La
gente que vive en la lejana región de Islandia posee una gran
devoción hacia los ritos de la religión católica que han adoptado;
por tal motivo, consideran que la misa de Nochebuena es una de las
más importantes y nadie quiere perdérsela, pues es el símbolo del
festejo del nacimiento de Jesús.
Sin
embargo, no todos pueden concurrir a dicha misa pues la casa no puede
quedarse sola y desprotegida. Debemos recordar que los meses de
diciembre y de enero son los más fríos de todo el año y es
menester mantener el fuego encendido. Y si hay un fuego encendido en
una casa también debe haber alguien que cuide el fuego, pues no es
extraño que, de vez en cuando, se produzca algún accidente. Alguna
chispa saltarina, escapándose alguna vez del hogar de piedra, ha
caído sobre algún elemento combustible y ha incendiado casas
enteras.
Por
eso es que en cada hogar de Islandia, durante la Nochebuena, alguien
debe quedarse a cuidar la casa y el fuego. Algunas lamilias optan por
una elección al azar por medio de un sorteo; en otras, es el padre
el que decide, de acuerdo con ciertos castigos o premios según el
comportamiento de las personas que viven con él durante todo el año;
en otros hogares se van turnando entre los hermanos, un año cada
uno...
Pero
la familia de Snorkill no hacía ninguna de esas cosas, pues en esa
casa, que estaba un poco más alejada de las demás, sucedía algo
diferente, algo terrible.
Cada
año, al regresar de la misa, encontraban abierta la puerta de su
casa y la alacena revuelta y saqueada. Pero lo más terrible de todo
es que no había ningún rastro del criado que se había quedado a
proteger el lugar. Y buscaban a la persona por todos lados, los
vecinos también colaboraban, e incluso, juntos, formaban cuadrillas
de búsqueda, pero el criado nunca aparecía.
Cada
año se volvía a repetir la misma situación: el criado
desapa-recía, la puerta de la casa estaba abierta y la alacena
saqueada.
De
modo que, con el tiempo, la familia Snorkill comenzó a tener cierta
mala fama debido a esta situación que se repetía año a año. Claro
que ningún criado quería quedarse a cuidar la casa, pues todos
sabían lo que sucedía y nadie quería arriesgarse a desaparecer
para siempre.
Las
historias que se elaboraron en torno al misterio eran docenas, y
muchas diametralmente opuestas, pues estaban aquellos que afirmaban
que los criados aprovechaban a saquear la casa y luego partir para
siempre a otras tierras, y estaban los otros -que eran la mayoría-
que decían que eran secuestrados por hadas, duendes, fantasmas,
brujas y ogros que se los devoraban o los mantenían secuestrados
para toda la eternidad en sus madrigueras.
El
año estaba por terminar y uno nuevo por comenzar. La misa de
Nochebuena tendría lugar dentro de dos meses y la familia ya había
comenzado a mostrar signos de verdadera preocupación, así como los
criados más viejos de la casa habían amenazado con irse para
siempre si sólo les llegaban a sugerir que se quedaran esa fatídica
noche.
Pero
resultó que por esos días apareció una muchacha alta y flaca, de
cabello largo y oscuro que se acercó a la casa pidiendo trabajo.
La
dueña de casa sonrió, pues seguramente se trataba de una extranjera
y, por lo tanto, ella no conocería las terribles habladurías que se
comentaban sobre su hogar.
-Sí
-le dijo la mujer,
puedes trabajar para nosotros, siempre se necesita una mano fuerte
que ayude con las tareas, pero ames debes prometerme lo siguiente, ya
que eres la última persona en entrar a trabajar en esta casa.
-Dígame,
señora, y por mi amor a Jesucristo que trataré de cumplir con toda
mi fe.
La
mujer estaba un poco sorprendida ante la respuesta de la muchacha. Le
parecía muy bien tener a alguien con tanta fe en su casa, aunque por
otro lado también sintió lástima de la pobre chica y de lo que
pudiera sucederle.
-Cada
Nochebuena, todas las familias de por aquí partimos hacia la iglesia
para celebrar la misa del nacimiento de Jesucristo Nuestro Señor,
pero alguien debe quedarse para cuidar la casa, el luego y los
animales hasta nuestro regreso. Todos quieren ir a la misa, y como
eres nueva, deberás ser tú la que se encargue de esa tarea.
-Lo
haré con todo gusto, señora, mi fe en el Señor es fuerte y Él
sabe que si no voy a misa es porque estaré trabajando para el bien
de los demás.
La
extranjera le sonrió y la mujer le devolvió la sonrisa.
Y
así comenzó a trabajar en la casa. A pesar de su aspecto débil era
una chica muy fuerte y trabajadora, era la primera que se levantaba a
la mañana y la última que se acostaba a la noche. Esto produjo un
poco de envidia entre los criados más antiguos que ya no trabajaban
tanto como antes; pero como la muchacha no hacía alarde de su
capacidad y se comportaba con total decoro y ama-bilidad, al final
terminaron por apreciarla. Por otra parte, no sabían cuánto tiempo
más iba a vivir la joven en este mundo, pues ya se había corrido la
voz de que ella era la que se iba a quedar al cuidado de la casa
durante la misa de Nochebuena.
En
lugar de disfrutar de la fiesta y encontrar la paz en el espíritu,
la llegada de la Nochebuena marcó un punto de quiebre, donde el
temor afloró en el alma de todos los que habitaban esa casa como los
pimpollos lo hacen a la llegada de la primavera.
Nadie
le había dicho ni una sola palabra a la muchacha por temor a que
escapara y alguno de ellos tuviera que quedarse en su lugar, pero por
otro lado sentían la angustia de que algo malo le fuera a ocurrir.
El
sol se ocultó en el horizonte, la familia y los criados comen-zaron
a prepararse para ir a la iglesia y cuando todos estuvieron listos se
acercaron a la joven muchacha, se despidieron de ella con profundo
afecto y partieron de la casa.
La
chica sintió que algo extraño ocurría, pero no le prestó
importancia y se dedicó a seguir trabajando mientras tarareaba un
canto de alabanza al Señor.
Las
horas fueron pasando y la noche se fue haciendo cada vez más oscura.
La muchacha ya le había dado de comer a los animales, cerrado todas
las ventanas y puertas y acomodado suficiente cantidad de leña junto
al fuego del hogar, que ardía con altas llamas para mantener el frío
alejado de la casa.
La
muchacha, entonces, se envolvió en una manta, se sentó en una
cómoda silla de madera y comenzó a leer algunos pasajes de la
Sagrada Biblia.
De
pronto, en medio de aquel silencio donde sólo se oía el
chisporrotear de los leños en el fuego, un golpe la sobresaltó. Se
quedó muy quieta, sin hacer el menor ruido, mientras su corazón le
golpeaba el pecho como si hubiera estado corriendo durante horas.
Un
nuevo golpe en la puerta pareció hacer que toda la casa temblara. La
muchacha se deshizo de las mantas y se puso de pie pero sin dejar de
aferrar la Biblia.
Otro
golpe, mucho más intenso que los anteriores, repercutió en el
lugar.
La
joven inspiró hondo, juntó coraje y preguntó con voz bien alta:
-¿Quién
es?
El
silencio fue toda la respuesta.
La
muchacha se acercó lentamente a la puerta y volvió a repetir la
pregunta.
-¡Abre!
-dijo de pronto una voz.
-¡No
abriré hasta que me digas tu nombre!
-¡Si
no abres la puerta, la echaré abajo!
-En
el nombre del Señor Jesucristo no podrás entrar.
La
muchacha se acercó lentamente a la ventana y descorrió la cortina.
Lo que vio le paralizó el corazón.
Allí,
afuera de la casa, junto a la puerta de entrada había un gigantesco
ogro de color marrón oscuro, sus ojos eran como dos brasas ardientes
y sus manos terminaban en garras. Pero lo más terrible de todo eran
sus aguzados colmillos, que sobresalían de una enorme boca abierta.
De
pronto, el ogro se volvió y le clavó su terrible mirada infernal.
La muchacha no pudo evitar dar un respingo y cerró el postigo de
madera.
En
ese momento la puerta comenzó a vibrar bajo los terribles golpes del
ogro, que descargaba sus garras contra la madera con toda la fuerza
de su furia.
La
chica corrió y se sentó contra la puerta, resistiendo los embates
del ogro con su espalda. Abrió la Biblia al azar y sus ojos se
posaron sobre los salmos. Y a pesar de todo el terror que sentía,
comenzó a leerlos en voz alta.
Los
golpes se volvieron aún más fuertes y la puerta parecía venirse
abajo en cualquier momento. Pero la muchacha siguió recitando los
salmos y cuanto más fuertes eran los golpes más potencia le daba a
su voz.
Cuando
la familia Snorkill regresó de la misa temiendo lo peor, lo primero
que vieron fue la puerta casi destrozada, con gruesas marcas de
garras en la madera.
-¡Dios
mío! -dijo la mujer.
-Espera
-le dijo el marido tratando de tranquilizarla, la puerta aún está
en pie. Sea lo que haya sido que estuvo aquí, no pudo entrar.
Por
más que intentaron entrar, nadie les respondía desde el interior.
-¡La
pobre debe de estar aterrada! -exclamaba la mujer casi sollozando.
El
hijo menor fue el que encontró la solución: se trepó al techo -con
la ayuda de su padre- y desde allí corrió por el tejado hasta que
encontró la pequeña ventana de su habitación y por ese lugar se
metió.
Cuando
bajó las escaleras encontró a la muchacha en el suelo. Sus manos
aún aferraban la Sagrada Biblia.
El
pequeño se la quedó mirando un instante, pues no sabía si estaba
muerta. Pero pronto vio que, casi de manera imperceptible, el chato
vientre de la muchacha se inflaba y bajaba con cada inspiración. La
tomó de debajo de los brazos y haciendo un gran esfuerzo logró
arrastrarla hacia la puerta.
Luego
abrió la pesada tranca -que estaba inservible- y entró el resto de
la familia.
Varios
días permanecieron a su lado cuidándola, hasta que por fin, la
madrugada del año nuevo, la chica despertó.
Entonces,
todos los miembros de la familia se reunieron en torno a ella y le
expresaron sus sentimientos. La joven, aún mareada y tartamudeando,
logró relatarles todo lo que había pasado esa noche.
Nadie
pudo dejar de felicitarla por su fe y la atendieron como si fuera una
más de la familia. A los pocos días ya se había repuesto y estaba
tan bien como siempre.
Sin
embargo, el tiempo pasa y una nueva Nochebuena llegó. La familia
había decidido quedarse en la casa, esta vez. Se armaron con palos y
cuchillos para repeler al ogro cuando llegara.
Pero
nunca llegó, ni ese año, ni el siguiente, ni nunca. El ogro nunca
más volvió a aparecer por esos parajes.
Y
todo gracias a la fe de una pequeña muchacha.
Cuentos
de ogros
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anonimo (islandia) - 078
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