Había
una vez un soldado que regresaba de las Cruzadas. Toda su vida había
sido un pobre trabajador rural que prestaba su brazo para toda
aquella tarea que pudiera realizar. Sin embargo, el destino no le
había sonreído nunca. Sumido en la pobreza y en la miseria, aceptó
unirse a las tropas del ejército cristiano que liberaría Tierra
Santa de la posesión de los infieles, creyendo que de ese modo su
suerte cambiaría.
En
muy poco tiempo adquirió la habilidad del guerrero, aprendió cómo
matar y cómo sobrevivir.
Pero
llegó un día en que el ejército entero fue aplastado bajo las
fuerzas enemigas. Piedras y flechas destrozaban los cuerpos de
quienes se encontraban a su alrededor. Las fuerzas cristianas
emprendieron entonces la retirada, pero cayeron en el intento. El
enemigo los superaba en número de diez a uno.
Las
cimitarras lo rodeaban y el soldado luchó valientemente, blandiendo
la espada a diestra y siniestra y cercenando la vida de todo aquel
que se acercara para matarlo. Pero, de pronto, un fuerte golpe en la
cabeza le hizo perder la conciencia y se sumió en la oscuridad.
Cuando
despertó, el dolor de la cabeza volvió inmediatamentc. Estaba
empapado en sangre, propia y ajena, y tenía la visión borrosa y la
boca reseca. Tomó una daga y una espada que el eneuligo no había
querido llevarse y se apresuró por salir de aquel campo de batalla
repleto de cadáveres que ya comenzaban a descomponerse. Algunas aves
negras, animales carroñeros, ya habían empezado a darse su
truculento festín.
¿Qué
hacer? Su ejército estaba disuelto, no tenía salud, ni coinida ni
misión. Decidió que lo mejor era regresar a su hogar, a su ticrra
natal. La Cruzada, al menos para él, había terminado.
El
soldado caminó durante muchos días; las heridas eran dolorosas,
pero el hambre lo era aún peor y golpeaba sus sentidos romo un
ariete que intentaba derribar la puerta de su voluntad.
Y
cuando ya creía que iba a enloquecer por la falta de alimento
vislumbró, a lo lejos, una humilde vivienda que se erigía en la
planicie de un valle. Con las últimas fuerzas se dirigió hacia allí
y golpeó la puerta para pedir algo de comida y agua.
Al
momento se presentó un hombre grande y barbudo que, si bien al
principio desconfió del extraño, que aún vestía una cota de malla
destrozada y ensangrentada, finalmente lo hizo pasar y le dio de
comer.
El
soldado devoró el plato de sopa y el pan que le ofrecían y bebió
hasta la última gota de vino que le habían servido en la taza.
-Debes
comer poco si has pasado hambre durante algún tiempo -sentenció el
dueño de casa.
-¿Por
qué? -preguntó el soldado mientras se limpiaba la barbilla con la
mano.
-Si
a un estómago que ha permanecido vacío durante muc lios días le
das de pronto demasiada comida, la echará fuera. Y ninguno de los
dos quiere eso.
Y
luego del comentario prorrumpieron en carcajadas.
El
soldado agradeció el consejo y la comida y luego el hombre barbudo
le mostró un lugar en el cobertizo donde podía desecansar y
asearse.
Al
otro día el soldado se levantó mucho mejor, el descanso al amparo
del frío de la noche y la buena comida le habían sentado bien.
Salió rumbo a la casa y encontró al hombre barbudo atareado en las
faenas diarias.
-¿Cómo
puedo recompensar lo que has hecho por mí?
-No
es nada -respondió el dueño de casa secando el sudor de su frente.
El
soldado repitió:
-¿Tienes
algún trabajo que pueda realizar?
El
hombre lo miró nuevamente con esa expresión escrutadora hasta que
finalmente asintió y le mostró algunas tareas.
El
soldado se quitó sus ropas de batalla y se dedicó a realizar la
labor. Trabajó muy duro aquel día y el dueño de casa fue
aumentando las porciones que le iba sirviendo con cada comida.
Al
día siguiente el soldado se levantó al alba y trabajó más duro
que el día anterior. Y así fueron pasando los días, hasta que
llegó una noche en que el hombre barbudo fue más generoso con el
vino que de costumbre.
El
soldado percibió que algo pasaba, o que algo sucedería. Finalmente
el dueño de casa se sentó y habló con voz serena:
-No
puedo pagar por la labor que haces. Eres un buen hombre, pero no
tengo tanto dinero y siento que me estoy aprovechando de ti.
-No...
-comenzó a decir el soldado, pero fue interrumpido por el dueño de
casa que habló con una voz cargada de autoridad.
-He
preparado un saco con comida y agua. Y sólo puedo darte tres monedas
por todo lo que has hecho. Además mi familia vendrá dentro de
algunos días y la comida no sobrará en la mesa. Descansa aquí esta
noche y ya mañana podrás emprender el camino a tu hogar.
El
soldado agradeció la hospitalidad del hombre y, a pesar de que éste
le repitió una y otra vez que podía pasar la última noche allí,
tomó el saco, las tres monedas, su armadura de batalla y sus armas,
y partió bajo la luz de las estrellas hacia el pueblo más cercano.
Luego
de caminar durante algunas horas bajo el cielo repleto de estrellas
de una noche despejada, vislumbró una taberna de la que salían luz,
música y risas.
Abrió
la puerta y se encontró con un lugar lleno de gente que bebía
alegremente. Algunos cantaban abrazados mientras que otro grupo
seguía el ritmo de un instrumento de cuerdas con las palmas o con el
pie.
El
soldado se acercó al tabernero, pidió un trago y se lo bebió de
una vez.
Luego
pidió el segundo, al que logró encontrarle algún sabor.
Y
fue luego del tercero cuando recién pudo disfrutarlo. De todas
maneras tampoco tenía más dinero. Dejó las monedas sobre la mesa y
el tabernero las recogió rápidamente.
Se
disponía a partir cuando un gran silencio se hizo en el lugar. Un
hombre viejo se disponía a narrar un cuento.
-¡Es
la historia de los siete ogros! -susurró un parroquiano a un
compañero a quien el vino ya había hecho su efecto.
El
soldado había escuchado muchas historias en la guerra, también
había visto cosas increíbles, pero nada tan increíble como la
historia que estaba escuchando.
El
viejo narrador abría los ojos y hacía ademanes con las manos
dándole más ímpetu a un relato que se iba gestando en la mente de
todos los presentes.
Tal
vez fue por la cantidad de alcohol que había bebido, tal vez el
narrador era demasiado bueno, pero el soldado pudo sentir cada parte
de la historia que contaba.
-Existe
una caverna que, a simple vista, no tiene nada de especial: un
agujero oscuro en la ladera del cerro. Pero ésa es la entrada al
mayor tesoro que existe en este mundo y está protegido por los siete
ogros más poderosos que hay, uno más terrible que el otro.
El
silencio era tan profundo que sólo se escuchaba el crepitar del
fuego.
-Hubo
una vez un hombre que decidió entrar en la caverna y llevarse el
tesoro. Toda la gente le imploró que no lo hiciera, pues todo aquel
que se hubo atrevido pereció en el intento, encontrando muertes
horribles que le helarían la sangre de las venas a cualquier
espectador de ellas.
Algunos
de los presentes dieron respingos de escalofrío. El viejo narrador
continuó luego de una larga pausa:
-Algunos
de los que entraron fueron devorados vivos, mordisco a mordisco.
Otros que quisieron hacerse con el tesoro eran dos hermanos, ¡dos
locos!, que pensaron que porque eran dos iba a ser todo más fácil.
¡Qué ilusos! Ya de entrada los agarró el primer ogro y los ató a
los dos, luego los iba cortando de a pedazos y obligaba a un hermano
a comerse al otro.
Algunos
de los hombres hicieron arcadas, abrieron la boca, sacaron la lengua
y cerraron los ojos para quitarse de la mente aquella imagen
horrorosa. Pero el soldado no, él seguía escuchando atentamente:
-Pero
hubo un hombre que casi llegó al final y fue el que más lejos llegó
en verdad. Se dice que ése no entró por el tesoro, sino para
rescatar a una hermosa mujer a quien amaba y que había sido
secuestrada por los ogros de esa caverna. El hombre era un príncipe
o algo parecido. Sabía luchar muy bien con cualquier clase de armas
y tenía una armadura que relucía bajo la luz del sol. Se dice que,
al principio, hay que avanzar unos pocos metros para que los ojos se
acostumbren a la oscuridad. Y cuando estaba listo e iba a avanzar
apareció el primer ogro, que tenía una boca gigantesca llena de
colmillos agudos como agujas. Era grande este ogro, grande y fuerte y
de pelo negro. Los ojos rojos brillaban en la oscuridad como dos
brasas encendidas. Pero el guerrero lo venció fácilmente.
La
gente se había agachado, inclinándose hacia adelante para escuchar
mejor, puesto que el viejo, a veces, bajaba la voz hasta niveles
inaudibles.
-El
guerrero siguió avanzando y lo sorprendió el segundo ogro, que era
tan grande como el primero pero tenía, en lugar de dedos, garras
afiladas como navajas. Con las garras lo atacó y le destrozó el
escudo. Pero el guerrero, luego de reponerse de la sorpresa, también
lo venció fácilmente. El tercero era más grande clue el anterior y
estaba armado, tenía una especie de garrote lleno de púas. Trató
de pegarle varias veces, pero el guerrero saltó hacia un lado y
hacia el otro y logró enterrarle la espada en un descuido, y el ogro
murió. El príncipe siguió adelante y, de pronto, un relámpago
iluminó la caverna de tal forma que casi lo dejó ciego. El guerrero
se arrojó al suelo y arrastrándose se ocultó tras unas rocas. Pero
cada vez que intentaba salir aparecía ese relámpago que fulminaba
todo lo que tocaba. Entonces el guerrero se fue asomando poco a poco
y logró ver a un a ogro mucho más grande que el anterior y que
tenía un solo ojo en su cabeza, y de este ojo salía el relámpago.
Se agachó justo a tiempo y el relámpago pasó rozándole el yelmo,
que se puso rojo como si hubiera estado en el fuego de una fragua por
muchas horas. El hombre se lo tuvo que sacar para no quemarse la
cabeza y, entonces, lo tiró hacia el ogro, que lo siguió con la
mirada, y cuando éste le estaba arrojando el relámpago, el guerrero
le arrojó una daga y se la clavó en el ojo y lo mató.
Se
hizo una pausa larga, el viejo se frotó la garganta y dijo como al
pasar:
-Tengo
un poco de sed.
En
menos de lo que canta un gallo tenía tres jarras de bebidas a su
alrededor. El viejo bebió pausadamente, suspiró, se limpió la
barbilla y eructó. Luego inspiró profundamente y siguió contando
mientras todos esperaban ansiosamente el final de la historia:
-Después
apareció un ogro más grande que los anteriores, pero tenía dos
cabezas y dos mazas pinchudas que manejaba con sorpren-dente
habilidad. Como si fueran dos personas distintas compartiendo el
mismo cuerpo. Muchas veces estuvo a punto de morir el guerrero, pero
finalmente pudo derrotar al ogro de dos cabezas matándolo con su
espada. Entonces apareció el sexto ogro que era tan grande que
ocupaba toda la cueva. El guerrero enterró varias veces la espada en
su cuerpo pero sin hallar ni su cabeza ni su corazón. El monstruo
gigantesco intentaba atraparlo con su mano que parecía un carro que
trataba de aplastarlo. Parecía que la caverna entera se venía
abajo. Pero el guerrero logró esquivar al ogro gigantesco y siguió
avan-zando.
El
viejo bebió hasta agotar toda su bebida:
-Finalmente
fue el séptimo ogro quien lo mató. Por eso nadie sabe cómo es el
séptimo ogro, el más cruel y terrible de todos.
El
silencio en el auditorio era impresionante, sólo se escuchaban los
ruidos de los insectos nocturnos.
-Por
eso el tesoro sigue allí, porque el séptimo ogro mató al príncipe.
Éste nunca pudo rescatar a su amor, y algunos dicen que aquel que
pasa desprevenido por la caverna aún escucha el llanto amargo de la
joven.
-El
viejo suspiró y luego dijo: Una historia de amor muy triste, muy
triste en verdad. La pobre mujer allí, encerrada, esperando a que su
enamorado la rescate..., si no tuvo la mala suerte de ver cómo lo
devoraban después de haber vencido a los seis primeros ogros.
La
conversación volvió a fluir aunque no tan animada como antes. El
soldado se había quedado pensando en el tesoro de los siete ogros.
Quería tener dinero, era lo que más ansiaba en el mundo, pero...
¿la historia sería cierta?
-¡Hey!
-dijo el soldado llamando al viejo narrador.
El
hombre siguió sentado en su silla bebiendo de la segunda jarra que
tenía arriba de la mesa.
El
soldado se acercó al anciano y se le sentó enfrente:
-¿Esa
historia de ogros es verdad?
-¡Por
supuesto que lo es!
-¿Entonces
cómo sabe contra qué ogro peleó el guerrero si finalmente murió?
-Un
narrador de cuentos nunca revela su fuente, para que no le roben el
cuento. Pero te apuesto mi vida a que es cierto, sino, de otro modo,
no lo hubiera narrado.
-¿Cómo
era el séptimo ogro? -preguntó el soldado entusiasmado.
-Mmmmmm
-dijo el viejo antes de responder, se meció la larga barba gris y
carraspeó un poco- es un misterio, uno tan grande que nadie ha
podido resolver hasta ahora.
-Si
es verdad lo que cuenta, entonces podrá señalarme la caverna del
tesoro de los siete ogros.
El
viejo volvió a tomarse su tiempo, inspiró profundamente y al fin
habló:
-Es
un suicidio lo que deseas hacer, pero veo en tus ojos que ni siete
ogros serían capaces de hacerte desistir. Yo soy muy viejo para un
viaje tan largo pero te diré dónde podrás encontrar el lugar, es
fácil de reconocer si estás allí. Deberás caminar hacia el sur
durante un día y medio, encontrarás tres cerros que tienen varias
cuevas. Las montañas son altas y el sol casi no las toca excepto en
cl amanecer o en el atardecer. Espera el momento en que salga o se
ponga el sol y verás que sus rayos iluminan, por unos instantes,
todas las entradas de las cavernas que hay allí excepto una. Esa es
la entrada al reino de los ogros, ésa es la puerta que te conducirá
al tesoro de los siete ogros.
El
soldado se levantó con renovadas fuerzas, como si una nueva energía
corriera por su cuerpo. Salió de la taberna sin siquiera saludar al
anciano y emprendió la caminata.
No
fue difícil hallar el camino. Al segundo día, ya desde lejos, pudo
vislumbrar la silueta de un grupo de cerros que se erguían en el
horizonte.
El
soldado apuró el paso, no quería perderse la puesta de sol que le
marcaría la entrada de la cueva.
Llegó
justo a tiempo, los rayos del astro rey iluminaban todas las entradas
excepto una, la más oscura de todas. Un musgo verdinegro crecía
entre las rocas que la conformaban.
Descansó
un rato mientras revisaba sus armas. Finalmente se puso de pie,
desenfundó su espada y se sumergió en la oscuridad.
El
soldado hizo lo mismo que había hecho el príncipe del cuento:
esperó un momento a que sus ojos se acostumbraran a las sombras.
Luego comenzó a caminar con paso lento pero seguro, intentando hacer
el menor ruido posible.
La
antorcha titilaba en la oscuridad, parecía como si en algún
niomento ésta fuera a cobrar vida y a engullirse el fuego y la luz.
Un
bulto gigantesco y monstruoso se movió adelante y el soldado arrojó
la antorcha a un costado para no delatar su posición. El monstruo
que se acercó tenía el mismo aspecto que había desrrito el viejo:
una boca gigantesca plagada de colmillos agudos, cuerpo cubierto de
pelo y ojos rojos como dos brasas encendidas dle furia. Era evidente
que el viejo había mentido: los siete ogros scguían vivos. O bien,
lo cual era más aterrador, tenían el poder de volver de la muerte.
El
ogro se acercó al fuego mientras olfateaba el aire con sus dilatadas
fosas nasales. El soldado saltó desde las sombras y hundió su arma
en la espalda de la criatura que se retorció de terror y aulló como
un animal. El soldado la arrancó con la misma furia con la que la
había clavado y cuando el ogro se volvió la enterró en la boca
rompiéndole algunos colmillos.
El
ogro se desplomó muerto.
Unos
pasos rápidos comenzaron a retumbar desde más adelante y el soldado
supuso que el aullido había llamado la atención de los demás ogros
y se preparó para pelear. Tomando la antorcha y la espada mantuvo a
raya al segundo ogro, que era más grande y espantoso que el primero.
Tal como el cuento lo había anticipado, sus brazos terminaban en
afiladas zarpas.
El
ogro intentó cortarlo con poderosos golpes que el soldado esquivó
hábilmente; las garras eran tan filosas que al chocar contra la
pared desnuda de roca de la caverna desprendían pedazos de piedra.
El
soldado usó la antorcha como una maza y le quemó la cara, y ante la
sorpresa y el dolor del ogro, arremetió con la espada varias veces
hasta asegurarse de que lo había matado.
Mientras
el soldado intentaba recuperar el aliento, escuchó nuevamente el
ruido de alguien, o algo, que se acercaba.
Y
el tercer ogro no tardó en aparecer. Era más grande que los
anteriores y portaba un garrote pinchudo que manejaba con gran
habilidad. La antorcha del soldado estaba casi consumida, la
oscuridad lo rodeaba y no lograba acercarse lo suficiente para
matarlo.
De
pronto, el soldado trastabilló y cayó al suelo sembrado de huesos.
La espada escapó de su mano y rebotó en la oscuridad de la caverna
hasta perderse de vista. El ogro sonrió con una mueca maliciosa y
levantó la maza con las dos manos para asestar su golpe mortal.
El
hombre apoyó las manos en el suelo para intentar escapar y se pinchó
con algo, lo sujetó con fuerza y casi sin pensar usó el objeto
puntiagudo para clavarlo en uno de los pies desnudos del ogro, que
aulló de dolor y perdió el equilibrio.
El
soldado saltó sobre el ogro y sin darle tiempo a recuperarse
desenfundó su daga y lo degolló de un solo tajo.
Mientras
la sangre manaba de manera abundante, se dio cuenta de que lo que
había usado para apuñalar el pie del ogro había sido un hueso de
alguna de sus víctimas. Luego buscó la espada y finalmente la
encontró.
La
antorcha permanecía en el suelo, a punto de apagarse. Oteó la cueva
buscando algo de madera pero no halló nada. Intentó prender fuego
al garrote del ogro que acababa de matar pero estaba tan impregnado
de sangre vieja que el fuego no lo quería tocar.
Se
cortó las mangas de la camisa y preparó una nueva antorcha, aunque
sabía que no le duraría mucho tiempo.
Siguió
caminando con mayor ansia pues ya había vencido a los tres primeros
ogros. De pronto se sobresaltó al encontrar un cráneo extraño que
tenía un solo agujero en lugar de dos. Una daga de bella empuñadura
labrada permanecía clavada en dicha cavidad, que estaba en el medio
de la frente. El soldado recordó cómo el ogro que arrojaba rayos de
su único ojo había sido muerto por aquel príncipe de la historia.
Con mucho esfuerzo logró sacar la daga y se la guardó en su
cinturón.
Siguió
avanzando en la caverna que se hacía cada vez más oscura y fría.
La humedad le calaba los huesos y a pesar de sus recientes victorias
sentía que el temor se le iba agrandando.
El
quinto ogro de dos cabezas permanecía dormido contra una gran
piedra, a su lado tenía un garrote y una maza de metal que terminaba
en cuatro muescas puntiagudas.
El
soldado se acercó lentamente, intentando producir el menor ruido
posible, mientras sostenía una daga en cada mano. Pero cuando estaba
a tres metros del monstruo, la nariz de una de las cabezas pareció
olfatearlo, y entonces el ogro abrió los ojos y lo vio. Con el brazo
del lado de la cabeza despierta se pegó un golpe en la cara de la
otra, que parpadeó y rugió con furia.
El
soldado saltó sobre la criatura y enterró ambas dagas en el pecho
peludo. Las dos cabezas gritaron de dolor y sujetaron al hombre con
sus poderosos brazos.
El
soldado comenzó a sentir que los huesos le crujían en un abrazo que
lo terminaría por aplastar.
Usó
sus piernas y pateó los gigantescos genitales desnudos del ogro, que
inmediatamente lo soltó. Desenfundó su espada y con dos certeros
movimientos le cortó las dos cabezas.
El
soldado se dio cuenta de que el ogro se había despertado porque lo
había olfateado, al igual que el primero. Entonces, desenterró las
dos dagas que le había clavado y despellejó al ogro y se cubrió
con su piel maloliente.
Siguió
avanzando casi a ciegas hasta que tropezó con algo gigantesco que,
sin lugar a dudas, no era roca. Trató de adivinar la forma y se dio
cuenta de que era un ogro mucho más grande que todos los anteriores,
pues ocupaba casi toda la abertura de la cueva. Estaba durmiendo. Un
pequeño espacio quedaba cerca de su trasero, el único hueco por el
que el hombre podría pasar.
Lentamente
comenzó a trepar sobre el cuerpo del ogro y cuando estaba a punto de
llegar al otro lado la inmunda mole se movió. El soldado se quedó
estático como una estatua. Sintió el ruido de su nariz olfateando
el aire y una mano gigantesca, que lo podría aplastar con un mínimo
esfuerzo, lo tocó.
El
ogro volvió a sumergirse en su sueño y el soldado puro suspirar
aliviado, pues el ogro había creído tocar a uno de sus compañeros
al sentir la piel del ogro muerto en sus dedos.
El
caballero siguió avanzando con lentitud, el corazón le galopaba
como un caballo desbocado. ¿Cómo sería el séptimo y último ogro?
De pronto notó que, más adelante, había una cierta luminiscencia
dorada y ya no se respiraba el hedor de la cueva.
Preparó
su espada debajo de la piel del ogro y siguió avanzando hasta que
llegó a un recinto gigantesco que parecía un palacio de piedra.
Estaba iluminado por cientos de candelabros de oro y plata. Los
techos eran altos. Había escaleras y arcadas, cortinas de seda,
tapices y, en el centro del salón, una gran pila de monedas, joyas y
objetos preciosos.
La
luz del lugar no provenía tanto de las velas como del resplandor
dorado del tesoro de los siete ogros.
De
pronto llegó a sus oídos el sonido de un llanto. El soldado rodeó
el tesoro y se encontró con una mujer de largo pelo negro, cubierta
con harapos y con la piel sucia y golpeada.
-¿Qué
te sucede? -preguntó el soldado quitándose la piel maloliente del
ogro que lo cubría.
La
mujer pareció asustarse; las lágrimas habían formado surcos en la
suciedad de su rostro, aunque el soldado se percató de inmediato de
que se trataba de una bella mujer.
-Me
tienen encerrada aquí desde hace mucho tiempo.
El
soldado la ayudó a ponerse de pie y le dijo con voz segura:
-No
te preocupes, he matado a todos los ogros.
Ella
detuvo su llanto y abrió los ojos desmesuradamente.
-¿A
los siete? ¿Has matado a los siete ogros? -preguntó con
desesperación.
El
hombre reflexionó un instante antes de responder y cayó en la
cuenta de que sólo había vencido a seis de ellos.
-No
maté a siete, no encontré al último. ¿Sabes cómo es el séptimo
ogro?
-No,
no falta ningún ogro, falta la reina, la madre de todos ellos, falta
la ogresa. Ella tiene poderes mágicos y es la más fuerte de todos.
-¿La
ogresa? ¿Y dónde está? -preguntó el soldado mirando a su
alrededor.
-¡Aquí!
-gruñó la mujer dejando sobresalir sus colmillos, y con un golpe de
garra le arrancó la cabeza.
Cuentos
de ogros
0.118.1
anonimo (europa) - 078
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