Las huertas de Van eran las más bellas del mundo. Hasta comienzos del
siglo XX producían frutas cuyo delicado sabor no se encontraba en ninguna otra
parte: melocotones de piel de terciopelo, tiernas cerezas color rubí, uvas
negras de jugo de miel, albarícoques dorados y grandes como granadas, con
aromas de rosa, de sol y de almizcle...
Si las frutas de Van eran tan hermosas fue gracicas a los constantes
cuidados que los armenios les dedicaron durante milenios. Pero se lo debían
también al milagro del amor.
En efecto, érase una vez una reina de Asiria
bella como una luna de catorce días: grandes ojos negros bajo unas cejas como
arcos finamente dibujados, labios rojos, cuerpo de gacela... Se llamaba
Semíramis y era reina de Babilonia. En Armenia gobernaba el rey Ara el Bello.
Semíramis estaba enamorada de Ara, pero éste estaba casado y rechazaba sus
requerimientos. El amor de la reina hacia Ara era tan grande que, incapaz de
resignarse a su indiferencia, decidió que haría lo que fuese para conseguir su
amor, incluso contra sus deseos. Y logró que en aquel huerto todo hablase de
ella.
Y una noche de luna llena, Semíramis,
ataviada como una diosa, tan hermosa que a su lado el sol parecía
ensombrecerse, se introdujo en los jardines del rey y, bajo la lechosa luz del
astro de la noche, trabó una a una las esencias de todos los árboles, dando a
los cerezos sus labios, a los melocotoneros el terciopelo de su piel, a las
uvas negras sus ojos, a los manzanos el color rosa de sus mejillas, sus senos a
los melocotoneros...
Por eso las frutas de la región de Van son
tan bellas, aterciopeladas y dulces. Aún, pasados varios milenios, continúan
nutriéndose de la belleza que por amor les entregó Semíramis.
En cuanto a la hermosa historia de amor,
digamos que no tiene un buen final. Ara, siempre fiel a su esposa, no se dejó
seducir por los encantamientos de Semíramis. Ella, despechada, le declaró la
guerra pero ordenó a sus capitanes y a sus soldados que no mataran a Ara, al
que reconocerían fácilmente por su armadura con el emblema real. Sin embargo,
Ara había cambiado su vestimenta con la de su escudero y murió.
Semiramis, desesperada, hizo que buscaran su
cuerpo entre los muertos en el campo de batalla, lo expuso en lo más alto de las
murallas de la fortificación, y allí rezó a los dioses Haralez (dos dioses
perros, que según la tradición curan las heridas lamiéndolas e impregnándolas
con su saliva) para que le devolviesen a la vida. La historia no nos dice si
los dioses perros cumplieron su sagrado cometido.
Fuente: Reine Cioulachtjian
0.147.1 anonimo (armenia)
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