Jacinto Portillo fue un soldado español que
llegó a México junto a Hernán Cortés. Portillo era valiente; nadie le vio jamás
dar la espalda a la batalla, ni en los peores momentos. Mas era inmisericorde
con los vencidos.
Cuando se dio fin a la conquista, Portillo
accedió al cargo de gobernador de los pueblos de Tlatlauhquitepec y Huey
Tlalpan. Desde su cargo, y enceguecido por la codicia, impuso tales tributos
que los habitantes de aquellos pueblos apenas podían comer. Portillo era, cada
vez más, un hombre violento y colérico. De tan cruel y soberbio, por la más
leve falta abofeteaba y causaba otros daños a quienes a él estaban sometidos.
Tanto uso hacía de su grueso cinturón para golpear a los indios, que éstos, en
vez de por su nombre, le conocían por el de Cintos...
Ordenó a sus criados un día, el malvado
Cintos, que fueran a recoger el tributo que los indios debían entregarle. Pero
aquellas pobres gentes, de tan cansadas de sufrir como estaban, se negaron a
pagar. Los sirvientes de Cintos mostraron su asombro ante aquella negativa, que
era, empero, muy pacífica. No estaban acostumbrados a semejantes desplantes.
Temían, además, que su amo descargase en ellos la cólera que tal negativa
habría de provocarle.
-No podemos entregaros más, señor -dijo uno de
los indios al que parecía encabezar el grupo de recaudadores.
Los españoles, entonces, hicieron restallar
sus látigos sobre las cabezas de los indios y éstos se encolerizaron.
Prendieron a los criados de Cintos, los llevaron al bosque y allí, ante un
ídolo que guardaban escondido entre las hojas, procedieron a sacrificarlos.
Sólo uno de aquellos hombres pudo escapar para
dar cuenta de lo sucedido a Cintos.
-Ahora sabrán quién es Portillo -sentenció el
malvado Cintos.
Montó en uno de sus soberbios caballos y al
galope partió hacia las tierras de los indios, confiado en que con su mera
presencia desataría el pánico entre ellos.
Las cosas, sin embargo, no resultaron tal y
como Cintos las había imaginado. Los indios, ya exaltados, y sabedores de que
nada bueno les esperaba, decidieron hacerle frente. Cintos no vio sino caras de
feroz gesto, ojos de fuego... Comenzó a insultar a los indios, para armarse de
valor. Y una lluvia de flechas, de repente, cayó sobre él. Pudo escapar a uña
de caballo, pero sólo un corto trecho. Herida al fin su montura por una de
aquellas flechas, cayó a tierra. Corrió desesperadamente, con las flechas
silbándole en los oídos, y al cabo pudo arrojarse a las aguas de un río, en las
cuales desapareció ante los ojos de sus perseguidores. Los indios, dándole por
muerto, volvieron a su tierra.
Cintos, sin embargo, había logrado sobrevivir.
A nado llegó hasta la otra orilla. Curó sus heridas con el jugo de algunas
plantas, y abatido por el cansancio, aunque su primera intención fuera la de
volver cuanto antes a sus dominios, quedó sumido en un hondo sueño.
Allí, y en sueños, se le aparecieron dos
ángeles. Uno de ellos, lleno de dolor y de espanto, refería al otro los
desmanes de aquel soldado español, ofreciéndole toda suerte de detalles acerca
de su crueldad. Cuando Cintos despertó, impresionado por aquel sueño, no pudo
levantarse de donde estaba. Sólo a rastras consiguió llegar hasta el tronco de
un frondoso árbol, y allí, muy emocionado, meditó sobre lo que le aconteciera.
Se vio entonces tan miserable, tan dejado de la mano de Dios, tan cruel, en
suma, que se sintió invadido por una profunda lástima de sí mismo, en medio de
la cual no cesaba de dar gracias a Dios por haberle salvado, inmerecidamente,
de la muerte a manos de aquellos indios a los que con tanta saña maltratase.
Hizo el firme juramento de que en adelante
llevaría una vida más cristiana. La noche había caído ya sobre el bosque, y
como sintiera que le volvían las fuerzas, decidió ponerse en pie para regresar
a lugar civilizado.
Caminaba penosamente, pues aún sentía fuertes
dolores, cuando un embozado le salió al paso. Cintos, lleno de asombro, quedó
inmóvil. La extraña figura le dio entonces un empujón en el pecho, y Cintos
cayó de espaldas al suelo.
-¿Quién eres? -preguntó aterrorizado desde el
suelo.
La figura embozada nada contestó. Sacó de
debajo del embozo un garrote y molió a palos al ya maltrecho Cintos.
-¡Dios me asista! -clamó el soldado español.
Y, al instante, la figura desapareció
llenándolo todo con un misterioso resplandor dorado.
No tuvo duda Cintos de que se trataba del
propio Dios, y fue entonces cuando tomó la decisión de llevar en lo sucesivo
una vida de penitencia.
Pudo llegar al fin hasta su palacete, ante el
asombro de sus criados y de los soldados puestos bajo sus órdenes. En los días
que siguieron al del extraño suceso, y mientras sanaba, quienes le rodeaban se
hacían cruces ante el notabilísimo cambio operado en el ayer altivo Portillo.
Ahora era bondadoso en grado sumo; daba las gracias por los servicios
prestados; y pedía perdón, de continuo, por su comportamiento de otros tiempos.
Cuando curó del todo, y ante el estupor de sus
súbditos, llamó al escribano y renunció a todas sus riquezas y a todos sus
cargos.
Recompensó a quienes en el pasado dañara, y
entregó sus bienes a la Corona española, bajo la condición de que las personas
que antes le entregaban sus tributos quedaran exentas de tal contribu-ción.
Efectuado todo esto, marchó al convento de los
franciscanos tras despedirse de los placeres del mundo.
-¿Qué deseas, hermano? -le preguntó un lego.
-Quiero prosternarme ante el padre prior -dijo
Cintos.
Sólo entonces reconoció el hermano lego a
quien llamaba a las puertas del convento, y se estremeció. Aún no tenían noticia
los frailes del cambio operado en el malvado Cintos, cuyas fechorías les eran
referidas de continuo por los indios. Corrió en busca del padre prior, sin
embargo, y éste, al poco, presentose a Portillo.
-¿Qué deseáis de mí, señor?
Cintos, ante el evidente temor del buen
franciscano, se puso de rodillas.
-Padre -dijo Cintos con voz temblorosa, deseo
vuestro consenti-miento para que pueda entrar como lego en el convento que
dirigís. Quiero hacer vida de penitencia y lavar así mis gravísimas culpas.
El prior no salía de su asombro.
-Padre -prosiguió Cintos, sé que mi solicitud
de ingreso en vuestro convento os ha de parecer extraña, forzosamente extraña.
Mas Dios me ha concedido la gracia de abrirme los ojos a la verdadera vida.
El padre prior, entonces, rogó a Cintos que se
levantase y que le contara cómo se había producido su vehemente rectificación.
Cuando concluyó su relato, Cintos obtuvo del
prior consentimiento para morar entre los frailes como lego.
En poco tiempo aquel hombre fue otro. Hacía
vida de penitencia, pero en su rostro siempre lucía una sonrisa. Sentía tanto
celo por la salvación de las almas de los indios, que un día, cuando varios
frailes se disponían a partir hacia Zacatecas para convertir a los infieles,
Cintos se presentó al prior.
-Padre, permitidme que vaya junto a mis
hermanos -pidió.
El prior dudó.
-Padre -insistió el lego Cintos, ellos podrán
hablar a los infieles mientras yo les preparo la comida. Permitidme ir con
ellos.
-Ve con ellos, hijo -dijo el prior. Sé que les
procurarás gran ayuda.
Así fue como Portillo, el soldado español
conocido como el malvado Cintos, pasó a Zacatecas y sirvió allí a los frailes
en la difícil misión de convertir a los indios a la fe de Cristo.
En cierta ocasión, y tras muchas jornadas de
camino, se acabaron las provisiones de los frailes. Tuvieron, además, que
adentrarse en el bosque para escapar de algunos grupos de indios que miraban a
los misioneros con mucha hostilidad. Junto a las turbias aguas de un caudaloso
río, los frailes, hambrientos, acechaban la aparición de algún pez, a pesar de
que sabían lo muy difícil que era pescar sin aparejo.
-No miréis con tanta nostalgia, hermanos, pues
no ha de ser el río el que nos conceda alimentos -dijo un fraile. Tenemos que
salir de este bosque y continuar predicando, que Dios proveerá.
Cintos, a la sazón, oraba alejado de sus
hermanos.
-Antes -dijo al fin- deberíamos intentar la
pesca de algún pez, pues el hambre no nos permitirá caminar.
-Bien sabes, hermano, que en estas aguas no se
puede pescar sin aparejo -dijo un fraile.
-Tengamos fe en Dios -se limitó a decir
Cintos.
Se miraron los frailes entre sí, y se
decidieron a pescar. Lanzaron los hábitos de uno de ellos a las aguas, a modo
de red, y al poco aquella tela apareció llena de peces. Tuvieron comida para
muchos días. La fe de Cintos les había salvado de morir de hambre.
Cintos, durante muchos años, anduvo entre los
indios ayudando a los misioneros. Ya anciano, vivió en el convento franciscano
del Valle del Guadiana, mas ni siquiera la edad mermaba su fe y sus fuerzas.
Tanto afán de hacer el bien tenía que caminaba de un lado al otro en busca de
quien necesitase de su ayuda.
-Hermano -dijo una tarde al lego portero de su
convento, ya no habré de darte más trabajo en esta. vida.
-¿Acaso piensas morir pronto? -preguntó el
portero.
-Cierto es. Sé que moriré en breve.
El lego portero se tomó a broma de viejo
aquellas palabras.
Al día siguiente tuvo Cintos noticia de que un
indio estaba enfermo y no tenía hogar donde reposar. Partió de inmediato Cintos
en su busca. En brazos llevó al indio hasta su propia celda, y allí, con la
ayuda de los otros frailes, le prodigó toda clase de cuidados. De pronto, un
alacrán que subía por la pared de la celda, picó la mano del hermano. Los
frailes que con él estaban se horrorizaron.
-No os asustéis, hermanos -dijo Cintos. Bien
sabía yo que uno de estos días Dios vendría a buscarme. Ya lo ha hecho,
valiéndose de este pequeño alacrán.
De inmediato comenzó a cantar salmos de
alabanza, mientras los demás franciscanos trataban de poner remedio a los
dolores que el lego sufría en silencio, sin exhalar una queja.
A los dos días, el 20 de septiembre de 1566,
moría el lego bajo el hábito de San Francisco.
Algunos años después de su muerte trasladaron
el cadáver a otra sepultura, y los frailes que esa tarea hacían lo encontraron
incorrupto y oliendo a rosas. Cintos, el malvado Cintos, era ya un santo.
0.063.1 anonimo (mexico) - 023
No hay comentarios:
Publicar un comentario