En la ciudad de México, y desde hace ya muchos
años, al sonar las campanadas de la medianoche en la catedral, recorre las
calles desiertas y oscuras una mujer vestida de blanco que lanza agudos
gemidos, los cuales aterran a cuantos tienen la desgracia de oírlos, ya porque
no duermen, ya porque la curiosidad les domina y les hace esperar, en vela, el
paso de la mujer que pena de un extremo a otro de la ciudad, buscando la
redención de su alma merced al llanto.
A finales del siglo XVI vivía sola, en una
humilde casita de una callejuela oscura, una bellísima joven llamada Luisa.
Cada día era mayor el número de sus admiradores, los cuales, deseosos de
contemplarla, pasaban a todas horas y animaban la callecita antes solitaria.
No era extraño oír por las noches, en
consecuencia, trovas y endechas de galanes enamorados. Y algunas veces, al
sorprenderles la ronda de los guardias, la noche era testigo de riñas y de
puñaladas que dejaban un rastro de sangre en la calle.
La puerta y las ventanas de la casa de Luisa,
sin embargo, permanecían siempre cerradas, como si nadie viviera allí. Jamás se
oyó rumor alguno, ni se dejó traslucir un rayo de luz por las rendijas.
La callejuela hacía un recodo cerca de la casa
de Luisa; allí, en una modesta hornacina, se veneraba la borrosa imagen de un
santo, a quien una mano devota y caritativa encendía todas las noches un
pequeño farolillo. En las noches sin luna, oscuras y largas, o cuando la.lluvia
o el viento espantaban a los cantores galanes, se oían unos pasos misteriosos
que se acercaban con mucho cuidado. Al tiempo, y con gran precaución, se abría
la puerta de la casa en donde moraba la hermosa Luisa, y salía de ella una
mujer cubierta por un manto, que se acercaba al retablo, bajo la luz del farolillo,
para reunirse con un hombre que allí la esperaba embozado en su capa. Quedaban
en lánguida plática hasta que el alba daba por concluido el amoroso diálogo.
Una mañana, los vecinos del barrio se
sorprendieron al ver las puertas y las ventanas de la casa de Luisa abiertas de
par en par, y sin que la joven apareciese. La nueva, de inmediato, corrió por
la ciudad y no hubo persona que no pasara de largo por la callejuela, para
cerciorarse de que era cierta la noticia, la cual se había convertido en el escándalo
de todo México.
Los curiosos allí arremolinados hacían mil
alusiones al lance, barajando nombres, especulando con títulos y con cargos,
pronun-ciados en voz baja, para referirse al por qué de la desaparición de la
bella. Poco a poco, y con el correr de los días, las gentes fueron olvidando el
suceso y no volvieron a nombrar a Luisa ni a su desconocido galán. La calle
volvió a quedar olvidada y desierta, y en las noches oscuras, el farolillo que
alumbraba al santo no volvió a cobijar rondas, ni alumbró más serenatas.
En un apartado rincón de la ciudad, formó su
nido de amor no santificado el galán heredero de los Montes-Claros. Allí fue
feliz Luisa, consagrada a su pasión por don Nuño y al tierno amor de sus tres
hijos. Su existencia, apacible durante aquellos años, fue poco a poco
tornándose inquieta y amarga. La ardiente pasión que don Nuño de los
Montes-Claros le mostrara iba cambiando, sin que ella diera lugar a desvío
semejante. Olvidaba su costumbre de visitarla diariamente, y llegó hasta dejar
de hacerlo durante toda una semana. Cuando se dignaba ir a ver a su amante y a
los hijos que con ella tuviera, Luisa le recíbía con el mismo amor de siempre,
sin lograr retenerlo, no obstante, más de un breve rato, quedandc luego
agraviada y con el llanto en los ojos, aún desnuda en el lecho.
Una noche, al toque de queda, mecía Luisa en
sus brazos al más pequeño de sus hijos junto a un balcón abierto. La luna,
hermosa aquella noche, iluminaba su triste semblante, por el que resbalaban
lágrimas que a raudales brotaban de sus ojos. De pronto, movida por un impulso
misterioso, colocó al niño en su cuna, y envuelta en un negro mantón se echó a
la calle. Sin saber a dónde ir, le llevaron sus pasos frente al palacio de los
Montes-Claros. Los balcones del palacio, abiertos de par en par, lucían
hermosas luminarias y dejaban salir la alegre música de una fiesta. Se
escuchaban, desde la calle, las animadas voces de la concurrencia y el chocar
de los vasos en el brindis, fodo ello mezclado con risas y con aplausos.
Luisa no comprendía cómo podía mostrarse tan
contento quien la hacía, con su desdén, penar muy hondamente. Se acercó con
resolución a unos lacayos que había en la puerta, y preguntó cuál era el motivo
de la fiesta.
-Esta mañana se ha casado don Nuño de los
Montes-Claros -le dijeron.
Su amante, en efecto, había contraído sagradas
nupcias con una mujer de noble cuna, como él lo era.
Luisa, inmóvil y con el corazón helado, quedó
largo rato junto a la puerta. Sin una lágrima que pudiera delatarla, se deslizó
furtiva-mente por el patio, y llegando a la escalera subió a prisa y se
encaminó por un estrecho corredor. Allí pudo ver a don Nuño en amorosa
conversación con su esposa, cogiendo entre sus manos las manos de la dama, como
en otros tiempos tuviera las suyas a la luz del farolillo del santo.
Sin saber cómo, Luisa volvió a encontrarse
sola en la calle, lejos de los rumores y de las luces de la fiesta. Su paso era
firme y veloz; parecía escapar de sí misma.
Al llegar a su casa, ciega de dolor y de
espanto, se dirigió al armario de su alcoba para buscar afanosamente algo que
al fin encontró en una cajita de caoba. Era un pequeño puñal que don Nuño le
regalase en los días de su amor. Un horrible relámpago cruzó su mente; corrió
hacia las cunas en donde dormían sus hijos, y loca, desesperada, les arrancó la
vida a los tres. Con las manos aún ensangrentadas corrió por toda la ciudad,
lanzando hondos gritos de un dolor desgarrado y penetrante...
La justicia condenó a Luisa a garrote vil por
su horrible crimen. Se levantó el cadalso en una plazuela, junto a su casa.
Desde el amanecer, la muchedumbre llenaba las ventanas y los balcones y se
apretaba en aceras y calles próximas esperando la llegada de la inhumana madre.
A las doce del mediodía, cuando la impaciente plebe se arremolinaba en las
calles, se oyó el sonido de la campanilla que anunciaba la llegada del reo al
lugar en donde iba a celebrarse la ejecución. Avanzaba el lúgubre cortejo;
Luisa, con el cabello en desorden, lívido el rostro, cargado el pecho de
reliquias y de escapularios, caminaba con la ayuda de dos hermanos de la
Cofradía de los Ajusticiados. De la belleza sin par que en tiempos fuera el
encanto de don Nuño de los Montes-Claros, no quedaba ni la más remota huella.
Con los ojos bajos subió las gradas del cadalso oyendo los rezos de los
sacerdotes. Al llegar al patíbulo, alzó la mirada; y al encontrarse con la que
fuera su casa, frente a sí, dio un grito de espanto en medio de un temblor
convulso, elevó las manos al cielo y cayó al suelo, inerte. La justicia del
cielo se había adelantado a la justicia de los hombres.
Aquella misma tarde, entre cantos y salmodias,
salía del palacio de los Montes-Claros el cortejo fúnebre del entierro de don
Nuño.
Desde entonces se escucha por las noches,
cuando dan las doce horas en el campanario de la catedral, el grito agudo de la
llorona.
Es el alma en pena de Luisa que, desde hace
muchos años, sin un momento de descanso, deambula por las calles y por las
plazas de la ciudad de México.
0.063.1 anonimo (mexico) - 023
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