Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 11 de enero de 2015

Hambre de invierno

La familia estaba recluida en la cabaña, pues el invierno que se había instalado en la región se presentaba como el más terrible de los últimos años. El manto blanco de la nieve cubría el paisaje como si fuera una sábana gigantesca.
En el centro del hogar el fuego crepitaba y la familia se hallaba reunida en torno a él. El hambre hacía ruido en sus estómagos y la abuela entretenía a los nietos contándoles historias sobre hadas y duendes.
Todos los nietos la miraban extasiados. Cada movimiento de su mano, cada pausa... La mirada de la anciana parecía transformarse mientras contaba la historia, como si la estuviera viviendo. Y ese sentimiento era tan fuerte que podía trasladarse a los corazones de los pequeños que, por un momento, olvidaban el hambre que los acuciaba y volaban con las alas de la imaginación dentro de la historia.
Los personajes de los cuentos no pasaban hambre ni frío y siempre salían victoriosos de todos los peligros que se presentaban. Las princesas se casaban con los príncipes, los dragones eran vencidos por los paladines y las doncellas eran rescatadas por sus enamorados.
Cuando caía la noche (lo que sucedía cada vez más temprano) tomaban un plato de sopa caliente, escuchaban las historias que narraba la abuela y se iban a dormir.
El tiempo fue pasando y el invierno no daba ni la más mínima señal de querer irse. Con cada comida la sopa se hacía más líquida y el plato parecía cada vez más grande.
La abuela, una anciana cuyos ojos casi ciegos ya habían visto muchos inviernos duros, recurría a su memoria y a su talento de narraradora de historias cada vez más atrapantes para mantener el hambre fuera de las mentes de sus pequeños.
Pero, finalmente, aquello que más temía la abuela sucedió.
Uno de sus nietos, el mayor, comenzaba a dar muestras de impaciencia, y ya no participaba de los relatos como lo hacía antes.
-Ven, Gérard, siéntate con nosotros -le decía la abuela señalán-dole un taburete que permanecía junto al gran fuego.
Pero Gérard se cruzaba de brazos y desviaba la mirada hacia otra parte.
La actitud del muchacho no sólo lastimaba los sentimientos de la anciana, sino que también distraía a sus hermanos impidiendo que se instalara el clima adecuado para abstraerlos de la dura realidad.
Una noche, mientras todos dormían, un sonido casi imperceptible despertó a la mujer. Antes de abrir los ojos ya supo lo que iba a ver.
-Gérard -susurró la abuela.
El muchacho se estaba calzando las botas con determinación junto al fuego e ignoró su llamado.
-¡Gérard! -repitió la abuela con mayor énfasis.
-¡Silencio! -dijo el muchacho con el ceño fruncido, despertarás a todos.
-¿A dónde vas? -preguntó la anciana saliendo de sus cobijas y caminando hacia él.
El muchacho terminó de calzarse las botas y desde su altura habló así:
-Ya está pronto a amanecer, saldré a cazar.
-No, querido, este invierno es muy crudo, no hay animales en el bosque.
-Tengo que hacerlo, tengo que salir a buscar comida.
La vieja se acercó despacio, arrastrando con su cuerpo todos los años de su vida.
-Espera un poco, Gérard, por favor, no salgas. Todavía podemos resistir algunos días más, espera a que pase el frío.
El joven resopló y frunció aún más el ceño:
-Esperar no servirá de nada, mis hermanos tienen hambre, yo tengo hambre y sé que tú también lo sientes. En la olla no hay suficiente para una sola comida decente.
La vieja sabía que lo que le decía su nieto encarnaba la verdad más pura, pero también temía por su vida. Al ver que el muchacho seguía preparándose para salir y que se negaba a escuchar razones, entonces se decidió por emplear otra estrategia.
-No salgas, Gérard, ésta es la época en que los ogros tienen más hambre que nunca.
Gérard la miró con desdén:
-¿Ogros? ¿Estás hablando de ogros? Los ogros no existen, abuela, así como tampoco existen las hadas ni los duendes. Ningún ser mágico vendrá a rescatarnos ni llenará nuestra alacena con comida.
-Las hadas, las brujas, los duendes y los ogros existen, aunque tú no creas en ellos -repuso la anciana con total seriedad.
-No seguiré perdiendo el tiempo en una discusión contigo, saldré a cazar y volveré con comida para nuestra familia. Tú sigue entreteniéndolos con fantasías.
Gérard abrió la puerta. De su espalda colgaban el arco y un carcaj de flechas. No se volvió para saludar y cerró la puerta.
-¿Qué pasa, abuela? -se escuchó la voz de uno de los hermanos, que se había despertado.
-Nada, nada, vuelve a dormirte, querido.
Gérard dio un paso con dificultad, su pierna se enterró en la nieve y comenzó a sentir el frío en su piel. Se negó a detenerse y emprendió una corta carrera para entrar en calor.
El tiempo pasaba y la nieve congelaba el rostro del muchacho, que se sentía duro como una piedra. El frío le calaba los huesos y el aliento que escapaba de su boca se transformaba en una nube húmeda que le enfriaba la nariz.
El bosque nevado parecía un desierto, no se escuchaba ni el canto de un pájaro. El absoluto silencio blanco le dio mala espina y comenzó a considerar seriamente la posibilidad de regresar.
De pronto vio que algo se movía entre los árboles. No sabía lo que era pero no perdió tiempo y preparó su flecha. Y allí se quedó: quieto y expectante. No quería arruinar la posibilidad de atrapar a la primera cosa que veía en tantas horas.
Nada sucedía.
Luego de esperar un tiempo prudencial, comenzó a avanzar despacio, afirmando bien cada pie que se enterraba en la nieve blanca y brillante. De alguna manera, la nevada le proporcionaba la ventaja de no hacer ruido, pero la dirección del viento era muy cambiante y eso era una desventaja, pues era bastante probable que el animal que deseaba atrapar ya lo hubiera detectado con su olfato.
Avanzó un poco más y vio que su presa corría. Todavía no la había podido ver bien, pero parecía un animal grande. Se había guarecido en la oscuridad de un agujero entre unas rocas.
"Tú también tienes hambre ¿eh? ¿Saliste para buscar algo de comer como yo?" -pensó Gérard para sus adentros.
El muchacho caminó hasta la abertura de la caverna, avanzó unos pocos pasos y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Luego comenzó a avanzar nuevamente, siempre portando la flecha y el arco tensados.
Sus pasos eran sigilosos, pero pisó algo que hizo un fuerte ruido seco y casi lo hizo trastabillar. Fue ése el momento en que observó que en el suelo había algunos huesos esparcidos. Soltó el arco, movió varias veces sus dedos entumecidos y volvió a tensarlo con decisión.
La cueva se iba haciendo cada vez más grande. A su paso, Gérard seguía encontrando, de vez en cuando, algunos huesos mordisqueados. Más adelante observó que el corredor doblaba hacia la derecha. Ya casi no había luz allí dentro, por lo tanto tensó aún más su arco y se preparó para el ataque.
Grande fue su decepción cuando, al dar la vuelta a ese recodo, se encontró con una pared de piedra desnuda.
Y mientras aún permanecía ensimismado por la sorpresa, escuchó un ruido seco, como si fuera algo que se quebrara. Se volvió hacia el sonido que había provenido de sus espaldas y se encontró con una criatura enorme y peluda del tamaño de un hombre gigantesco. Sus ojos brillaban con un resplandor verde y su frente protuberante le daba un aspecto terrible a su mirada.
La nieve estaba entrelazada en el pelo de la criatura; sin lugar a dudas, eso era lo que había visto afuera, pero aún no podía entender cómo podía encontrarse la criatura del otro lado de la caverna, cuando la había seguido todo el tiempo.
Las preguntas de su mente se desvanecieron cuando un intenso y espantoso olor, similar al de la carne putrefacta, embargó su olfato.
El ogro lo miraba con sus ojos de color incandescente y la terrible boca abierta plagada de colmillos irregulares.
Gérard tensó el arco y estuvo a punto de lanzar una flecha, pero el ogro fue más rápido y con un brutal golpe de su garra le destrozó la flecha y el arco. Los restos se estrellaron contra una de las paredes de roca y luego cayeron al suelo.
El pánico a una muerte horrible se apoderó del alma de Gérard, que intentó escapar corriendo. El ogro gruñó y, a pesar de su torpeza, logró atraparlo gracias a la longitud de sus brazos.
El muchacho sintió cómo tres frías zarpas le abrían la espalda, tropezó y cayó al suelo embarrado, se dio la vuelta desenfundando su cuchillo pero ya el ogro había caído sobre él, con todo el peso de su cuerpo y extrayéndole todo el aire de sus pulmones. Gérard sintió que sus fuerzas lo abandonaban y ni siquiera pudo seguir sosteniendo la empuñadura. El arma se hundió en el barro.
El invierno fue muy crudo ese año, pero muchas criaturas lograron sobrevivir al frío intenso. La familia, que permanecía en la cabaña, ahora tenía un integrante menos y, por lo tanto, la escasa comida de que disponían logró alcanzar para todos.
Y aquel que había salido a buscar alimento, se convirtió en comida del ogro que, gracias a la carne del humano, logró sobrevivir al hambre del invierno.

Cuentos de ogros


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