Hace mucho tiempo, en algún lugar vivía un anciano
leñador que tenía un bulto muy grande en la mejilla derecha, tan grande como
su propio puño.
Al pobre leñador, cansado ya por los años y por el penoso
trabajo que ejercía para ganarse su sustento, le mortificaba este bulto que le
afeaba y era la causa de las burlas de la gente, además de dificultarle su
trabajo, haciéndole sentirse muy triste y desgraciado.
Ocurrió que un día fue como de costumbre al bosque a
recoger encendaja a fin de tener provisiones para el invierno, y repentinamente
el cielo oscureció, empezando a soplar un viento muy fuerte que hacía caer las
hojas de los árboles; el anciano pensó que iba a llover y se apresuró a hacer
un fajo con la leña recogida, pero no le dio tiempo ni a eso, enseguida se
desencadenó una gran tempestad.
-No tengo otro remedio que pasar la noche en el bosque
-se dijo.
Recordó que, no muy lejos de allí había un pequeño
santuario muy antiguo y abandonado.
Dándose prisa, pudo llegar a él sin mojarse
demasiado. La estancia, aunque sucia y oscura, le sirvió de refugio al
leñador, que no tardó en caer dormido a causa de la fatiga.
Ya a medianoche, empezó a oírse música de flautas y
tambores, procedente de la espesura del bosque. El anciano se despertó
sobresaltado por aquel alboroto.
-¿Qué será a estas horas? ¡Pero si no vive nadie por
estos alrededores!
Y, sin hacer ruido, se aproximó a la puerta del
santuario y por una rendija quiso observar qué ocurría. Pero, cuál no fue su
asombro al ver que los que tal música tocaban eran un grupo de ogros de gran
estatura, ogros rojos con vestidos azules y dos cuernos y ogros azules con
vestidos rojos y un solo cuerno en medio de la frente.
-¡Ay de mí! ¡De ésta no salgo!
Y decidió permanecer en el mismo lugar, procurando no
ser visto.
Los ogros se sentaron en el suelo haciendo corro y
empezaron a sacar toda clase de comidas y también sake para hacer un gran
festín. Mientras comían y bebían, no dejaban de tocar la alegre música.
De pronto, el jefe de los ogros dijo:
-¡Qué aburrido está esto! ¡Que baile alguien! Así será
más divertido.
-¡Buena idea! ¡Baila tú! -le dijo un ogro rojo a otro
que estaba a su lado.
-No, no, yo no sé bailar. Baila tú.
Y así se fueron pasando de uno a otro, sin que nadie
se decidiera a salir a bailar.
Entre tanto el pobre abuelo, muerto de miedo, estaba
aturdido y maravillado al mismo tiempo por tan placentera melodía. Poco a poco
y sin poderlo evitar se le iban las piernas..., y saliendo del escondrijo se
presentó ante los ogros y empezó a bailar y a cantar muy entusiasmado.
-¡¡Chingo, chango!! ¡¡Chingo, chango!!
-¡Mirad, pero si es un hombre!
-¡Esto sí que es divertido! ¡¡¡Je, je, je!!!
Los ogros se alegraron muchísimo y empezaron a
rodearle para bailar y cantar juntos, pero estaban tan embriagados por la danza
que se olvidaron de que la noche acababa y...
-¡Kikirikíííííí!
Se oyó el canto del primer gallo anunciando que ya
amanecía, por lo tanto, debían retirarse.
Pero todavía seguían bailando y bailando mientras
que...
-¡Kekerekeeeee!
El segundo gallo cantó y los ogros decidieron volver,
no sin antes que el jefe de los ogros le dijera al leñador:
-Oye, abuelo, ven otra vez mañana y diviértenos como
lo has hecho hoy. ¿De acuerdo?
-Sí, sí, de acuerdo.
Pero otro ogro dijo:
-Los hombres a veces mienten, es mejor quitarle ese
bulto que tiene en la mejilla y así seguro que mañana vendrá otra vez a
buscarlo.
Y mientras decía esto, otro ogro se lo arrancó en un
santiamén, sin que sintiera dolor alguno.
El leñador se pasó la mano por la mejilla. Qué
extraño. Estaba lisa completamente. Aquel repugnante bulto había desaparecido
como un sueño, sin dejarle cicatriz.
Y muy muy contento, el leñador regresó corriendo al
pueblo para contarle el prodigio a su esposa que seguramente estaría
preocupada por la tardanza.
Daba la casualidad de que en el mismo pueblo vivía
otro anciano que también tenía un bulto parecido, pero en la mejilla
izquierda. Y en cuanto le vio llegar, muy asombrado le preguntó:
-Oye, buen amigo: ¿cómo te libraste de tu bulto?
-Escucha, que voy a contarte cómo ocurrió todo.
Y le relató su experiencia con los ogros rojos y
azules. El otro anciano, maravillado, exclamó:
-Si fue tan fácil como dices, voy a ir yo también para
que me quiten ese bulto.
Y sin pérdida de tiempo, aquel mismo día se dirigió al
santuario del bosque.
Tal como le había contado su vecino, al anochecer se
reunieron los ogros en la plazoleta del santuario, empezando su habitual
comilona.
Este anciano también tenía miedo, pero movido por el
deseo de que le quitaran pronto el bulto, salió enseguida del escondite y
empezó a bailar pero tan mal, que los ogros malhumorados le dijeron:
-¡Qué es eso!, ¡hazlo como ayer abuelo!
Sin embargo, por mucho que se esforzara, como no le
gustaba bailar, no lograba complacer a los ogros; éstos se enfadaron más y le
dijeron:
-Como lo prometido es deuda, te devolvemos lo que
ayer te tomamos prestado-. Y uno de los ogros, con toda su fuerza le emplastó
el bulto de su vecino en la otra mejilla y le dijo en nombre de todos:
-Bueno, ahora vete, no queremos verte más por aquí.
Con dos bultos, uno en cada carrillo, cuentan que el
anciano volvió al pueblo muy triste y cabizbajo.
Explicaciones del cuento
Tokkuri: Botella de
cerámica gris que sirve para poner sake japonés (bebida hecha de arroz
fermentado).
0.040.1 anonimo (japon) - 028
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