De los antiguos tiempos, de cuando los rebaños pastaban en paz en los
verdes valles, de cuando los hombres todavía no habían inventado los fusiles ni
las bombas, de cuando la tierra estaba cerca del cielo y las estrellas
murmuraban leyendas al oído de los hombres... de aquellos tiempos os hablo. Que
la vida os sea benévola, ya que no lo fue para los dos amigos cuya historia os
voy a contar.
Érase una vez dos amigos que estaban tan unidos
como lo están los dedos de la mano. Todo lo habían hecho juntos: la escuela,
las correrías de juventud... Todo lo habían compartido: el pan, las alegrías,
las penas... Sólo lamentaban algo: no ser hermanos de sangre, por más que lo
fueran por los mil lazos espirituales y de sentimiento que les unían. Para
hacer todavía más sólida su unión hicieron un solemne juramento: si un día se
casaban elegirían al otro como testigo. Y, colocando sus manos en el borde del tonir, repitieron al unísono la sagrada
fórmula ritual:
«Si no mantengo mi palabra, que mi hogar sea
destruido y que mis hijos no vean jamás la luz del día».
Pasaron los años, con sus dichas y sus
penas... Pero un día uno de los dos amigos murió. El que quedó vivo se sentía
como si le hubiesen arrancado la mitad de sí mismo, tanto le afectó la
privación de su amigo.
Pero como dice el sabio: «Uno no se muere con
los muertos.» El tiempo continúa su curso y hay que seguir viviendo. Las dulces
primaveras sucedieron a los tristes inviernos, y un día una bella joven entró
en el corazón de nuestro amigo y éste quiso casarse con ella. Ella aceptó.
Pero, ¡ay!, el joven se encontró de pronto enfrentado a un cruel dilema: ¿quien
sería su testigo? En su juramento se había comprometido a elegir a su amigo.
Pero su amigo, evidentemente, no podía asumir dicha responsabilidad, ya que
estaba muerto. Siendo así, ¿le estaba permitido faltar a la palabra dada? Si
optaba por elegir a cualquier otro, ¿no sería culpable de perjurio?
Por más vueltas y vueltas que le dio al problema
no encontró ninguna solución. Perdió el sueño, e incluso las ganas de casarse.
Fue entonces cuando su novia le sugirió que acudiese a consultar al sacerdote
del pueblo. Al fin y al cabo, ¿no es él quien sirve de puente entre el cielo y
la tierra? Tal vez podría darle un buen consejo.
-¡Un juramento realizado ante el tonir es sagrado! -confirmó el sacerdote.
Solamente el que lo recibe tiene poder para liberarte de él.
-¡Pero si está muerto! -se desesperaba el
joven.
El sacerdote meditó largo rato y al fin su
rostro se iluminó:
-Entonces ve a rezar sobre su tumba.
Escucharás su respuesta en lo más profundo de tu corazón. Ve.
Al día siguiente, muy temprano, el joven fue
al cementerio y rezó sobre la tumba de su amigo.
-Hermano, sácame de este lío -le suplicó.
Sabes cuánto te amé y cuánto te he llorado. ¡Habría dado mi vida por la tuya!
Pero, ya que el destino lo ha decidido así, permíteme vivir, casarme. A mi
primer hijo le daré tu nombre... Dime, amigo, ¿qué debo hacer? ¿A quién debo
elegir como testigo, ahora que tú ya no estás en este mundo?
Sólo el silencio del cementerio y el murmullo
del viento en las ramas de los árboles respondieron a su oración. Sin embargo,
sintió que, poco a poco, surgía una extraña certidumbre en lo más profundo de
su alma: cuando llegase el día sabría qué hacer. En esa confianza, procedió a
cumplir con todas las formalidades que exige la ceremonia de la boda,
tranquilizó a su novia, envió las invitaciones, contrató a los músicos, preparó
el banquete... Cuando en el pueblo le preguntaban:
-¿Pero quién será el testigo?
-La providencia proveerá -respondía lleno de
fe.
Por fin llegó el gran día. Estaban todos los
invitados, con sus trajes de fiesta, reunidos en la iglesia, cuando de repente
apareció el amigo muerto... vivito y coleando, caminando, sonriente, tal vez un
poco pálido por no haberle dado el sol en varios años, pero de carne y hueso.
-Vengo a cumplir con mi deber y a hacerme
cargo de mis obligaciones -dijo con una voz ligeramente cavernosa aunque
perfectamente inteligible.
Tras el estupor que se produjo, estalló la
alegría. «¿Cómo es posible?», se preguntaban unos a otros. «¿Entonces se puede
volver del otro mundo? ¿No es un milagro? ¿No serán imaginaciones nuestras?».
Pero había que rendirse a la evidencia: el muerto hablaba, caminaba, daba la mano...
Los dos amigos no hacían más que abrazarse, hablar entre ellos... Tanto era así
que la recién casada casi empezó a sentirse celosa.
El vivo le preguntó al muerto:
-Dime, hermano, ¿cómo lo has conseguido?
-Se me ha concedido un permiso de unas horas
para que cumpla con mis compromisos. Después, regresaré allá abajo.
El recién casado, perplejo pero feliz, no
quiso preguntar más. La ceremonia fue maravillosa, sencilla y llena de
emotividad.
Al final se intercambiaron las habituales
frases rituales:
-«Que envejezcáis juntos en la misma
almohada», deseaban los invitados a los recién casados.
Al testigo le felicitaban en estos términos:
-«¡Padrino, has saldado tu deuda!» ¿Acaso no
acababa de conducir a la pareja al matrimonio y había pagado los gastos de la
ceremonia religiosa? Los recién casados y el testigo salieron de la iglesia
bajo una lluvia de pétalos de rosa, mientras sonaban las primeras notas del kotchari, que contagió su frenético
ritmo a todos los invitados.
En medio del banquete, cuando todo el undo se
lo estaba pasando en grande y los vapores del coñac de Armenia comenzaban a
hacer sus efectos entre los invitados, el muerto le dijo a su amigo:
-Hermano, ya es la hora. Tengo que regresar.
Prefiero no despe-dirme de nadie para no aguarte la fiesta.
-Te acompaño -dijo el recién casado.
Salieron. Se dirigieron lentamente al
cementerio. Por el camino, el casado no pudo evitar preguntar:
-¿Cómo se está allá abajo?
-¡Muy bien! -respondió el muerto. En esta
tierra bendita siempre crecen flores y están maduras las frutas. Allí no existe
el dolor ni la muerte, y el tiempo no pasa.
-¿Hay de todo? -preguntó el vivo.
¿Albaricoques, melocotones, vino?
-Hasta hartarte.
-¿Hay gente conocida?
-¡Claro que sí! Tu madre, tu abuelo...
Siguieron caminando, ahora en silencio, sumidos en sus propios pensamientos.
Por fin, cuando estaban ya delante de la tumba del muerto, el recién casado
preguntó:
-¿Puedo bajar a ver, sólo un momento?
-¡Pues claro! ¡Sígueme!
Los dos penetraron en la tumba. El vivo se
sintió envuelto en una especie de agradable nube de ensueño: la vida en el más
allá era, en efecto, como la había descrito su amigo. La gente era amable,
bondadosa, desprovista de agresividad. La paz reinaba en aquel maravilloso
mundo. Todos aquéllos a los que había amado en vida se acercaron a abrazarlo...
Qué bien se estaba allí, lejos de las complicaciones del mundo... En un momento
dado, el joven se acordó de que se había ido de la boda sin decir nada a nadie.
Estarían preocupados por su ausencia. Su esposa estaría buscándole. Se despidió
de su amigo:
-No puedo quedarme más, querido amigo. Ahora
me quedo tranquilo porque sé que aquí estás perfectamente. Cuando piense en ti
me sentiré bien. No volveré a atormentarme imaginándote bajo la helada losa de
un sepulcro. Adiós.
Nada más decir estas palabras fue arrastrado
por un torbellino y se vio, de regreso a la superficie, sentado sobre la tumba
de su amigo. Le sorprendió comprobar que estaba rota, sucia, invadida por las
malas hierbas, como una tumba abandonada. Se puso en pie con dificultad. Le
dolía todo el cuerpo y se sentía débil, agotado. Salió del cementerio como
pudo, casi arrastrándose, y dirigió sus pasos hacia el lugar donde se celebraba
la boda, pero no podía reconocer nada. Erró por unas calles cuyos nombres no le
resultaban familiares. La gente, que iba vestida de una manera muy rara, le
miraba como si él, con su traje de fiesta, tan diferente, fuera un
extraterrestre. Unos vehículos muy extraños habían sustituido a los carros
tirados por burros o por caballos. «¿Pero en qué planeta he caído?», se decía
nuestro hombre. Quiso preguntar a alguno de los que pasaban, pero todos se
alejaban de él como si fuese un loco fugado del manicomio. De repente oyó sonar
la campana de la iglesia. Reconoció en su poderoso timbre el sonido de la
campana de su pueblo. Recuperó algo de confianza y, siguiendo su sonido, se
encaminó hacia la iglesia.
La sala donde se celebraba el banquete no
debía de andar muy lejos, pues estaba próxima a la iglesia. Se apresuró. A
través de los cristales de la sala vio gente moviéndose, levantando copas,
bailando... Aliviado, pensó que su pesadilla había acabado y que, por fin,
había llegado a buen puerto. Pero por más que, en el umbral de la puerta, llamó
por su nombre a su mujer, a sus amigos, a sus familiares e invitados, nadie
parecía conocerle, y él tampoco conocía nadie. Si, allí había una boda pero no
era la suya.
Desesperado, entró en la iglesia: «Aquí tiene
que haber alguien que se acuerde de mí», se dijo. «Al menos, estará el cura que
me ha casado esta mañana». El frío que reinaba en el santuario le hizo tiritar.
Caminó trastabillándose, como un borracho. Le atendió un sacerdote, que
enseguida le condujo a la sacristía, le ayudó a sentarse, le dio un vaso de
agua y le preguntó si se sentía bien. Al hombre le extrañaba que no fuera el
mismo cura que había celebrado su matrimonio. Se identificó, le contó su
historia del testigo... Un brillo de indulgencia iluminó el rostro del
sacerdote:
-Vamos, vamos, abuelo, repóngase. La historia
que me ha contado es una leyenda de hace siglos.
Aterrado al oír que le llamaban «abuelo», el
recién casado se puso en pie. Había un gran espejo en la pared de enfrente.
Desde él le miraba un desconocido anciano, encorvado y demacrado, de largas
barbas blancas, manos retorcidas, piel gris y ojos avejentados. Incrédulo, hizo
un gesto con la mano; el espejo le devolvió la misma imagen. Aterrorizado,
intentó agarrarse a algo, a alguien... Demasiado tarde. Su cuerpo se derrumbó
sobre el blanco suelo de mármol, mientras su alma escapaba lejos, lejos, allá
donde el tiempo no pasa... allá donde el día es eterno...
Tres manzanas han caído del cielo. Una para
ti, lector, si el cuento te ha impresionado. Otra para el abuelo Sahag, que ha
hurgado en su memoria para rescatar del pasado esta historia. Otra para mí, que
quiero ofrecerte este proverbio: «Sólo el olvido significa la muerte».
Fuente: Reine Cioulachtjian
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