El señor don Juan Balandrano vivía en la ciudad de San
Luis Potosí. Huérfano desde edad temprana, tuvo conocimiento, al llegar a la
mayoría de edad, de que su hacienda, puesta en mano de tutores, había menguado
hasta casi no existir. Don Juan era ya un hombre de voluntad y de firmes
decisiones, y se hizo el insobornable propósito de trabajar duramente hasta
conseguir una nueva fortuna.
El mismo revisó los negocios que su padre le dejara, y
que, debido a la mala fe de sus tutores, acabaron en situación ruinosa. Tuvo
que pedir dinero en préstamo. Y sus acreedores, al fin, terminaron por llevarle
a la cárcel de la ciudad de México.
Al poco de su entrada en prisión, un guardia le
comunicó que cierto fraile franciscano quería hablar con él. Don Juan,
sorprendido, pues no conocía a fraile alguno en aquella ciudad, preguntó al
guardia si en verdad ese fraile había preguntado por él.
-No hay otro Balandrano aquí -dijo el guardia.
Don Juan siguió al carcelero a través de los
silenciosos y oscuros pasadizos. Entraron en una habitación, y allí, en el
centro, había un fraile sentado en la silla, junto a la basta mesa. Tenía el
rostro seco y macilento; sus ojos no eran sino dos chispas hundidas. Don Juan,
en efecto, jamás había visto a aquel fraile.
-Es vuesa merced el señor Balandrano, ¿me equivoco?
-dijo el fraile.
-Sí. ¿En qué os puedo servir? -preguntó el preso.
-No temáis nada -dijo el fraile, que vengo en vuestra
ayuda.
Pero don Juan, después de tantos sinsabores, no podía
creer en la ayuda de nadie. El fraile le sonreía con mucha dulzura. Pero sus
ojos seguían siendo ajenos a sus palabras. Aquellos ojos no parecían los de un
mortal y don Juan sintió un escalofrío.
-¿Es vuestra merced descendiente de don Francisco Balandrano?
-preguntó el fraile.
-Soy su hijo. Hace muchos años que murió mi padre. ¿Le
conoció usted?
-No. Pero tengo para vuestra merced una herencia que
él dejó en México la última vez que estuvo en esta ciudad.
Don Juan no salía de su asombro; las palabras del
fraile habían llevado a su memoria lo que tantas veces oyera a propósito de la
estancia en México de su padre, y cómo aquél, en el camino de regreso a San
Luis Potosí, cayó en manos de unos indios que le dieron muerte.
-Sí, sé que mi padre estuvo aquí, en México -dijo.
-Y antes de partir dejó una enorme fortuna al cuidado
de un fraile franciscano -señaló el fraile.
-¿Sois vos ese fraile? -preguntó don Juan.
-No, no. Yo era muy niño entonces.
-¿Y cómo sabe vuestra merced que existe esa fortuna?
-Es muy largo de contar, y lo importante es que ya
podéis pagar a vuestros acreedores y así abandonar la cárcel para rehacer
vuestra vida.
Don Juan Balandrano quedó sin aliento, perplejo. Nunca
había oído hablar de esa fortuna perteneciente a su padre. ¿Acaso era todo un
sueño?
Pero era, en fin, una realidad... quizá
sobrenatural... Miró al fraile... No parecía un ser vivo.
Pocos días después don Juan Balandrano salió de la
cárcel. La misteriosa fortuna que los frailes le entregaron era enorme. Había
en ella plata labrada y talegas de cordobán repletas de monedas de oro. Don
Juan, sobre todo, quería saber el cómo de la llegada de fortuna semejante a
manos de los franciscanos. Y un buen día partió hacia el convento de los
frailes.
-¿Qué deseáis? -le preguntó el lego que le abrió la
puerta.
-Quiero ver al padre prior y a un hermano cuyo nombre
des-conozco.
El lego le hizo pasar.
-Diga que está aquí don Juan Balandrano.
El lego esbozó una sonrisa de complicidad. Don Juan
miraba la sala; ni un lujo había allí. De repente oyó el rumor de unos hábitos
y el pisar de unas sandalias. Por la larga galería se aproximaba el prior,
seguido de otro fraile.
Don Juan supo, al cabo, que el misterioso fraile era
fray Lucas, el guardián de aquel mísero convento, que poco después le contó el
hecho asombroso que sucediera, y merced al cual supieron los frailes de la
existencia y de la prisión que padecía don Juan Balandrano.
Ocurrió una noche, a las doce. La campana del convento
tocaba a maitines. Los frailes salían de sus celdas y en silencio entraban en
el coro. La mustia luz de las velas alargaba sus sombras contra las paredes
encaladas. El fraile guardián esperó en la puerta a que todos estuvieran en sus
sitios para colocarse en el suyo. Entonces empezaron a rezar. Las voces de los
frailes ascendían pausadamente y descendían luego a lo más hondo de su ser.
De pronto se abrió la puerta y un hermano, con la
puntiaguda capucha calada sobre el rostro, avanzó hasta el centro del coro para
arrodillarse allí e inclinar la cabeza en señal de reconocimiento. Por un
momento, pareció que la presencia del nuevo hermano iba a romper la
concentración en el rezo, pues un afán de curiosidad se había apoderado de los
frailes, aunque ninguno pudiera verle el rostro. Poco después, el convento
había quedado en silencio. Todos los frailes estaban en sus celdas, a excepción
de fray Lucas, que seguía junto a la puerta del coro esperando a que el recién
llegado terminase de orar. Por fin se puso en pie el extraño, y avanzó hacia
fray Lucas con las manos cruzadas bajo el pecho y con la cabeza hundida.
-¿De dónde vienes, hermano?
Nada respondió el desconocido.
-¿Acaso venís de jalisco? -volvió a preguntar fray
Lucas.
Pero seguía sin recibir respuesta. Fray Lucas,
entonces, levantó la vela que sostenía en su mano derecha. Y sus ojos quedaron
abiertos de estupor cuando vio que bajo la capucha no había sino una calavera.
Al fin, tras unos segundos que a fray Lucas parecieron
una eternidad, oyó el buen fraile una ronca voz que le decía:
-No temas, hermano.
-Dime quién eres y qué deseas. Si quieres misas
dímelo, que todos los hermanos rezaremos por tu alma.
-No, hermano -respondió la calavera. No estoy
condenado, gracias a la misericordia del Altísimo, que me ha permitido volver a
este mundo para confiarte un secreto.
-¿Y tienes que confiarme a mí ese secreto? -preguntó
fray Lucas con gran extrañeza.
-Sí, hermano. Pero no temas. Nada malo te sucederá. Y
para que no creas que tienes un mal sueño, te digo que soy fray Bernardino de
Yepes. En tiempos, como tú ahora, fui guardián de este convento.
Fray Lucas, en efecto, había oído hablar de fray
Bernardino. Sabía que en la crónica del convento estaba escrito su nombre y la
fecha de su fallecimiento. Muchas veces había visto fray Lucas aquella crónica
que se refería a fray Bernardino, pues sentía curiosidad por los frailes que le
precedieran en su empleo de guardián.
-Te escucho, hermano -dijo fray Lucas.
-Ya te he dicho -comenzó la calavera de fray
Bernardino- que yo también fui guardián de este convento. Una tarde llegaron aquí
dos señores que vivían en San Luis Potosí. Eran don Francisco Balandrano y su
hermano don Salvador, que venían desde México para recoger una gran herencia
que les dejara un rico pariente.
Fray Lucas escuchaba con atención todo lo que la
calavera de fray Bernardino le decía.
-Habían recogido -prosiguió el espectro- la herencia y
necesitaban regresar rápidamente a San Luis Potosí, pero los indios de aquella
región se habían sublevado y temían hacer el camino cargados con tanta riqueza.
Entonces me pidieron que les guardase aquí, en el convento, su tesoro.
Volverían, una vez apaciguada la región, si es que no tenían a nadie de
confianza que lo hiciera por ellos.
-¿Y tú qué hiciste, hermano? -preguntó fray Lucas,
que, por mor del interés del relato, había perdido el miedo al espectro de fray
Bernardino.
-Yo les dije que les haría el favor que me pedían.
Aquella misma tarde trajeron la herencia, que, como te he dicho, era todo un
tesoro. Nadie, salvo el que a la sazón era padre prior, supo lo acontecido. En
la sala De Profundis, que aún existe en el convento, bajo el gran cuadro de la
Porciúncula[1], cavé un
profundo foso en el que puse toda aquella riqueza. Pasaron los años y nadie
vino a buscar la herencia. A veces me preguntaba si no habría sido un sueño, y
ganas me daban de cavar de nuevo para ver si existía o no tal tesoro, pero la
misericordia de Dios me libraba de hacerlo, pues era Satanás quien me tentaba.
Murió el prior y morí yo. El secreto, por ello, marchó con nosotros a la tumba.
* * *
Cuando don Juan Balandrano hubo escuchado lo sucedido,
no cesó de dar gracias a Dios por el gran bien que acababa de procurarle.
Repartió entre los más necesitados buena parte de aquella fortuna, y mandó a
los frailes franciscanos que dijesen misas por el buen fray Bernardino de
Yepes.
Don Juan Balandrano partió, después, hacia San Luis
Potosí.
Los frailes se olvidaron pronto del suceso, que pasó a
ser una simple historia recogida en su crónica.
Sólo en los ojos de fray Lucas siguió brillando hasta
su muerte una luz de espanto.
0.063.1 anonimo (mexico) - 023
[1]Porciúncula:
Primer convento de los franciscanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario