La
familia estaba recluida en la cabaña, pues el invierno que se había
instalado en la región se presentaba como el más terrible de los
últimos años. El manto blanco de la nieve cubría el paisaje como
si fuera una sábana gigantesca.
En
el centro del hogar el fuego crepitaba y la familia se hallaba
reunida en torno a él. El hambre hacía ruido en sus estómagos y la
abuela entretenía a los nietos contándoles historias sobre hadas y
duendes.
Todos
los nietos la miraban extasiados. Cada movimiento de su mano, cada
pausa... La mirada de la anciana parecía transformarse mientras
contaba la historia, como si la estuviera viviendo. Y ese sentimiento
era tan fuerte que podía trasladarse a los corazones de los pequeños
que, por un momento, olvidaban el hambre que los acuciaba y volaban
con las alas de la imaginación dentro de la historia.
Los
personajes de los cuentos no pasaban hambre ni frío y siempre salían
victoriosos de todos los peligros que se presentaban. Las princesas
se casaban con los príncipes, los dragones eran vencidos por los
paladines y las doncellas eran rescatadas por sus enamorados.
Cuando
caía la noche (lo que sucedía cada vez más temprano) tomaban un
plato de sopa caliente, escuchaban las historias que narraba la
abuela y se iban a dormir.
El
tiempo fue pasando y el invierno no daba ni la más mínima señal de
querer irse. Con cada comida la sopa se hacía más líquida y el
plato parecía cada vez más grande.
La
abuela, una anciana cuyos ojos casi ciegos ya habían visto muchos
inviernos duros, recurría a su memoria y a su talento de narraradora
de historias cada vez más atrapantes para mantener el hambre fuera
de las mentes de sus pequeños.
Pero,
finalmente, aquello que más temía la abuela sucedió.
Uno
de sus nietos, el mayor, comenzaba a dar muestras de impaciencia, y
ya no participaba de los relatos como lo hacía antes.
-Ven,
Gérard, siéntate con nosotros -le decía la abuela señalán-dole
un taburete que permanecía junto al gran fuego.
Pero
Gérard se cruzaba de brazos y desviaba la mirada hacia otra parte.
La
actitud del muchacho no sólo lastimaba los sentimientos de la
anciana, sino que también distraía a sus hermanos impidiendo que se
instalara el clima adecuado para abstraerlos de la dura realidad.
Una
noche, mientras todos dormían, un sonido casi imperceptible despertó
a la mujer. Antes de abrir los ojos ya supo lo que iba a ver.
-Gérard
-susurró la abuela.
El
muchacho se estaba calzando las botas con determinación junto al
fuego e ignoró su llamado.
-¡Gérard!
-repitió la abuela con mayor énfasis.
-¡Silencio!
-dijo el
muchacho con el ceño fruncido, despertarás a todos.
-¿A
dónde vas? -preguntó la anciana saliendo de sus cobijas y caminando
hacia él.
El
muchacho terminó de calzarse las botas y desde su altura habló así:
-Ya
está pronto a amanecer, saldré a cazar.
-No,
querido, este invierno es muy crudo, no hay animales en el bosque.
-Tengo
que hacerlo, tengo que salir a buscar comida.
La
vieja se acercó despacio, arrastrando con su cuerpo todos los años
de su vida.
-Espera
un poco, Gérard, por favor, no salgas. Todavía podemos resistir
algunos días más, espera a que pase el frío.
El
joven resopló y frunció aún más el ceño:
-Esperar
no servirá de nada, mis hermanos tienen hambre, yo tengo hambre y sé
que tú también lo sientes. En la olla no hay suficiente para una
sola comida decente.
La
vieja sabía que lo que le decía su nieto encarnaba la verdad más
pura, pero también temía por su vida. Al ver que el muchacho seguía
preparándose para salir y que se negaba a escuchar razones, entonces
se decidió por emplear otra estrategia.
-No
salgas, Gérard, ésta es la época en que los ogros tienen más
hambre que nunca.
Gérard
la miró con desdén:
-¿Ogros?
¿Estás hablando de ogros? Los ogros no existen, abuela, así como
tampoco existen las hadas ni los duendes. Ningún ser mágico vendrá
a rescatarnos ni llenará nuestra alacena con comida.
-Las
hadas, las brujas, los duendes y los ogros existen, aunque tú no
creas en ellos -repuso la anciana con total seriedad.
-No
seguiré perdiendo el tiempo en una discusión contigo, saldré a
cazar y volveré con comida para nuestra familia. Tú sigue
entreteniéndolos con fantasías.
Gérard
abrió la puerta. De su espalda colgaban el arco y un carcaj de
flechas. No se volvió para saludar y cerró la puerta.
-¿Qué
pasa, abuela? -se escuchó la voz de uno de los hermanos, que se
había despertado.
-Nada,
nada, vuelve a dormirte, querido.
Gérard
dio un paso con dificultad, su pierna se enterró en la nieve y
comenzó a sentir el frío en su piel. Se negó a detenerse y
emprendió una corta carrera para entrar en calor.
El
tiempo pasaba y la nieve congelaba el rostro del muchacho, que se
sentía duro como una piedra. El frío le calaba los huesos y el
aliento que escapaba de su boca se transformaba en una nube húmeda
que le enfriaba la nariz.
El
bosque nevado parecía un desierto, no se escuchaba ni el canto de un
pájaro. El absoluto silencio blanco le dio mala espina y comenzó a
considerar seriamente la posibilidad de regresar.
De
pronto vio que algo se movía entre los árboles. No sabía lo que
era pero no perdió tiempo y preparó su flecha. Y allí se quedó:
quieto y expectante. No quería arruinar la posibilidad de atrapar a
la primera cosa que veía en tantas horas.
Nada
sucedía.
Luego
de esperar un tiempo prudencial, comenzó a avanzar despacio,
afirmando bien cada pie que se enterraba en la nieve blanca y
brillante. De alguna manera, la nevada le proporcionaba la ventaja de
no hacer ruido, pero la dirección del viento era muy cambiante y eso
era una desventaja, pues era bastante probable que el animal que
deseaba atrapar ya lo hubiera detectado con su olfato.
Avanzó
un poco más y vio que su presa corría. Todavía no la había podido
ver bien, pero parecía un animal grande. Se había guarecido en la
oscuridad de un agujero entre unas rocas.
"Tú
también tienes hambre ¿eh? ¿Saliste para buscar algo de comer como
yo?" -pensó Gérard para sus adentros.
El
muchacho caminó hasta la abertura de la caverna, avanzó unos pocos
pasos y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Luego
comenzó a avanzar nuevamente, siempre portando la flecha y el arco
tensados.
Sus
pasos eran sigilosos, pero pisó algo que hizo un fuerte ruido seco y
casi lo hizo trastabillar. Fue ése el momento en que observó que en
el suelo había algunos huesos esparcidos. Soltó el arco, movió
varias veces sus dedos entumecidos y volvió a tensarlo con decisión.
La
cueva se iba haciendo cada vez más grande. A su paso, Gérard seguía
encontrando, de vez en cuando, algunos huesos mordisqueados. Más
adelante observó que el corredor doblaba hacia la derecha. Ya casi
no había luz allí dentro, por lo tanto tensó aún más su arco y
se preparó para el ataque.
Grande
fue su decepción cuando, al dar la vuelta a ese recodo, se encontró
con una pared de piedra desnuda.
Y
mientras aún permanecía ensimismado por la sorpresa, escuchó un
ruido seco, como si fuera algo que se quebrara. Se volvió hacia el
sonido que había provenido de sus espaldas y se encontró con una
criatura enorme y peluda del tamaño de un hombre gigantesco. Sus
ojos brillaban con un resplandor verde y su frente protuberante le
daba un aspecto terrible a su mirada.
La
nieve estaba entrelazada en el pelo de la criatura; sin lugar a
dudas, eso era lo que había visto afuera, pero aún no podía
entender cómo podía encontrarse la criatura del otro lado de la
caverna, cuando la había seguido todo el tiempo.
Las
preguntas de su mente se desvanecieron cuando un intenso y espantoso
olor, similar al de la carne putrefacta, embargó su olfato.
El
ogro lo miraba con sus ojos de color incandescente y la terrible boca
abierta plagada de colmillos irregulares.
Gérard
tensó el arco y estuvo a punto de lanzar una flecha, pero el ogro
fue más rápido y con un brutal golpe de su garra le destrozó la
flecha y el arco. Los restos se estrellaron contra una de las paredes
de roca y luego cayeron al suelo.
El
pánico a una muerte horrible se apoderó del alma de Gérard, que
intentó escapar corriendo. El ogro gruñó y, a pesar de su torpeza,
logró atraparlo gracias a la longitud de sus brazos.
El
muchacho sintió cómo tres frías zarpas le abrían la espalda,
tropezó y cayó al suelo embarrado, se dio la vuelta desenfundando
su cuchillo pero ya el ogro había caído sobre él, con todo el peso
de su cuerpo y extrayéndole todo el aire de sus pulmones. Gérard
sintió que sus fuerzas lo abandonaban y ni siquiera pudo seguir
sosteniendo la empuñadura. El arma se hundió en el barro.
El
invierno fue muy crudo ese año, pero muchas criaturas lograron
sobrevivir al frío intenso. La familia, que permanecía en la
cabaña, ahora tenía un integrante menos y, por lo tanto, la escasa
comida de que disponían logró alcanzar para todos.
Y
aquel que había salido a buscar alimento, se convirtió en comida
del ogro que, gracias a la carne del humano, logró sobrevivir al
hambre del invierno.
Cuentos
de ogros
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anonimo (francia) - 078
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