Había
una vez un pescador con una familia muy numerosa, que se mantenía únicamente
con lo que el buen hombre podía lograr en su continua lucha diaria con las
marejadas y los fuertes vientos de la mar.
Su vida
transcurría sin muchas novedades, hasta que un buen día su mujer dio a luz y
trajo así una nueva boca a la que alimentar. El pescador quiso obsequiar a su
esposa haciéndole un plato especial y salió de su casa deambulando hasta
llegar a la panadería. Entró saludando al panadero y le explicó la situación,
pidiéndole que le fiara unos panes y que le pagaría cuando pudiera. El panadero
le entregó dos panes, pues conocía bien al buen hombre.
Al
amanecer del día siguiente el pescador se dirigió al mar como de costumbre.
Estuvo todo el tiempo intentando pescar algo, pero fueron vanos todos sus
esfuerzos, pasó todo el día enfrentado a las olas y las vicisitudes del mar sin
lograr un solo pez.
Lleno de
frío, tembloroso y fatigado, fue y se sentó sobre una roca pensativo y triste.
De repente brotó ante sí un ifrit,
que le preguntó:
-¿Por
qué estás triste, buen pescador?
-Soy el
cabeza de una numerosa familia cuyo único sustento es lo que pueda traer con
el esfuerzo de mi trabajo y, como ves, hoy he estado todo el día intentando
coger algún pez, sin que ni uno solo picara mi anzuelo.
-Yo te
ayudaré, pero a cambio tienes que traerme verdura fresca del mercado.
El
pescador aceptó el acuerdo lleno de alegría. De no se sabe dónde, el ifrit sacó una bolsa llena de oro y se
la tendió.
Jovial y
contento, el pescador salió corriendo hasta llegar a la panadería, pagando todo
lo que le debía al panadero y comprando además todo lo que pudiese necesitar
su familia.
Fue
luego al mercado y compró una gran cantidad de frutas y verduras, que llevó al
día siguiente junto al mar, donde le estaba esperando su amigo, quien a cambio
de las verduras le obsequió con más oro.
En aquel
entonces fue robada una gran cantidad de oro a la hija del shej, y como había corrido la voz de que el pescador tenía mucho
oro fue llamado a su presencia.
El buen
hombre mantuvo la calma y ante las preguntas del shej les dijo si conocían la clase y el color del oro robado, y les
enseñó las piezas que él poseía, que no eran las robadas. La princesa, avergon-zada
y muy agradecida, le pidió perdón y mandó que fuese recom-pensado.
Pasaron
los días, los meses y los años, y el pescador se enriquecía más y más sin
olvidar nunca a su buen amigo el ifrit.
Un buen día le dijo que quería peregrinar a La Meca y que deseaba que le acom-pañara.
El ifrit estuvo de acuerdo y
empezaron los preparativos para el largo viaje.
A la
aurora siguiente se pusieron en camino hacia La Meca. A su paso por un poblado
vieron un entierro y todos los que lo acom-pañaban tocaban tambores y reían
contentos. Extrañado, el pescador preguntó:
-¿Cómo
es posible que a un muerto se le acompañe con tanta alegría y jolgorio en vez
de tristeza y lágrimas?
-Así
despedimos a nuestros muertos -aclaró el ifrit.
Siguiendo su largo peregrinar, encontraron una familia que se deshacía en
llanto y dolor ante un recién nacido.
-¿Cómo
es posible que estén tan tristes habiendo traído al mundo un nuevo ser?
-preguntó atónito el pescador.
-¿Cómo
celebráis vosotros los nacimientos? -dijo el ifrit.
-Nosotros
nos alegramos cuando nace alguien y, al contrario, nos entristece la muerte.
-Ésta es
una diferencia entre tú y yo.
Y,
devolviéndole a su tierra, se despidieron para siempre.
0.051.0 saharahui
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