Erase una vez una familia muy pobre, compuesta
por los padres, Florencio y Amaranta, y por sus dos hijos, Florencito y
Amarantita. Tenía tal necesidad la familia, que todas las mañanas se veía
obligado el buen Florencio a ir hasta el matadero para comprar a muy bajo
precio las tripas de las reses allí sacrificadas. A la postre, y dada la
destreza culinaria de Amaranta, las tripas se convertían en un alimento de
grato sabor.
Tenían una vecina, llamada Mariquita, que un
día se dirigió a la choza de Florencio y Amaranta para pedirles un poco de sal.
Al ver a Amaranta guisando aquellas repugnantes tripas, le dijo:
-Las compra Florencio en el matadero que hay
cerca del cemen-terio, ¿verdad?
-Así es -respondió Amaranta.
Entonces Mariquita les contó que aquellas
tripas no eran de animales, sino de fantasmas.
-¡Qué cosas dices! -exclamó el buen Florencio
echándose a reír.
-Es verdad -insistió Mariquita. El cura es el
que hace eso; es un brujo.
Poco después murió Mariquita.
Una mañana en la que Florencio iba al
matadero, vio venir hacia él una manada de toros. Cuando llegaron a su altura,
oyó algo en extremo curioso: un toro le preguntaba a otro, en el idioma de los
cristiapos, si era la primera vez que iba al matadero. El toro preguntado
respondió que no; que era la tercera vez que lo mataban.
Al poco rato vio pasar a una hermosa vaca, de
cuyos ojos brotaban abundantes lágrimas que resbalaban por su hocico, y que
lanzaba suspiros de mujer atribulada.
Florencio se dirigió a ella y le preguntó qué
le sucedía. La vaca contestó que lloraba porque estaba muerta.
-¿No me conoces? -dijo. Soy Mariquita. He
muerto por contaros que el cura convierte a la gente en 'reses.
Entonces contó a Florencio cómo el cura, todas
las noches, iba al camposanto y mediante un extraño poder que tenía convertía a
los muertos en ganado, los llevaba al matadero y se enriquecía así vendiendo su
carne.
En cuanto llegó a su choza, Florencio contó a
su Amaranta la conversación que tuviese con la vaca. Amaranta creyó todo
aquello; mas como Florencio no terminara de creérselo, decidió ir a
preguntárselo en persona al cura. A pesar de la oposición de ella, no cejó en
su empeño.
Al día siguiente, muy temprano, se encaminó a
la iglesia en busca del cura. Amaranta le siguió hasta la puerta.
El cura le recibió muy bien y le preguntó por
el motivo de su visita.
-¿Es verdad que usted convierte a los muertos
en reses? -le preguntó el buen Florencio.
El cura aseguró que aquello era una patraña.
Luego trató de sonsacar a Florencio quién le había dicho semejante cosa. Al
enterarse de que había sido la difunta Mariquita, frunció el ceño.
Luego preguntó a Florencio si había comentado
con alguien aquella falsa historia.
-Sólo con mi Amaranta -dijo el buen hombre.
Aquello supuso el fin del infeliz Florencio.
Amaranta esperó mucho rato a la puerta de la iglesia, sin que su marido
apareciese. Al cabo de un tiempo, vio a un precioso toro negro con manchas
blancas en el rabo y en el pecho que salía de la iglesia y que se alejaba.
Cansada de esperar, volvió a su casa. Florencio no regresó. Todos creyeron que
había muerto y la gente empezó a llamar a su esposa la viuda Amaranta.
Ella se tuvo que poner a trabajar para sacar
adelante a sus hijos. Por ayudar a la recolección a sus vecinos, recibía algún
dinero y con eso vivía.
Una mañana, en la que se hallaba segando en el
campo, se le acercó un hombre muy hermoso. Amaranta sintió gran extrañeza por
aquella súbita presenpia de hombre tan bello.
-Dedícate a tejer cintas -dijo el extraño, y
también cinturones y fajas, que ya verás cómo.ganas más que segando en el
campo. Además, si así lo haces, dispondrás de buenos vestidos para tus hijos y
tú podrás quitarte esos harapos que llevas.
Amaranta le contestó que seguiría de buen
grado su consejo; pero que no tenía lana ni dinero para comprarla.
Entonces el extraño le dio lana de todos los
colores.
-Gracias -dijo ella. ¿Acaso eres Tepozton?
-Sí, yo soy Tepozton. Cuida de tus hijos y que
seas feliz.
Y tras decir esto, desapareció tan
misteriosamente como llegara.
Amaranta empezó a tejer. Ganaba más dinero
que' segando y tanto ella como sus hijos iban bien vestidos y limpios.
Pero llegó un día en el que se le acabó la
lana, y de nuevo volvió la miseria a su ya pobre hogar. Tan angustiada se
sentía, que no hacía sino repetir:
-¡Si viviera mi marido!
Una mañana, nada más levantarse y nada más
proferir este lamento, un gran toro entró por la puerta de su choza.
Era el buen Florencio. El cura le había
convertido en toro y se había escapado de la cerca del ganado. Los caporales lo
perseguían y llamaban a la puerta. Su esposa le escondió entre unas esteras y
unas arpilleras y abrió. Nada encontraron aquellos hombres armados con
garrochas.
Cuando se fueron, Amaranta besó y abrazó a su
querido esposo, y éste volvió a recobrar su figura de humano. Pasó algunas
horas con su familia; mas cuando comenzaron a sonar las campanas de la iglesia,
se convirtió de nuevo en toro y hubo de despedirse de los suyos.
Antes de partir dijo a su esposa que dentro de
unos días se celebraría una corrida de toros. El era uno de los toros que se
iban a lidiar. Al mejor torero se le darían doscientos pesos en premio a su
faena, y propuso a la fiel Amaranta que cuando él saltara al ruedo se fijara,
para que pudiera reconocerlo, en las manchas blancas de su pecho y de su rabo.
Nadie se atrevería a torearlo, ya que pensaba ser fiero, y ella, entonces,
debería arrojarse al ruedo provista de una capa roja. No le haría ningún daño,
pues sería noble y pastueño con ella, y así podría ganarse los doscientos pesos
de premio.
Besó Florencio a su esposa y a sus hijos, y
salió raudo. En cuanto ellos le besaron volvió a convertirse en toro.
El día de la corrida, Amaranta, con una capa
roja, se dirigió a la plaza siguiendo el consejo del esposo. Se colocó cerca
del ruedo y esperó la salida del toro con manchas blancas en el pecho y en el
rabo.
El primer toro en saltar a la arena era
completamente negro; el segundo tenía algunas manchas blancas, pero no era
Florencio. Salió el tercer toro. Era muy grande y muy fiero; tenía manchas
blancas en el pecho y en el rabo, y nadie se atrevía a lidiarlo. Amaranta
estaba segura de que se trataba de Florencio. Cuando un torero intentó darle un
capotazo, le pegó tal embestida que lo echó por los aires, yendo a caer el
hombre fuera de la plaza y malamente herido. Nadie más se atrevió a torearlo.
Amaranta, entonces, bajó al ruedo.
La tomaron por una loca. El toro se abalanzó
contra ella; pero Amaranta, impasible, dio un bonito lance. La gente seguía
asustada.
Siguió toreando y toreando Amaranta, entre el
entusiasmo de los espectadores, y al fin, montando la espada, mató de una
certera estocada a Florencio.
Ganó Amaranta el premio de los doscientos
pesos, y ella y sus hijos tuvieron en lo sucesivo buenos alimentos, aunque no
podían superar la tristeza causada por la muerte del esposo y padre.
Pero un muchacho de noble corazón, llamado
Chucho, puso fin a la pena de Amaranta y de sus hijos.
Chucho y sus padres vivían en una cabaña. Sólo
tenían unas pobres tierras y un cocotero. Los cocos eran su único alimento.
Pero, a pesar de tanta pobreza, vivían felizmente.
El padre de Chucho, un mal día, murió. La
madre tuvo entonces que ocuparse de todo.
Una noche, mientras dormían madre e hijo, un
travieso y saltarín mono empujó una gran piedra hasta la entrada de la choza,
tapando él paso a la misma. Chucho, a la mañana siguiente, intentó quitarla de
allí; pero no podía. Viéndose encerrados, comenzaron a pedir socorro. Un
hombre, que llevaba sus mulas al río, oyó al fin aquellos gritos; y gracias a
él pudieron salir de la choza.
El hombre de las mulas se enamoró de la madre
de Chucho y a la postre se casó con ella. Entonces, la inadre y el hijo se
fueron a vivir al pueblo. El hombre de las mulas se ganaba la vida acarreando
trigo, ganado y cocos, y todo lo que a buen precio pudiera vender en los
mercados de la región. Chucho le acompañaba en sus viajes.
Un día, estando Chucho en el mercado de la
ciudad, se le acercó un chiquillo que se llamaba Joselito.
Pronto se hicieron amigos. Al preguntarle Chucho
por su oficio, Joselito respondió que no tenía trabajo, luego de que dejara su
oficio de campanero en la iglesia, pues no podía seguir allí. Todas las noches,
cuando subía a tocar las campanas, oía en la iglesia unos extraños lamentos, y
cuando bajaba para ver de qué se trataba, sentía que una mano le jalaba del
pelo. joselito estaba seguro de que se trataba de un fantasma. Además, todo el
mundo decía que el cura era un malvado que convertía a las gentes en animales.
Chucho, sorprendido por tan fantástica
historia, dijo:
-Yo iré a tocar las campanas por ti.
Así lo hizo, y aquella noche se quedó en la
ciudad. Al poco de llegar a la iglesia, oyó un extraño lamento. Después, desde
detrás del altar en donde se había escondido, vio a un hombre armado de un cuchillo
y a una mujer que le acompañaba. Eran ladrones. Robaron sagrados cálices y las
riquezas que encontraron, y todo lo echaban a su saco. Poco después apareció el
cura.
Los ladrones se dirigieron a él, diciéndole:
-Esta es tu parte.
Le entregaron una buena cantidad de lo robado.
-Marchaos pronto -dijo el cura; es la hora de
tocar las campanas y pronto vendrá gente a la iglesia.
-Podemos subir al campanario y asustar al
muchacho que toca las campanas, para que no lo haga. Así no vendrá nadie a
rezar a la iglesia.
Al cura le pareció bien la idea, pero dijo que
él , se ocuparía del chiquillo.
Cuando Chucho subió a la torre para tocar las
campanas, oyó un alarido fantasmal. Era el cura.
Chucho se dio cuenta, y echándose a reír lanzó
también él un no menos fantasmal alarido mientras tocaba las campanas.
El cura, en vista de que aquello no le diera
el resultado apetecido, empezó a jalarle por los pelos. Pero Chucho seguía
tocando las campanas, cual, si nada ocurriese. El cura, furioso, le arrancó
mechones enteros de cabello. Chucho, volviéndose rápidamente, empujó al cura,
el cual, sin poder guardar el equilibrio, cayó por uno de los huecos del
campanario.
Al chocar contra el suelo se hizo pedazos, y
aquellos pedazos al poco se convirtieron en humo, para regocijo de las gentes
que iban llegando a la iglesia.
Aquellas mismas gentes hicieron prisioneros a
los ladrones, y Chucho, desde el campanario recibió los aplausos de la multitud
allí abajo congregada.
Todos los que fueran convertidos en animales
por el cura, todos los que en su condición de reses fueran sacrificados,
volvieron a la vida humana y regresaron a sus hogares con sus familias.
Amaranta y Florencio volvieron a vivir
felizmente junto a sus hijos.
-Chucho debe ser Tepozton, el dios que llena
de felicidad a los pobres, no hay duda -decían las gentes del lugar.
Pero cuando alguien se lo preguntaba, el buen
muchacho respondía:
-¿Cómo voy a ser Tepozton si soy Chucho, el
vendedor de los mercados?
0.063.1 anonimo (mexico) - 023
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