó del color de las nubes.
-¿La
buena suerte? -preguntaba, cuando era ya viejo. La buena suerte son
unas manos curtidas por el trabajo -y enseñaba las suyas, tan duras
y negras como las cumbres de las montañas.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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