Había
una vez una mujer muy anciana y pobre que vivía en la miseria. La
cabaña que tenía por hogar, que había construido su marido
muchísimo tiempo atrás, estaba llena de agujeros por donde se
colaba el viento frío y la lluvia. Los vidrios de las ventanas
estaban rotos y algunas de ellas tenían los goznes partidos.
El
terreno donde se asentaba la cabaña no estaba mucho mejor, era un
árido lugar en el que no crecían ni los yuyos silvestres.
La
vieja no tenía nada que comer, era flaca como un palo y había
perdido casi todos sus dientes. Vestía con harapos y estaba tan
enferma que no podía dar más allá de tres pasos sin caer.
No
tenía hijos y su marido, que había muerto muchos años atrás, la
había dejado en la más completa soledad. Por lo que la vieja
hablaba sola y se quejaba continuamente de la vida que le había
tocado. No había día ni noche en que la vieja no se quejara de sus
desgracias. Pero eso no era todo. También maldecía. Injuriaba a las
personas que recordaba en su mente enferma, maldecía a su marido por
la situación en que la había dejado, maldecía el techo que
permitía dejar pasar la lluvia y hasta maldecía a los cielos por
dejar que llueva.
Un
día de otoño la vieja oyó que alguien se acercaba -pues, a pesar
de tener una mala salud y poca vista, todavía conservaba un
excelente oído. El extraño se acercó a la puerta y golpeó.
-¿Quién
es? -preguntó la vieja con su voz cascada.
-Soy
el padre Benjamín.
-¿El
padre de quién?
-Soy
el párroco de la iglesia.
-Pase
-dijo la vieja,
la puerta está abierta.
Y
por ella entró un hombre de estatura mediana, regordete, de piel muy
blanca y cachetes sonrojados. Vestía de negro desde la cabeza hasta
los pies. Cuando entró hizo un saludo con la cabeza al mismo tiempo
que se sacaba el sombrero.
-Buenos
días, señora, pasaba por el lugar y pensé que, tal vez, necesitara
escuchar la palabra de Dios.
-No,
gracias, señor cura, lo que necesito es comida y salud -dijo la
vieja sentada en un tocón de madera que usaba como banquillo.
-Tengo
algo de comida encima que le puedo dejar -dijo el sacerdote,
colocando algunas vituallas sobre un tablón que servía como mesa.
-Le
agradezco.
-No
se olvide que Dios cumple todos sus deseos.
-¿Ah,
sí? -dijo la vieja con ironía.
El
cura no se dejó seducir por la pelea que le estaba buscando la vieja
y continuó hablando:
-Así
es, récele a Dios y Él la proveerá con lo que necesite. Dios
cumple su palabra y atiende las súplicas de la gente. Pero dehe
pedir bien, siempre en su nombre, porque cualquier otra oración que
haga sin mencionar directamente a Dios puede ser reshondida por el
Diablo.
La
vieja, que no creía en nada, asintió varias veces mientras esperaba
que el cura se fuera para poder comer lo que le había traído.
El
cura notó que la vieja no le estaba prestando la debida atención,
pero su labor ya estaba hecha y aún lo aguardaban muchas otras
tareas para hacer. Se puso su sombrero negro y la saludo:
-Que
Dios la bendiga.
Y
se fue.
Muchos
días pasaron y el hambre se volvió tan insoportable que,
finalmente, una noche ventosa y fría, mientras permanecía envuelta
entre las roídas mantas de su desvencijada cama, la vieja rezó:
-¡Por
favor! ¡Que ya no pase más hambre!
Al
decir esas palabras sintió un cierto alivio y se durmió
profunda-mente.
A
la mañana siguiente unos ruidos la despertaron. Se quedó muy quieta
y con los ojos abiertos, escuchando los pasos que se acercaban a su
destartalada casa. Los ruidos se detuvieron delante de la puerta y
unos instantes después alguien golpeó.
La
vieja no sabía si responder o no. ¿Qué haría si alguien quisiera
asaltarla? No tenía fuerzas para defenderse. Luego se rió de sí
misma: ¿quién querría asaltar a una pobre vieja que no tenía ni
siquiera comida?
Los
golpes volvieron a repetirse.
Fue
entonces cuando una idea cruzó su mente: ¿Sería Dios? ¿Dios
habría escuchado su ruego y le habría enviado a alguien para
socorrerla?
Los
golpes en la puerta se repitieron por tercera vez.
-¿Quién
es? -preguntó mientras se ponía de pie dificultosamente ayudándose
de una rama que hacía de bastón.
-¡Ahhh!
-dijo una voz grave y masculina desde el exterior, ya estaba pensando
que no había nadie...
-Adelante
-dijo la vieja caminando con dificultad hasta el tocón de madera que
hacía de banco.
La
puerta se abrió con un chirrido y apareció un hombre gigantesco y
corpulento. Estaba vestido con una enorme piel gris y poseía una
abundante barba negra, así como largo pelo del mismo color. Sus ojos
brillaban vivaces.
-Muy
buenos días tenga, señora.
-Pase,
hombre, y cierre la puerta que hace frío.
El
hombre así lo hizo y volvió a hablar con su voz grave:
-Soy
nuevo en el lugar y salí a recorrer los alrededores para
conocer a mis vecinos.
-Pues
le agradezco la visita, buen hombre
El
hombre miró todo a su alrededor; la cabaña tenía tantos agujeros
que los rayos del sol se colaban en el interior, por lo que no pudo
más que exclamar:
-¡Qué
lugar tan miserable éste donde vive, señora!
-Y
no es para menos, además de las goteras y de la tierra estéril en
la que no crece nada, paso hambre y frío.
-¿Por
qué no viene conmigo a mi casa? Prepararé una rica comida...
-Ésa
es una oferta que no puedo rechazar -dijo la vieja sonriendo.
-¡Vamos
pues! -le dijo el extraño ofreciéndole una mano grande y peluda.
-Lo
siento mucho, señor, pero estoy tan enferma que ni siquiera puedo
andar más de dos o tres pasos.
-No
se preocupe, yo la cargaré entonces.
El
corpulento hombre tomó a la anciana y lo colocó sobre uno de sus
anchos hombros, como si fuera una bolsa de papas, y salieron al
exterior.
-¡La
puerta! -exclamó la anciana cuando el hombre hubo dado algunos
pasos. Por lo que volvió, cerró la puerta y empezaron la caminata.
Bajaron
hasta el valle y cruzaron algunos arroyos de cristalinas aguas.
-¿Falta
mucho hasta su casa? -le preguntó la vieja mientras permanecía
cabeza abajo.
-Todavía
falta un poco -repuso el hombre sin detenerse. Siguieron caminando y
subieron la ladera de una montaña.
Cuando
se encontraban en la cima la vieja volvió a preguntar:
-¿Falta
mucho hasta su casa?
-Ya
falta menos -repuso el hombre mientras seguía caminando.
Bajaron
de la montaña y se internaron en un frondoso bosque. Luego de varias
horas de caminar la vieja volvió a preguntar:
-¿Falta
mucho hasta su casa?
-Ya
casi llegamos -le respondió el hombre.
La
vieja, que pendía cabeza abajo y se sentía calentita y abrigada por
estar junto a esa piel gris de pelo abundante, tuvo curiosidad por
saber de qué animal era y la tocó.
Ése
fue el momento en que se dio cuenta de que el hombre corpulento no
estaba vestido con pieles de animales, sino que ¡ésa era su propia
piel!
La
desesperación agarrotó su cuerpo de tal manera que hasta el hombre
lo sintió y le dijo:
-¿Qué
le pasa? ¡De pronto se ha puesto dura como el tronco de un árbol!
El
miedo era tan grande que la vieja recordó las palabras del cura y se
dio cuenta de que en su pedido anterior no había mencionado a Dios.
-La
piel... -dijo la vieja titubeando. ¿Quién eres?
-¡Soy
un ogro y te comeré! -dijo la criatura apretándola aún más contra
su cuerpo.
-Espera
un momento -le dijo la vieja de pronto.
-Ya
estamos a punto de llegar.
-¡Detente!
-¿Qué
sucede? -dijo el ogro deteniéndose.
-Me
olvidé algo.
-¿De
qué?
-¡Me
olvidé de mencionar a Dios!
El
ogro aulló como un animal enfurecido. El bramido de su garganta
resonó por todo el páramo asustando a las aves del lugar, que se
lanzaron a volar alocadas.
El
ogro arrojó a la vieja al suelo y salió corriendo a gran velocidad.
Pronto se perdió de vista en la espesura del bosque.
Casi
a punto de desmayarse, la vieja rezó:
-¡Dios
Todopoderoso, no me dejes morir aquí! -y al terminar su oración se
desmayó.
En
ese momento pasaba un leñador que casi se tropieza con la anciana.
Dejó la pila de leña que cargaba y la tomó en brazos para llevarla
al pueblo.
Cuando
la vieja se recuperó de su desmayo abrio los ojos y encontró al
sacerdote Benjamín a su lado:
-Tenía
razón sobre cómo pedir -le dijo la vieja con un hilo de voz.
-No
se preocupe, señora, ahora descanse.
-No,
sé que voy a morir, me queda poco tiempo, pero antes de irme quiero
contarle lo que me sucedió.
El
cura escuchó atentamente la historia de la vieja y cuando ésta
terminó le dio la extremaunción. La vieja sonrió y murió en paz.
Cuenta
la historia que el cura usó dicha historia muchas veces en sus
sermones, y así fue como el cuento sobrevivió a través de los
años, pasando de boca a oído y de oído a boca.
Cuentos
de ogros
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anonimo (cristiano) - 078
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