Ucú, la hermosa ciudad maya regida por el
cacique Ik, recibía lentamente las primeras luces del nuevo día. Los anchos
muros de piedra que la protegían, e,,Ctinguidas ya las sombras de la noche,
revelaban su esplendor. Kukulkán, la serpiente sagrada esculpida en la dura
roca, se retorcía sobre sus fríos pedestales. Yum-Cimil, el dios de la muerte,
erguía su temible figura de piedra. Todos dormían en la ciudad. Las armas
descansaban junto a los guerreros.
El valiente guerrero Ah-Can, sin embargo, no
dormía; ni lo hacía la hermosa Mucuy-Kaak, hija favorita del cacique. Ambos,
exponién-dose al más terrible de los castigos, habían decidido verse a solas
aquel día y a semejante y temprana hora.
Tengo mucho miedo -dijo la joven temblando; si
mi padre nos sorprende te mandará matar y yo seré encerrada de por vida.
-Si tú lo quieres, huiremos de Ucú; nadie
sabrá de nosotros.
-Debo respetar la voluntad de mi padre -dijo
la muchacha.
-En otra tribu nos casarían. La ceremonia, los
sahumerios de maíz y copal, el agua aromatizada con flores y cacao... Todo ello
es muy hermoso.
-Sí, me gustaría mucho, Ah-Can; pero jamás
abandonaré Ucú.
-Entonces nunca serás mi esposa, porque tu
padre me rechaza.
-No lo haría si le ofrecieras riqueza -dijo la
bella Mucuy-Kaak.
-Soy el más noble de su tribu, el más valiente
de sus guerreros...
-Pero él quiere oro y piedras preciosas.
En los ojos del joven guerrero, al oír
aquellas palabras de su amada, alumbró la luz lacrimosa de la desesperación.
-Serás mi esposa -dijo al fin.
Al día siguiente, el guerrero Ah-Can se
encaminó al palacio de Ik y presentó sus respetos al cacique. Iba a rogarle,
por última vez, que le concediera el don de desposar a su hija.
-Poderoso señor -dijo el guerrero, de nuevo
vengo a pedirte que me concedas por esposa a tu hermosa y noble hija. Si no lo
haces, moriré de pena.
Mas el cacique Ik, inconmovible, frunció el
ceño.
-Tú no puedes -dijo- darme oro ni piedras
preciosas.
-No -respondió el guerrero; pero puedo hacerla
feliz.
-¿Acaso crees que voy a entregar lo que más
quiero a un miserable que sólo posee un arco y sus flechas?
-Con mi arco y con mis flechas ha crecido tu
reino.
El cacique Ik se levantó airado de su trono y
extendiendo el índice de su mano derecha, dijo lleno de ira:
-Sal de aquí antes de que ordene que te corten
la lengua.
Ah-Can palideció, lleno de cólera. Miró de
arriba abajo al poderoso y soberbio cacique y se fue.
Cuando el joven guerrero abandonó el palacio,
se volvió hacia la entrada del mismo y levantando ambos puños exclamó:
-¡Ya te colmaré de oro y de piedras preciosas,
maldito viejo!
El guerrero, impulsado por la ira, se dirigió
de inmediato al santuario de Ex-Chuan, el dios de la riqueza. Allí estuvo todo
el día orando, y cuando llegó la noche no se dio cuenta de que la oscuridad le
envolvía.
-¿Por qué no me escuchas, Ex-Chuan? ¿Vas a
consentir mi des-gracia? ¡Concédeme parte de tu inmensa riqueza, sólo una
pequeña parte!
La imagen del dios nada respondía.
Pasado algún tiempo, los sacerdotes salieron
de su cámara e invitaron a Ah-Can a que abandonara el templo, pues iban a
cerrar.
-Estoy rezando a Ex-Chuan -dijo.
-Puedes hacerlo mañana -le respondieron.
-Necesito que me oiga ahora mismo.
-¿Y qué le pides con tanto afán?
-Le pido oro
y piedras preciosas.
Los sacerdotes se echaron a reír.
-Creo que Ex-Chuan no te concederá lo que le
pides -dijo uno de ellos.
-Tiene que hacerlo -respondió el joven
guerrero.
-A Ex-Chuan no hay que pedirle riquezas; hay
que traérselas.
Entonces los sacerdotes, tomando al guerrero
cada uno de un brazo, lo sacaron del templo.
Cuando Ah-Can se vio bajo las estrellas, en
medio de la noche, y sin una sola joya ni pieza de oro, se llenó de tristeza.
Pero aún le quedaba la esperanza de que Ex-Chuan le ayudase. Quizá tuviera, al
llegar a su morada, las habitaciones repletas de oro y de piedras preciosas.
Con esa ilusión corrió hacia su casa.
Sin embargo, al llegar allí, y rebuscar por
todos los rincones in busca del tesoro sin encontrar cosa alguna de valor,
Ah-Can volvió a montar en cólera.
-¡Tendrás que entregarme lo que te pido
ExChuan, por las buenas o por las malas! -gritó.
Tomó, acto seguido, un pico de pedernal, y
salió de su casa corriendo de nuevo hacia el templo del dios de la riqueza.
Allí, en el templo, pasó la noche entera cavando
para abrir un hueco que le permitiese llegar a la cámara en donde se enterraban
los tesoros del dios. Y cuando ya faltaba poco para el amanecer, Ah-Can hizo
saltar la última piedra que le cerraba el paso. Entonces accedió a la cámara.
Lo que vio le llenó de gozo. En el suelo,
contra el muro, en arcones, por todas partes, en suma, se agrupaban miles,
millones de piedras preciosas. Aquello era increíble. Parecía de fábula. El
joven guerrero comenzó a llenar ávidamente un saco, cogiendo a puñados aquellas
joyas. Nadie, ni siquiera el propio cacique Ik, tendría tanto como él. Al,
viejo avaro no le quedaría otro remedio que conceerle por esposa a su bella
hija.
Terminó de llenar el saco y se dispuso a
salir, pues tenía que cerrar, antes de volver a su morada, el hueco que
abriese. Nadie debía saber lo ocurrido. Ah-Can comenzó a trepar en busca de la
salida, pero en ese instante el sótano se llenó de luz y a sus espaldas se dejó
oír una voz airada:
-Ah-Can, ¡te has perdido para siempre!
El guerrero se volvió con el arco presto para
el tiro, pero no era un humano quien le había hablado. Era Ex-Chuan.
-¿Qué buscas en mi templo, maldito sacrílego?
¿Crees que vas a quedar sin castigo, ladrón?
-Necesitaba un tesoro -dijo el guerrero; por
eso me atreví...
-No tendré piedad contigo. Debes morir,
Ah-Can.
-Sí, ya lo sé -respondió el guerrero,
súbitamente valiente, porque eres cruel e insensible, dios maldito. Te pedí una
pequeña cantidad de lo que te sobra, pero nada me diste. Ni siquiera me
dirigiste entonces la palabra. No hay más culpable que tú.
-Irás a la casa de las tinieblas -dijo el dios
sin conmoverse.
-¡Pero antes sabrás quién soy! -gritó el
guerrero.
Ah-Can, entonces, disparó una flecha contra la
frente de Ex-Chuan.
El dios cogió la flecha en el aire, soltó una
fuerte risotada, y la despidió de nuevo con mucha más fuerza. La flecha se
clavó en el corazón del bravo guerrero, que cayó a tierra muerto en el acto.
Mientras todo esto sucedía, la bella y
desdichada Mucuy-Kaak, que no pudo conciliar el sueño en toda la noche, paseaba
por su cámara. En sus límpidos ojos brillaban aún lágrimas. De pronto se vio
envuelta por la misma luz cegadora y la misma voz que antes sorprendiera al
desdichado Ah-Can.
Ex-Chuan estaba ante ella. Mucuy-Kaak se
estremeció.
-Tú eres la culpable de que Ah-Can haya muerto
-dijo el dios.
La joven se echó a llorar, mientras el dios
proseguía:
-Tú también vas a morir. Por tu culpa Ah-Can
profanó mi templo, y debo saciar mi ira.
Al instante cayó muerta la bella Mucuy-Kaak a
los pies del dios.
-Ahora -dijo el dios- destruiré la ciudad, que
ya está maldita.
Se produjo un gran estruendo y todo se hundió.
Las aguas se desbordaron y las montañas se abatieron.
Ucú fue, a partir de aquel día, la ciudad
desolada. Su nombre, como sus propias piedras, quedó borrado por la sangre y
por el silencio.
0.063.1 anonimo (mexico) - 023
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