Erase una vez una pobre viuda que tenía un solo hijo, al que quería más
que a la luz de sus ojos. Por toda riqueza tenían una oca.
Pasaban tantas necesidades que un día la
viuda le dijo a su hijo:
-Hijo mío, ve al mercado e intenta vender la
oca al mejor precio posible.
El joven acudió al mercado. Allí se
encontraba también el visir del rey. Era un hombre poderoso, malvado y
codicioso. Y al ver una oca tan cuidada y tan bien alimentada preguntó al
joven:
-¿Cuánto quieres por ese gorrión?
-¡No es un gorrión! -repuso el joven,
molesto.
-Si no es un gorrión, ¿qué es entonces?
-¡Una oca! ¡Y bien grande y rellena! ¡Y tú,
tú no eres más que un...!
Al ver lo que sucedía, uno de los que se
encontraba allí le dijo al joven:
-¡Eh, tú! No te metas en líos ¡Es el visir
del rey!
El muchacho, al darse cuenta de que era
peligroso llevarle la contraria, le vendió la oca por diez céntimos, que era lo
que costaba un gorrión. Y masculló: «¡Qué canalla! ¡No le importa robarles a
una viuda y a un huérfano! ¡Juro que me las pagará!»
Entonces se fue hacia la casa del visir y, merodeando
por allí, escuchó las órdenes que éste daba a su esposa:
-Cocina bien esta oca. Luego, colócala en una
fuente de oro y cúbrela con un chal de Kirman. A las siete enviaré a alguien a
por ella para que la comamos el rey y yo.
Pocos minutos antes de dicha hora, el joven,
vestido con sus mejores ropas, se presentó ante la esposa del visir:
-El señor me ha enviado a por la oca.
La esposa del visir, como no tenía motivos
para desconfiar, le entregó la oca en la fuente de oro y la cubrió con un chal
de Kirman. Con tan preciosa carga, el muchacho se fue a su casa y allí su madre
y él se comieron la oca. Por la noche fue al palacio y pegó en sus muros un
cartel con el siguiente escrito:
Vendedor de ocas soy,
soy vendedor de ocas;
bromas sé hacer unas pocas;
ésta ha sido la menor,
luego vendrá la peor;
llevarte una oca por un gorrión
te va a costar un montón.
El visir, que enseguida se reconoció en esta
sátira, se enfadó muchísimo y de inmediato envió a dos guardias a que
encontrasen a quien había pegado el cartel.
Los guardias no sabían qué hacer ni adónde
ir. ¿Llamar a las puertas de todas las casas? ¿Registrarlas una a una? No
acabarían ni en una semana. ¿Dónde podrían encontrar al vendedor de ocas?
Después de pensárselo mucho llegaron a la conclusión de que el mejor sitio para
buscarlo era en el mercado. No se equivocaron pues el joven también estaba
allí, instalado en un pequeño tenderete abandonado.
Los guardias se abrieron paso por entre los
puestos, que ofrecían a sus clientes pirámides de sandías, algunas abiertas por
la mitad y mostrando su carne roja y sus pepitas negras y relucientes, o de
berenjenas, ataviadas de lustrosos ropajes de color morado como los de los
imanes.
En grandes barreños de cobre estañado, junto
a verdaderas montañas de aceitunas verdes y negras y bandejas de cidras
encurtidas, las fragancias de la canela y el clavo se mezclaban con los aromas
de nuez moscada y de comino. Las hileras de pimientos rojos enhebrados como
perlas, tendidos de un puesto a otro, entorpecían el avance de los guardias,
que los apartaban a manotazos y los hacían caer sobre fuentes de mermelada de
rosas, con grandes pérdidas para los vendedores.
Los guardias interrogaban a los comerciantes
y a todo el que pasaba, pero nadie sabía o quería saber quién había vendido una
oca... quién la había comprado... quién se la había comido... Cuando le llegó
el turno al joven y le interrogaron, éste se echó a reír:
-¿De veras creéis que vestidos así vais a
averiguar algo? -dijo a los guardias. Si queréis encontrar a ese individuo,
quitaos los uniformes y las espadas, dejadlos aquí y vestíos de mendigos.
Los guardias agradecieron mucho el consejo
del muchacho y dejaron allí sus uniformes. Luego, vestidos con harapos,
continuaron la búsqueda. Cuando se hizo de noche y regresaron con las manos
vacías a recuperar sus ropas, el puesto ya estaba cerrado y el muchacho había
desaparecido. Y así, vestidos con andrajos, humillados y avergonzados,
regresaron al palacio, donde el rey y el visir, al verlos, estallaron en
cólera.
A la mañana siguiente, en otro cartel pegado
en los muros del palacio se leía:
Vendedor de ocas soy,
soy vendedor de ocas;
bromas sé hacer unas pocas;
ésta ha sido la menor,
luego vendrá la peor;
me robaste lo que es mío,
yo de tus guardias me río.
El visir y el rey estaban furiosos. ¿Quién
era aquel insensato que osaba desafiarles?
En aquel tiempo se estaban organizando grandes
fiestas por todo el reino pues el rey iba a casar a su única hija con el hijo
del visir. La princesa no le amaba y todo el país lo sabía y lo comprendía. El
hijo del visir, digno heredero de las virtudes de su padre, era más malo que la
peste, sumamente avaricioso, tan corrupto como una hiena en putrefacción e
inmensamente rico. Se decía que era incluso más rico que el rey... Pero a la
princesa no le importaban las riquezas. Prefería un marido amable y cariñoso a
aquel buitre sin escrúpulos.
-Jamás me casaré con el hijo de tu visir -le
dijo a su padre. Es un malvado.
Las súplicas y las amenazas del rey no
sirvieron de nada: no podía convencer a la princesa. En las tabernas del reino
se hacían apuestas sobre quién ganaría, si el rey o su hija. Nuestro joven
comprendió enseguida que, con un poco de astucia, podía beneficiarse de aquella
situación.
Se puso ropa de mujer, se engalanó bien y se
dirigió al palacio, donde se hizo anunciar como amiga de la princesa. Le
dejaron entrar. Los criados decían: quién sabe, tal vez esta bella joven
consiga hacer entrar en razón a la princesa.
Ésta, encerrada en sus habitaciones, temía
que su padre el rey la obligara a aceptar aquel odiado matrimonio. De hecho,
habría abandonado el palacio días antes de no haber estado estrechamente
vigilada.
Nuestro intrépido joven entró y le dijo:
-¡No llores más hermanita! Cambiaremos
nuestras vestidos. Yo me quedaré aquí y tú irás a esconderte por algún tiempo a
casa de mi madre. La princesa agradeció a aquella extraña amiga, que aparecía
como caída del cielo, su intento de salvarla de un horrible destino. Franqueó
fácilmente las siete barreras de guardias y llegó sin la menor dificultad a la
casa del joven.
Al llegar la noche, el rey entró en las habitaciones
de su hija donde el joven, envuelto en los velos de la princesa, aparentaba
llorar inconsolablemente. El rey no se enterneció:
-Hija mía, debes aceptar este matrimonio
porque ésa es mi voluntad. Ya están hechos todos los preparativos. No pienso
ser la mofa del pueblo ni quiero traicionar a mi corazón. Esta misma noche te
casarás con el hijo del visir.
-Está bien, padre, pero a cambio de mi
consentimiento deseo pedirte un favor.
-Habla, hija mía, te concederé lo que me
pidas.
-Quiero que, antes de la boda, mi futuro
esposo y yo podamos dar un paseo por la ciudad con entera libertad, sin nadie
por las calles, ninguna luz, ningún guardia, ningún curioso. Sólo así me casaré
con el hijo del visir.
Los ojos del rey se iluminaron y afirmó:
-Esta misma noche se cumplirán tus deseos.
Al llegar la noche, la ciudad quedó envuelta
en una lúgubre atmósfera: todo estaba en absoluta quietud. Nadie salía de su
casa y los guardias permanecían recluidos en sus cuarteles. Hasta los mendigos
tuvieron que esconderse. El joven, disfrazado siempre con las ropas de la
princesa y el rostro oculto tras un velo, se paseó en compañía de su «novio»,
el hijo del visir. El paseo les llevó por diversos puntos de la ciudad, y el
novio se comportó como digno hijo de su padre.
-Éste es el cuartel de artillería -decía.
Cuando sea rey todos me obedecerán sin rechistar.
Luego, algo más allá, comentó:
-Este es el barrio más pobre. Cuando sea rey
echaré de la ciudad a toda esta basura.
Y así constantemente. Por último, llegaron
hasta el patíbulo de la horca. -Este es mi sitio preferido -dijo el novio.
Cuando sea rey haré ahorcar a todos los que se me opongan y confiscaré todos
sus bienes para engrosar mis arcas.
-¿Hay que atarles las manos a los condenados
a muerte? -preguntó la «princesa».
-¡Naturalmente! Es para que no se resistan.
Mira -dijo el novio sacando del bolsillo de su jubón unos fuertes cordeles de
cáñamo. Siempre llevo conmigo estas cuerdas. Son para atar las manos de todos a
los que pienso ahorcar.
Cuando le estaba enseñando las cuerdas a la
«princesa», ésta se las arrebató y, rápidamente, rodeándole con ellas, lo ató
como a un pavo, listo para asar.
La falsa princesa se quitó el disfraz y
arrastró hasta una oscura cueva al sorprendido y horrorizado hijo del visir.
Más tarde el joven pegó en los muros del
palacio otro cartel que decía:
Vendedor de ocas soy,
soy vendedor de ocas;
bromas sé hacer unas pocas;
ésta ha sido la menor,
luego vendrá la peor;
no vuelvas a robar nunca
o enviaré a tu hijo a la tumba.
Al día siguiente, al alba, el rey fue informado
de que su hija y su futuro yerno habían desaparecido y de que el individuo que
pegaba carteles había dejado un nuevo mensaje. Mandó llamar a su visir. Pero
éste, muy preocupado por la falta de noticias de su hijo tras el paseo de la
noche anterior, estaba ya en el palacio. Cuando leyó el texto del cartel, se hincó
de rodillas a los pies del rey.
-Perdonadme, majestad... Renuncio a todo...
Renuncio a todo...
La angustia que le embargaba le impedía
expresarse coherente-mente. El rey, que no entendía lo que decía su visir, hizo
que se hiciese pública la noticia de que nada le sucedería al vendedor de ocas
si se daba a conocer, explicaba sus razones y liberaba a la princesa y al hijo
del visir.
Entonces nuestro héroe se presentó con ellos
en el palacio.
Allí relató al rey cómo el visir y su hijo se
valían de su cargo para engañar, robar y expoliar sin piedad a los pobres
ciudadanos, abusando de la confianza que el rey había depositado en ellos. Los
dos miserables se hincaron de rodillas ante el rey y renunciaron a todos sus
privilegios. El rey hizo que sus guardias los condujesen, entre los abucheos
del pueblo, fuera de las fronteras del reino y confiscó todos los bienes que de
modo tan infame habían obtenido. Y, puesto que estaban ya hechos todos los
preparativos de la boda, preguntó a su hija y al vendedor de ocas si deseaban
unir sus destinos, y ambos se apresuraron a decir que sí.
La historia nos dice que para aquella solemne
ocasión la princesa se vistió con el traje de siete velos de seda de las recién
casadas: primero el blanco, puro como ella; en segundo lugar el de atercio-pelados
pétalos de rosa; tercero, el verde hierba de primavera; cuarto, el de color
albaricoque, perfumado de miel y almizcle; quinto, el amarillo, ardiente llama
de sol; sexto, el sereno azul de las noches estrelladas, y séptimo el rojo, apasionado
como la vida misma. Luego trenzaron sus preciosos cabellos con hilo de oro y
con perlas. Cuando, tras la ceremonia, recorrió las principales calles del
brazo de su marido, el pueblo, alborozado, no dejó de lanzar a su paso pétalos
de rosas y jazmines para que en su nuevo hogar solamente hubiera goces y
deleites.
«Que la luz esté en tus ojos», gritaba la
muchedumbre al verlos pasar. El rey hizo repartir mil monedas de oro,
procedentes de las arcas del visir, entre los más pobres, y la fiesta duró siete
días y siete noches. Se cuenta que el vino salía a chorros por los surtidores
de las fuentes de todo el reino. El vendedor de ocas y su esposa vivieron
felices y tuvieron muchos hijos, todos tan bellos como su madre y tan astutos
como su padre.
Fuente: Reine Cioulachtjian
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