La
cabaña estaba sumergida en el bosque, los frondosos árboles que la
rodeaban eran tan antiguos como el mundo mismo. El viento del otoño
soplaba entre el follaje de hojas de color ocre que se iban
descolgando de las ramas como los copos de nieve desde el cielo.
El
suelo estaba alfombrado de hojas muertas y, cuando la puerta de la
cabaña se abrió, algunas se arremolinaron en torno. Un hombre
grande y alto, de grueso pelo negro y barba poblada, le dio un beso
en la mejilla a su mujer, que sonreía mientras mecía a su pequeño
de pocos meses.
El
hombre se volvió, abrió la puerta del cobertizo que se apoyaba
sobre una de las paredes de la casa, tomó la soga y el hacha y
partió hacia el interior del bosque, como todos los días que iba a
trabajar.
La
mujer aguardó un rato en el umbral, hasta que la figura de Su marido
se perdió en la espesura verde amarronada del bosque otoñal. Cuando
ya no pudo distinguirlo cerró la puerta y puso la tranca.
El
humo que se desprendía por la chimenea de la casa llevaba el aroma
de la comida recién hecha. La mujer agregó algunas ramas que pronto
fueron envueltas por lenguas de fuego, luego se quedó allí
revolviendo el caldero.
De
pronto el bebé comenzó a llorar. La mujer volvió a su lado y lo
levantó en brazos. Lo notaba inquieto, nervioso...
Dos
golpes en la puerta la sobresaltaron. Caminó hacia ella meciendo a
su bebé y pensando que, seguramente, era su marido que regresaba
porque se había olvidado de algo.
Corrió
la tranca y abrió la puerta mientras sostenía a su bebé con la
otra mano y su corazón le dio un vuelco, puesto que sus ojos no
podían creer que aquello que se le presentaba a menos de un metro de
distancia perteneciera al mundo de lo real.
Allí,
en el umbral de la puerta de su cabaña, había un ser gigantesco,
más alto que su marido. Todo su cuerpo estaba cubierto de un pelaje
corto de color marrón. Sus manos eran grandes pero sus dedos
parecían demasiado cortos y terminaban en una uña negra curvada,
parecían garras. También las de sus pies. Tenía las rodillas al
revés, como las de algunos animales corredores. La cabeza era muy
grande y estaba casi pegada al cuerpo, unida con un cuello muy corto.
Su boca grande, de labios gruesos, estaba poblada de numerosos
colmillos. Su nariz, aplastada, tenía las fosas nasales dilatadas y
hacía un fuerte ruido cada vez que inspiraba o expiraba. Sus pechos
eran enormes y también estaban cubiertos de vello excepto en la zona
de los pezones, que eran grandes y tenían una tonalidad más oscura.
Pero lo más impresionante de todo eran sus ojos grandes y
brillantes, como los ojos de los animales que a veces traía el dueño
de casa para comer.
En
una fracción casi imperceptible de tiempo una idea cruzó la mente
de la mujer: gritar socorro, pues tal vez su marido aún estuviera lo
suficientemente cerca como para oírla; aunque también eso podía
alterar a la criatura, que por otra parte era evidentemente de sexo
femenino.
En
un rápido movimiento intentó cerrar, pero la ogresa colocó un
pie-garra en el umbral y frenó el avance de la puerta. Su boca
balbuceó algunas palabras y la mujer sólo pudo comprender dos.
-Comida...
bebé.
El
pánico llegó a su punto culminante puesto que la criatura ¡quería
comerse a su hijo!
La
mujer hizo más fuerza para cerrar la puerta, pero el pie-garra de la
ogresa era tan firme como si fuera el tronco de un árbol que hubiera
echado raíces.
La
mujer retrocedió y tomó una de las ramas encendidas del fuego.
Volvió hacia la puerta para enfrentar a la ogresa, pero ésta, que
no se había movido del lugar, volvió a decir algunas palabras:
-¡No
leche! -dijo la ogresa tomándose un voluminoso pecho.
Fue
en ese momento cuando la mujer se dio cuenta de que la ogresa
sangraba en un hombro y que los ojos desmesuradamente abiertos no
infundían terror sino que eran reflejo de la desesperación.
La
criatura extendió una garra hacia el bebé y la mujer retrocedió
asustada, empuñando la rama encendida. La ogresa, sin inmutarse,
señaló hacia un costado donde se podía ver una bolita de pelo gris
que se movía y extendía sus garritas hacia el cielo.
-¡Bebé...
hambre... no leche!
En
ese momento el pequeño ogrito se puso a llorar con un tono agudo y
suplicante.
La
mujer comprendió la desesperación de una madre por alimentar a su
hijo. Retrocedió hacia la casa, dejó al bebé en la cuna (todo esto
sin soltar la rama encendida) y tomó una jarra de leche que entregó
a la ogresa.
La
criatura no sabía cómo agarrar la jarra, sus dedos no eran aptos
para ello y trataba de hacer movimientos lentos para que la mujer no
se asustara.
La
mujer volvió a la casa, puso la leche en una taza de madera con
pico, que su marido había tallado para darle de beber a su hijo, y
se la ofreció nuevamente a la ogresa.
La
criatura tomó la taza con ambas manos y comenzó a alimentar a su
hijo.
La
mujer se apiadó de la ogresa. La rama ya se había apagado y volvió
a arrojarla al fuego. Fue a la despensa por un poco de pan y queso,
envolvió todo en un lienzo blanco y se lo entregó a la criatura,
que había derramado un poco de leche sobre el rostro de su hijo.
La
ogresa dejó la taza en el umbral de la puerta, tomó el paquete y
rápidamente desapareció en el bosque.
La
mujer sabía que no podía contar nada de esto a su marido, pues los
hombres no comprenden en lo absoluto a las mujeres. Y mientras seguía
revolviendo el caldero y pensando en su inusual encuentro, no pudo
evitar sonreír al decirse a sí misma cómo el instinto de una madre
podía superar todos los obstáculos, hasta el del habla y el de la
especie.
Su
marido regresó antes de que se ocultara el sol y la regañó por
haber dejado tirado un lienzo junto a la puerta. La mujer iba a
replicar pero decidió guardar silencio.
A
la mañana siguiente amaneció con mucho frío. Su marido se aseguró
de dejarle una buena carga de leña antes de irse. Pero a pesar de
las tareas de la casa, que eran muchas, la mujer no podía sacarse de
la cabeza a la madre ogresa y su pequeño retoño.
Abrió
la puerta y dejó la taza con pico llena de leche, una hogaza de pan
y medio pastel de moras.
Unas
horas antes de que regresara su marido abrió la puerta y allí
estaba: la taza vacía y el lienzo vacío y limpio, sin restos de la
comida que había contenido. La mujer sonrió y entrando las cosas
cerró la puerta con la tranca.
Y
así fueron pasando los días. La mujer dejaba la taza de madera que
tenía el pico tallado llena de leche, una hogaza de pan y algún
otro alimento, siempre teniendo cuidado de no poner carne, porque la
mujer tenía miedo de que la carne despertara algún tipo de instinto
que podría poner en peligro a ella y a su bebé. Y cada tarde, antes
de que regresara su marido, abría la puerta y encontraba la taza y
el lienzo vacíos.
Pero
así como iban pasando los días, el otoño también iba pasando,
dejándole el lugar al invierno.
Una
mañana la mujer abrió la puerta para depositar la taza de leche y
algunos alimentos, y sintió que la miraban. Se quedó allí, de pie,
observando todo a su alrededor. Había una especie de calma y
silencio profundo, como el que se produce antes de una gran tormenta.
Y
lo que ocurrió no fue una tormenta pero sí un cambio climático,
pues en ese momento comenzó a nevar. La ogresa apareció de entre
los árboles, había estado allí, mirándola, todo el tiempo, y sin
embargo no había podido distinguirla.
-¡Tu
leche! -dijo apuntándola con una garra, ¡bebé! -señaló hacia un
costado, desde donde apareció corriendo un ogro que ya llegaba hasta
la cintura de su madre.
-¡Yo
no leche! -siguió hablando la ogresa, yo darte sangre tu bebé.
La
ogresa extendió una garra y en su palma había una anillo de oro
cubierto de una sustancia rojiza.
-Yo
sangre no enfermar... fuerza... crecer... tu bebé.
-Siguió
repitiendo la ogresa.
La
mujer pudo notar en sus ojos una verdadera preocupación para que
entendiera. La ogresa repetía sus frases sin parar y se esforzaba
por encontrar las palabras adecuadas, y seguía con la mano
extendida.
La
mujer, entonces, tomó el anillo y le repitió lo que había
entendido:
-Así
como yo le di leche a tu hijo, tú le das a mi hijo este anillo que
tiene tu sangre para que crezca fuerte y nunca se enferme.
La
ogresa sonrió de oreja a oreja y asintió repetidamente con la
cabeza. Luego emitió una especie de gruñido y se volvió corriendo
hacia lo profundo del bosque, seguida por su hijo, que corría detrás
de ella.
Y
ésa fue la historia que le contó mi bisabuela a mi abuela, y mi
abuela a mi madre y yo a ti. Hace mucho tiempo que el anillo se ha
perdido, pero se cree que ese bebé, el de la historia, en algún
momento se puso el anillo en la boca y estuvo chupándolo un buen
rato. Por esa razón se dice que en nuestra familia hay sangre de
ogro y por ese motivo somos todos tan altos, fuertes y nunca nos
enfermamos.
Cuentos
de ogros
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anonimo (italia) - 078
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