Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 11 de enero de 2015

El intruso de nochebuena

La gente que vive en la lejana región de Islandia posee una gran devoción hacia los ritos de la religión católica que han adoptado; por tal motivo, consideran que la misa de Nochebuena es una de las más importantes y nadie quiere perdérsela, pues es el símbolo del festejo del nacimiento de Jesús.
Sin embargo, no todos pueden concurrir a dicha misa pues la casa no puede quedarse sola y desprotegida. Debemos recordar que los meses de diciembre y de enero son los más fríos de todo el año y es menester mantener el fuego encendido. Y si hay un fuego encendido en una casa también debe haber alguien que cuide el fuego, pues no es extraño que, de vez en cuando, se produzca algún accidente. Alguna chispa saltarina, escapándose alguna vez del hogar de piedra, ha caído sobre algún elemento combustible y ha incendiado casas enteras.
Por eso es que en cada hogar de Islandia, durante la Nochebuena, alguien debe quedarse a cuidar la casa y el fuego. Algunas lamilias optan por una elección al azar por medio de un sorteo; en otras, es el padre el que decide, de acuerdo con ciertos castigos o premios según el comportamiento de las personas que viven con él durante todo el año; en otros hogares se van turnando entre los hermanos, un año cada uno...
Pero la familia de Snorkill no hacía ninguna de esas cosas, pues en esa casa, que estaba un poco más alejada de las demás, sucedía algo diferente, algo terrible.
Cada año, al regresar de la misa, encontraban abierta la puerta de su casa y la alacena revuelta y saqueada. Pero lo más terrible de todo es que no había ningún rastro del criado que se había quedado a proteger el lugar. Y buscaban a la persona por todos lados, los vecinos también colaboraban, e incluso, juntos, formaban cuadrillas de búsqueda, pero el criado nunca aparecía.
Cada año se volvía a repetir la misma situación: el criado desapa-recía, la puerta de la casa estaba abierta y la alacena saqueada.
De modo que, con el tiempo, la familia Snorkill comenzó a tener cierta mala fama debido a esta situación que se repetía año a año. Claro que ningún criado quería quedarse a cuidar la casa, pues todos sabían lo que sucedía y nadie quería arriesgarse a desaparecer para siempre.
Las historias que se elaboraron en torno al misterio eran docenas, y muchas diametralmente opuestas, pues estaban aquellos que afirmaban que los criados aprovechaban a saquear la casa y luego partir para siempre a otras tierras, y estaban los otros -que eran la mayoría- que decían que eran secuestrados por hadas, duendes, fantasmas, brujas y ogros que se los devoraban o los mantenían secuestrados para toda la eternidad en sus madrigueras.
El año estaba por terminar y uno nuevo por comenzar. La misa de Nochebuena tendría lugar dentro de dos meses y la familia ya había comenzado a mostrar signos de verdadera preocupación, así como los criados más viejos de la casa habían amenazado con irse para siempre si sólo les llegaban a sugerir que se quedaran esa fatídica noche.
Pero resultó que por esos días apareció una muchacha alta y flaca, de cabello largo y oscuro que se acercó a la casa pidiendo trabajo.
La dueña de casa sonrió, pues seguramente se trataba de una extranjera y, por lo tanto, ella no conocería las terribles habladurías que se comentaban sobre su hogar.
-Sí -le dijo la mujer, puedes trabajar para nosotros, siempre se necesita una mano fuerte que ayude con las tareas, pero ames debes prometerme lo siguiente, ya que eres la última persona en entrar a trabajar en esta casa.
-Dígame, señora, y por mi amor a Jesucristo que trataré de cumplir con toda mi fe.
La mujer estaba un poco sorprendida ante la respuesta de la muchacha. Le parecía muy bien tener a alguien con tanta fe en su casa, aunque por otro lado también sintió lástima de la pobre chica y de lo que pudiera sucederle.
-Cada Nochebuena, todas las familias de por aquí partimos hacia la iglesia para celebrar la misa del nacimiento de Jesucristo Nuestro Señor, pero alguien debe quedarse para cuidar la casa, el luego y los animales hasta nuestro regreso. Todos quieren ir a la misa, y como eres nueva, deberás ser tú la que se encargue de esa tarea.
-Lo haré con todo gusto, señora, mi fe en el Señor es fuerte y Él sabe que si no voy a misa es porque estaré trabajando para el bien de los demás.
La extranjera le sonrió y la mujer le devolvió la sonrisa.
Y así comenzó a trabajar en la casa. A pesar de su aspecto débil era una chica muy fuerte y trabajadora, era la primera que se levantaba a la mañana y la última que se acostaba a la noche. Esto produjo un poco de envidia entre los criados más antiguos que ya no trabajaban tanto como antes; pero como la muchacha no hacía alarde de su capacidad y se comportaba con total decoro y ama-bilidad, al final terminaron por apreciarla. Por otra parte, no sabían cuánto tiempo más iba a vivir la joven en este mundo, pues ya se había corrido la voz de que ella era la que se iba a quedar al cuidado de la casa durante la misa de Nochebuena.
En lugar de disfrutar de la fiesta y encontrar la paz en el espíritu, la llegada de la Nochebuena marcó un punto de quiebre, donde el temor afloró en el alma de todos los que habitaban esa casa como los pimpollos lo hacen a la llegada de la primavera.
Nadie le había dicho ni una sola palabra a la muchacha por temor a que escapara y alguno de ellos tuviera que quedarse en su lugar, pero por otro lado sentían la angustia de que algo malo le fuera a ocurrir.
El sol se ocultó en el horizonte, la familia y los criados comen-zaron a prepararse para ir a la iglesia y cuando todos estuvieron listos se acercaron a la joven muchacha, se despidieron de ella con profundo afecto y partieron de la casa.
La chica sintió que algo extraño ocurría, pero no le prestó importancia y se dedicó a seguir trabajando mientras tarareaba un canto de alabanza al Señor.
Las horas fueron pasando y la noche se fue haciendo cada vez más oscura. La muchacha ya le había dado de comer a los animales, cerrado todas las ventanas y puertas y acomodado suficiente cantidad de leña junto al fuego del hogar, que ardía con altas llamas para mantener el frío alejado de la casa.
La muchacha, entonces, se envolvió en una manta, se sentó en una cómoda silla de madera y comenzó a leer algunos pasajes de la Sagrada Biblia.
De pronto, en medio de aquel silencio donde sólo se oía el chisporrotear de los leños en el fuego, un golpe la sobresaltó. Se quedó muy quieta, sin hacer el menor ruido, mientras su corazón le golpeaba el pecho como si hubiera estado corriendo durante horas.
Un nuevo golpe en la puerta pareció hacer que toda la casa temblara. La muchacha se deshizo de las mantas y se puso de pie pero sin dejar de aferrar la Biblia.
Otro golpe, mucho más intenso que los anteriores, repercutió en el lugar.
La joven inspiró hondo, juntó coraje y preguntó con voz bien alta:
-¿Quién es?
El silencio fue toda la respuesta.
La muchacha se acercó lentamente a la puerta y volvió a repetir la pregunta.
-¡Abre! -dijo de pronto una voz.
-¡No abriré hasta que me digas tu nombre!
-¡Si no abres la puerta, la echaré abajo!
-En el nombre del Señor Jesucristo no podrás entrar.
La muchacha se acercó lentamente a la ventana y descorrió la cortina. Lo que vio le paralizó el corazón.
Allí, afuera de la casa, junto a la puerta de entrada había un gigantesco ogro de color marrón oscuro, sus ojos eran como dos brasas ardientes y sus manos terminaban en garras. Pero lo más terrible de todo eran sus aguzados colmillos, que sobresalían de una enorme boca abierta.
De pronto, el ogro se volvió y le clavó su terrible mirada infernal. La muchacha no pudo evitar dar un respingo y cerró el postigo de madera.
En ese momento la puerta comenzó a vibrar bajo los terribles golpes del ogro, que descargaba sus garras contra la madera con toda la fuerza de su furia.
La chica corrió y se sentó contra la puerta, resistiendo los embates del ogro con su espalda. Abrió la Biblia al azar y sus ojos se posaron sobre los salmos. Y a pesar de todo el terror que sentía, comenzó a leerlos en voz alta.
Los golpes se volvieron aún más fuertes y la puerta parecía venirse abajo en cualquier momento. Pero la muchacha siguió recitando los salmos y cuanto más fuertes eran los golpes más potencia le daba a su voz.
Cuando la familia Snorkill regresó de la misa temiendo lo peor, lo primero que vieron fue la puerta casi destrozada, con gruesas marcas de garras en la madera.
-¡Dios mío! -dijo la mujer.
-Espera -le dijo el marido tratando de tranquilizarla, la puerta aún está en pie. Sea lo que haya sido que estuvo aquí, no pudo entrar.
Por más que intentaron entrar, nadie les respondía desde el interior.
-¡La pobre debe de estar aterrada! -exclamaba la mujer casi sollozando.
El hijo menor fue el que encontró la solución: se trepó al techo -con la ayuda de su padre- y desde allí corrió por el tejado hasta que encontró la pequeña ventana de su habitación y por ese lugar se metió.
Cuando bajó las escaleras encontró a la muchacha en el suelo. Sus manos aún aferraban la Sagrada Biblia.
El pequeño se la quedó mirando un instante, pues no sabía si estaba muerta. Pero pronto vio que, casi de manera imperceptible, el chato vientre de la muchacha se inflaba y bajaba con cada inspiración. La tomó de debajo de los brazos y haciendo un gran esfuerzo logró arrastrarla hacia la puerta.
Luego abrió la pesada tranca -que estaba inservible- y entró el resto de la familia.
Varios días permanecieron a su lado cuidándola, hasta que por fin, la madrugada del año nuevo, la chica despertó.
Entonces, todos los miembros de la familia se reunieron en torno a ella y le expresaron sus sentimientos. La joven, aún mareada y tartamudeando, logró relatarles todo lo que había pasado esa noche.
Nadie pudo dejar de felicitarla por su fe y la atendieron como si fuera una más de la familia. A los pocos días ya se había repuesto y estaba tan bien como siempre.
Sin embargo, el tiempo pasa y una nueva Nochebuena llegó. La familia había decidido quedarse en la casa, esta vez. Se armaron con palos y cuchillos para repeler al ogro cuando llegara.
Pero nunca llegó, ni ese año, ni el siguiente, ni nunca. El ogro nunca más volvió a aparecer por esos parajes.
Y todo gracias a la fe de una pequeña muchacha.

Cuentos de ogros

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