En las afueras de Van vivía una pobre viuda que tenía un solo hijo. Ella
le había educado en el respeto a los ancianos y a las costumbres de su pueblo.
Madre e hijo vivían de lo que producía un pequeño huerto, que cultivaban con
sus propias manos con mucho cariño.
En medio de aquel huerto había un hermosísimo
albaricoquero muy viejo. Sus frutos tenían un sabor exquisito, con aromas de
sol, de miel y de almizcle, y su tierna carne se deshacía al contacto con los dientes,
liberando un delicado y fragante jugo que llenaba la boca de dulzor. Madre e
hijo vendían dichos albaricoques, llamados «los senos de Semíramis», a clientes
ricos que pagaba por ellos sus buenos dineros. Un vecino, envidioso, había
propuesto en varias ocasiones a la viuda comprarle el huerto, pero ella siempre
había rehusado.
Despechado, el hombre se propuso obligarla al
venderlo. Cada noche saltaba la tapia que les separaba, se subía al árbol y
cogía gran cantidad de albaricoques, de tal manera que, al día siguiente, madre
hijo eran incapaces de cumplir con los pedidos de sus ricos clientes. Así, poco
a poco, éstos fueron desinteresándose y termina-ron por comprarle a otro
vendedor.
En tan precaria situación económica quedaron
que la madre fue a suplicar a su malvado vecino que no les arrebatase aquello
que les daba de comer. La única respuesta que recibió fue:
-Bueno, si lo que necesitáis es dinero, aceptad
mi oferta y vendedme el huerto.
Por momentos el hijo tuvo la terrible
tentación de acabar con él, pero afortunadamente su buen juicio le ayudó a
entrar en razón y se contuvo: «Bah, no quiero matar a nadie por un puñado de
albarico-ques», se dijo. «Es verdad que mi madre y yo vivimos gracias a ellos,
pero, en fin, trabajaré en otra cosa. Mañana mismo iré a la ciudad a ofrecer
mis servicios como porteador».
Aquella misma noche, después de que madre e
hijo hubiesen cenado muy frugalmente, cuando ya se disponían de acostarse,
llamaron a la puerta. Fue a abrir el hijo y se encontró ante un joven de porte
majestuoso, nimbado de luz.
-Soy un viajero que se ha perdido -dijo el
desconocido. Tengo hambre y frío. ¿Podéis darme hospitalidad por esta noche?
Partiré mañana por la mañana a primera hora.
El hijo hizo entrar al misterioso desconocido
con todos los honores. La madre, obedeciendo a las sagradas leyes de hospita-lidad,
le ofreció lo mejor que tenía y abrió para él su última botella de vino, único
vestigio de un pasado más próspero.
El hombre comió con apetito y después hizo
saber a sus anfitrio-nes que le agradaría comer alguna fruta, en especial
albaricoques.
-¡Ay! -respondió el hijo, no podemos
satisfacer vuestro deseo. Un malvado vecino nos ha privado del placer de
complaceros.
Y le contó el robo diario de los
albaricoques, añadiendo:
-Sólo conozco una forma de deshacerme de ese
malvado: sorprenderle robándonos y acabar con él. Pero cuando reflexiono y tomo
conciencia de que la vida es un bien sagrado, rehusó poner fin a la vida de un
semejante por un simple cesto de albaricoques.
-Tales sentimientos os honran -dijo el
desconocido. Pero, sin que tenga que pagar con su vida, yo castigaré a ese
ladrón.
Y el ángel -pues era un ángel- hizo que le
llevaran junto al albaricoquero centenario, lo tocó con la mano y aseguró al
muchacho que aquél que se subiera a aquel árbol sin autorización permanecería
allí hasta el día del juicio final, a menos que el legítimo propietario
accediese a dejarle bajar. Una vez dicho esto, el ángel desapareció.
A la noche siguiente, como siempre, el ladrón
se subió al albaricoquero y comenzó a coger los frutos más hermosos... Pero
cuando quiso bajar, todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Quedó atrapado en
el árbol sin poder cambiar de posición. A la mañana siguiente, madre e hijo
oyeron grandes ruidos en el huerto, corrieron hacia él y ¿qué es lo que vieron?
Las gentes de las casas vecinas rodeaban el albaricoquero y, allá arriba, el
vecino ladrón, inmovilizado en el lugar del delito, permanecía en una postura
totalmente ridícula. Cuanto más se agitaba más atrapado quedaba en el árbol,
que lo retenía como una amante. Mientras todos reían y se mofaban de él
mandaron a buscar al juez. El ladrón reconoció públicamente el delito y se
ofreció a pagar el monto de los albaricoques robados. Madre e hijo escucharon
sus ruegos y le permitieron, por fin, bajar del árbol.
Tres flores blancas se han abierto: una para
el que lee, la segunda para el que escribe, y la tercera para el que respeta
las sagradas leyes de la hospitalidad.
Fuente: Reine Cioulachtjian
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