El
funcionario Wang-Chung era un calígrafo extraordinario. Pero, más
que por su arte, era conocido por las fiestas que daba. A ellas
acudían pintores, literatos y cuantos de verdad amaran el arte. Sólo
imponía una condición: que antes de sentarse a la mesa tenían que
haber terminado una de sus obras.
-Me
gasto mucho dinero en esas fiestas. Es verdad -admitía el calígrafo
Wang-Chung. Pero nadie puede gozar como yo de la belleza del arte.
Su
colección aumentaba considerablemente con cada fiesta que daba. Un
día, no obstante, se presentaron en su casa cinco arqueros que nadie
había invitado. Se dedicaron a lanzar flechas a diestra y siniestra,
pero afortunada-mente no hirieron a nadie.
-¿Qué
hacen aquí esos bárbaros? -se preguntaban los literatos-. No
podemos concentrarnos con semejante alboroto. Seguro que nos será
imposible terminar hoy una de nuestras obras.
Y
así ocurrió. Cuando la cena se hubo servido, nadie pudo ofrecer a
Wang-Chung ni un poema de tan sólo dos versos.
-No
importa -dijo el calígrafo.
Hoy hemos descubierto la belleza de un arco bien tensado. Debemos
agradecérselo a nuestros amigos los arqueros.
Pero
aquellos jóvenes atletas no quisieron quedarse a cenar.
-Nuestra
misión aquí ya está cumplida -dijeron a coro y partieron con la
celeridad de un dardo.
Antes,
sin embargo, tuvieron la delicadeza de regalarle a Wang-Chung uno de
sus espléndidos arcos. Era de asta de ciervo y estaba adornado con
incrustaciones de oro y marfil.
-No
puedo aceptarlo -se excusó el calígrafo. Es hermoso, pero uno de
vosotros va a quedarse para siempre sin su arco y yo no podría
soportarlo.
Los
arqueros no gastaron tiempo en cumplidos. Tomaron aquel
extra-ordinario objeto y lo colgaron de la pared. Después
desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado.
La
cena se animó y nadie se acordó de ellos. Ni siquiera el joven
pintor Liou-Wen-Kwan los mentó una vez. Se había sentado al lado
del arco y por fuerza tenía que ver con el rabillo del ojo.
A
la hora de los brindis, Wang-Chung hizo traer el vino más añejo que
guardaba en sus bodegas.
-Si
el arte ha de durar diez mil años, ¿por qué no brindar por él con
el vino más viejo?
Esta
era una de sus frases más alabadas.
El
vino se sirvió en espléndidas copas de cristal ahumado. Pero, al ir
a beber, el joven Liou-Wen-Kwan descubrió una pequeña serpiente en
el fondo de la suya.
«¿Cómo
puede haber una culebra en el vino? -se preguntó, aterrado. Pero en
seguida pensó: Esto es obra del extravagante Wang-Chung. Seguro que
los demás también tienen una culebrilla en su copa.»
Y
sin más remilgos se la bebió de un trago.
Sin
embargo, pronto comenzó a sentir unos terribles dolores en el
estómago.
«Es
la culebra, que me está devorando las entrañas», se dijo a sí
mismo y abandonó en seguida el banquete.
Los
otros comensales se apenaron mucho de su marcha, pero no pudieron
hacer nada por aliviarle.
El
joven Liou-Wen-Kwan consultó a los mejores médicos. Ninguno supo
dar razón de su enfermedad. Sus dolores, sin embargo, iban en
aumento de día en día.
-Es
extraño -comentaban entre sí los doctores. Este joven se muere y
nosotros no encontramos nada anormal en él.
Liou-Wen-Kwan
no les contó el incidente de la serpiente, porque no quería que se
mancillara la buena fama de anfitrión de su amigo. Sin embargo,
Wang-Chung terminó enterándose y en seguida acudió a visitarle.
-¿Una
serpiente en cada copa? -preguntó, asombrado. ¿Cómo pudiste pensar
una cosa así? Debiste haber rechazado mi brindis.
Pero
ya era tarde. Wang-Chung se volvió, profundamente apenado, a su
casa. Allí la reunión habitual de artistas resultó un completo
fracaso. No había alegría y nadie pudo expresar la belleza que
llevaba dentro.
-No
importa -volvió a repetir Wang-Chung. Dicen que la tristeza es uno
de los muchos rostros de la belleza.
Y
a partir de entonces todos recordaban tan acertada frase.
A
la hora de la cena, Wang-Chung ocupó el asiento al lado del arco.
Toda la noche estuvo pensando en su amigo WenKwan. Para honrarle, a
la hora de los brindis hizo traer el vino añejo de la fiesta
anterior.
-Si
la amistad es eterna, ¿por qué no brindar por ella con un vino que
tiene siglos?
Todos
los comensales aplaudieron tan brillante ocurrencia. Wang-Chung
levantó la copa, pero, al ir a beber, ¡descubrió una serpiente en
su fondo! Aterrorizado, dejó la copa sobre la mesa.
-¡No
bebáis! -gritó con todas sus fuerzas. ¡Este vino cría culebras!
Que nadie beba, si no quiere morir.
Sus
amigos se miraron, incrédulos.
-¿Qué
te pasa? ¿Has cogido alguna insolación? -se burlaron algunos de
ellos.
-No
os miento -respondió, más calmado, Wang-Chung. ¿No lo veis? En mi
copa hay una serpiente.
Pero,
cuando fueron a comprobarlo, no encontraron nada en el fondo del
vino. Wang-Chung estaba desconcertado. De nuevo tomó la copa y ¡otra
vez apareció un pequeño reptil en ella!
-¿Todavía
te dura la resaca de sol? -volvieron a burlarse sus invitados. No
está bien que no quieras dejarnos probar este vino tan delicioso.
Wang-Chung
no insistió, porque, al mirar con más detenimiento su copa, vio
que, en efecto, no había nada raro en ella. Sin embargo, al
llevársela de nuevo a la boca, ¡por tercera vez vio a la pequeña
serpiente! Pero en esta ocasión se armó de valor y no apartó los
labios del cristal.
«No
está bien que vuelva a alarmar a mis invitados -se dijo a sí mismo.
Además, mi amigo Liou-Wen-Kwan también la vio y prefirió
tragársela antes que dejarme en mal lugar. ¿Por qué no habría de
hacer yo lo mismo?»
Un
golpe de viento sacudió entonces el arco que estaba colgado de la
pared. Inmediatamente la culebrilla en el fondo de la copa comenzó a
moverse y pareció que no sólo había una, ¡sino dos o tres!
Wang-Chung cayó en la cuenta de tan desconcertante misterio: ¡Las
serpientes que él veía no eran más que el reflejo de la cuerda del
arco en la pureza del cristal!
-¡Que
traigan inmediatamente a Liou-Wen-Kwan! -ordenó, sin dejar de reír.
Pero
nadie quería obedecerle, porque creían que se había vuelto loco.
Wang-Chung les contó lo ocurrido y todos le consideraron un sabio.
Cuando
Liou-Wen-Kwan se presentó en la sala del banquete, no quería creer
la explicación de su amigo.
-¿Acaso
insinúas que no sé distinguir entre una serpiente y el reflejo de
una cuerda de arco? -preguntó, malhumorado. Para eso era mejor que
no me hubieras molestado haciéndome traer hasta aquí. Tú sabes
bien que me estoy muriendo.
Y
se resistía a mirar en el fondo de la copa cuando Wang-Chung movía
el arco.
«Es
una lástima que muera por una ilusión», pensó para sus adentros
el calígrafo, pero no pudo hacer nada más.
Entonces
apareció el arquero que le había regalado el arco y se lo colgó
del hombro. Algunos invitados protestaron, indignados.
-¡No
puedes llevarte eso! ¡Ya no es tuyo! Tú mismo se lo regalaste al
calígrafo amigo nuestro.
Pero
el atleta, sin volver siquiera la cabeza, contestó:
-¿Para
qué lo quiere ya, si ha aprendido una gran lección? No todo es como
parece.
Y
a partir de entonces Wang-Chung no celebró ninguna fiesta más.
-Ese
arquero era una culebra disfrazada -decía Liou-WenKwan. ¿No habéis
visto acaso con qué fuerza dejan las serpientes escapar sus lenguas?
Parecen propulsadas por arcos. ¿No es asombroso?
Pero
Wang-Chung no volvió a comentar el incidente. Se dedicó a su arte y
dejó de envanecerse con el ingenio de los otros.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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