Erase una vez un campesino cuyo único bien era una vaca pero no le daba
leche. Decidió, pues, venderla en el mercado del pueblo, donde le dieron cien
rublos por ella.
Al volver a su casa se cruzó con un anciano que
anunciaba a voces:
-¡Vendo espíritus! ¡Espíritus! ¡A los buenos
espíritus!...
-¿Qué espíritus son esos, hermano? -preguntó,
asombrado, el campesino.
-Espíritus de oro, que te ayudarán a hacer tu
camino en esta vida, que te protegerán de los infortunios y hasta te harán
rico. El campesino siempre había estado convencido de que un día la fortuna le
sonreiría y que se haría rico de repente, como sucede en los cuentos. Y pensó
que aquel hombre que vendía espíritus era la oportunidad que no debía dejar
escapar.
-¿Cuánto cuesta uno de esos espíritu?
-Como veo que eres pobre te venderé uno bien
barato: cien rublos.
-Muy bien. Aquí van los cien rublos. Dame el
espíritu.
Y, sin dudarlo un momento, el campesino le
dio al anciano todo el dinero que había conseguido por la venta de la vaca. El
viejo se guardó el dinero en el bolsillo y murmuró al oído del campesino:
«Cosecharás lo que siembres. Ése es el espíritu». Y luego desa-pareció.
«¿Qué habrá querido decir?», se preguntó el
campesino. «Yo me sé todos los proverbios, consejas y refranes que existen,
pero jamás se me había ocurrido pensar que podría ganar dinero con alguno de
ellos. Voy a intentar vendérselo a otro». Y comenzó a gritar:
-¡Vendo espíritus, espíritus de oro!...
Pero nadie le hacía el menor caso. Algunos,
incluso, le tomaban por loco y se reían de él sin recato:
-¿Habéis visto? Como cree que tiene demasiado
espíritu, quiere vendernos un poco.
-¡Eh, tú, saco de maldades! Si tanto espíritu
tienes, ¿por qué eres pobre?
Pero el campesino no perdía la esperanza, y
continuó gritando por las calles:
-¡Vendo espíritus! ¡A los buenos
espíritus!...
Así acabó por llegar ante las puertas del palacio
real. El rey, divertido, vio desde su balcón cómo aquel ingenuo campesino
intentaba en vano vender espíritus a los avispados ciudadanos. Le dio pena y le
llamó.
-Dime, amigo, ¿cómo es ese espíritu que
vendes?
-Es un espíritu muy útil, majestad.
-¿Y cuánto cuesta?
-Cien rublos.
-Toma cien rublos y dame ese espíritu -dijo
el rey.
El campesino se guardó el dinero y dijo al
rey con mucho misterio:
«Cosecharás lo que siembres. Ese es el
espíritu». ¡Que viva el rey!
-¿Cómo? -exclamó éste. ¿Te vas a ganar cien
rublos por cuatro míseras palabras?
-¡Que viva el rey! Yo, que soy muy pobre, he
pagado por esta simple frase cien rublos. Tú tendrías que pagar mil.
-Dime, ¿y eso por qué?
-Yo dirijo la vida de una sola familia,
majestad, en tanto que tú diriges la vida de todo un país. Por eso tú necesitas
un espíritu tan vasto como la mar.
-Me parece justo -dijo el rey. Para gobernar
hace falta mucho espíritu y mucha sabiduría. Pero lo que tú me has vendido sólo
representa una mínima gota de sabiduría...
-Muy cierto, mi rey. Pero la mar está formada
por gotas. Un hombre inteligente ha de estar siempre aprendiendo. Los mares acaban
en algún lugar, tienen un límite. La sabiduría es ilimitada.
-Que tengas larga vida, campesino. Dices
cosas muy sabias. Ahora regresa a tu casa, pero ven a verme de vez en cuando.
Hablaremos, y te volveré a recompensar por tus sabios consejos.
El rey apreció en mucho las palabras del campesino.
Se las decía a menudo a sus cortesanos y a sus sirvientes. Una mañana, cuando
su barbero iba a afeitarle, el rey le dijo en tono muy grave:
-»Cosecharás lo que siembres». Comprende bien
el significado de estas palabras, barbero: «Cosecharás lo que siembres».
Al oír estas palabras el barbero se puso a
temblar. Se le cayó al suelo su afiladísima y larga navaja y se echó de
rodillas ante el rey implorando:
-Perdón, rey mío, perdón para tu esclavo. Soy
inocente. Me han obligado... Os juro que yo no pensaba hacerlo...
El rey se quedó petrificado. Se puso en pie y
zarandeó al barbero.
-¿Qué te habían obligado a hacer? ¿Y quién?
¡Habla!
-Querían que te degollara... Pero yo no iba a
hacerlo.
Así fue cómo el rey descubrió la conspiración
que se había urdido para atentar contra su vida. Los traidores recibieron el
castigo merecido. En cuanto al campesino que vendía espíritus, cada vez que se
presentaba en palacio el rey le recibía amablemente y le recom-pensaba siempre.
-Me has salvado la vida, sabio campesino -le
decía.
A partir de aquel día los proverbios
populares fueron considerados como perlas de sabiduría y desde entonces pasan
de boca en boca y de generación en generación para que lleguen intactos hasta nuestros
hijos.
Fuente: Reine Cioulachtjian
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