Cuenta
la historia que en el país de Islandia, en una región próxima a
Stettir, vivía una familia que tenía dos hijos llamados Sira y
Olaf. Sólo se llevaban dos años de diferencia pues tenían diez y
ocho años respectivamente, pero todo el mundo, especialmente su
familia, estaban cansados de sus peleas eternas. Continuamente
discutían y se golpeaban por cualquier tontería. Competían en todo
y buscaban excusas para agredirse y hacerse maldades. No había hora
del día en que no estuvieran juntos tratando de vencerse
mutua-mente.
Al
principio pensaron que eran celos de Olaf por ser Sira el
primogénito, pero con el tiempo descubrieron que no había una razón
válida, cualquier acontecimiento, palabra o acción eran una
excelente excusa para que empezaran a pelear.
Con
el tiempo la familia se fue acostumbrando a esas peleas y dejaron de
prestarles atención. Así fue como un día su madre, sabiendo que
iban a pelearse si mandaba a uno solo de ellos y también lo harían
si enviaba a los dos, les encargó ir a las piedras cerca del
acantilado a recoger algunas hierbas silvestres para la comida.
-Yo
te traeré las mejores hierbas que existen en toda Islandia -dijo
Olaf.
-¡Sólo
si llegas primero! -agregó Sira, dándole un empujón y corriendo
como si lo llevara un huracán
Olaf
salió corriendo detrás de Sira y, una vez lejos de su casa, comenzó
a arrojarle toda clase de improperios.
Corrieron
un buen trecho, empujándose e insultándose, hasta que ambos
llegaron al acantilado. Estaban tan agotados y golpeados que se
arrojaron sobre el césped para recuperar el aliento.
Sin
embargo, a los pocos minutos ya estaban bien porque comenzaron a
hablar:
-¡Eres
un tonto!
-¡Tú
eres un tonto y un idiota!
-Eres
tan tonto que cualquier tonto te ganaría.
Un
hermano se arrojó sobre el otro y comenzaron a rodar mientras se
agarraban del cuello.
Como
se encontraban tan entretenidos peleando, las horas fueron pasando
con rapidez hasta que, de pronto, Sira recordó: ¡las hierbas!
Corrieron
hasta una saliente de piedras y comenzaron a buscarlas y a arrancar
las que encontraban.
Las
sombras de los dos muchachos se proyectaban alargadas sobre el
terreno, pues en muy poco tiempo se pondría el sol.
Cuando
Olaf vio que Sira tenía un manojo enorme y él sólo unas pocas,
tomó una piedra del suelo y se la arrojó por la cabeza. Sin perder
tiempo, el hermano le respondió y así comenzó una guerra de
piedras. Al principio eran sólo unos pequeños guijarros que no le
podían hacer daño a nadie, pero las hostilidades fueron aumentando
conjuntamente con el tamaño de las piedras.
Olaf
miró a su alrededor y descubrió que ya no tenía ninguna, así que
corrió hacia un montón que yacían apiladas en un costado de una
gran roca.
Sira
pensó que la batalla había terminado pues su hermano ya no le
estaba arrojando nada desde el otro lado de la gran roca que los
separaba. Pero de pronto algo le golpeó la cabeza produciéndole un
gran dolor. Se agachó a recoger la piedra que le habían tirado para
devolverla con todas sus fuerzas, pero cuando estaba a punto de
hacerlo algo le llamó la atención, y su sorpresa fue enorme cuando
vio lo que realmente tenía en la mano.
-¡Detente!
-le gritó Sira a su hermano.
Pero
como toda respuesta recibió otros tres proyectiles.
-¡Basta
de tirarme con oro! -le gritó Sira sabiendo que la verdad detendría
a su hermano.
Olaf
estaba por arrojarle una nueva piedra cuando escuchó a su hermano y
miró lo que tenía en la mano: brillaba tanto como si tuviera un
pedazo del mismísimo sol, era pesado como una roca y frío como el
agua del mar.
Sira
apareció al instante con un semblante serio.
-¿Qué
sucede? -preguntó Olaf verdaderamente desconcertado.
-¿De
dónde sacaste este oro?
-No
lo sé, yo sólo tomé unas piedras de ese montón -dijo señalando
la pila de rocas que aún permanecían en un costado.
-Tenemos
que devolverlas y ponerlas tal cual estaban.
-¡No!
-exclamó Olaf frunciendo el ceño. ¿No te das cuenta? ¡Somos
ricos!
Por
primera vez en toda su vida, vio a su hermano con tal seriedad que se
asustó.
-¡Eres
un tonto! Por empezar, no podemos quedarnos con este oro porque no
nos pertenece. Y en segundo lugar, ese oro que a simple vista parecen
piedras, es el tesoro de un troll.
-¿Un
troll?
-Sí,
¿acaso no recuerdas las historias que nos contaba nuesi ra abuela?
Los trolls son unos gigantes caníbales que devorarían a toda
nuestra familia por haberle sacado un pedazo de su botín.
Sira
y Olaf se dedicaron, entonces, a juntar todas aquellas pepitas de oro
que andaban dispersas y volvieron a amontonarlas como estaban antes.
En cuanto las dejaban en el montón volvían a tomar la apariencia de
simples piedras.
De
pronto Sira se detuvo y miró el cielo.
-¡Santo
Dios! Ya casi está por ocultarse el sol. ¡Rápido, regresemos a
casa!
-¿Por
qué tanto miedo?
-Los
trolls sólo salen de noche, y si nos ven, nos transformaremos en su
comida.
Sira
emprendió la carrera sujetando su manojo de hierbas aromáticas.
Olaf
lo siguió tratando de ocultar la enorme piedra de oro que tenía en
uno de sus bolsillos, pues estaba seguro de que el tonto troll no se
daría cuenta de la diferencia.
Cuando
regresaron, la madre los regañó a ambos por haber demorado tanto.
-¿¡Ahora
me traen las hierbas, cuando ya terminé de cocinar!?
La
familia comió con bastante tranquilidad y aquel hecho sorprendente
pronto se convirtió en bromas por parte de los padres hacia ambos
hijos, quienes, después de tantas emociones y peleas, habían
quedado exhaustos.
Esa
noche se fueron a dormir inmediatamente y nadie tuvo que repetir la
orden dos veces.
Cuando
la noche ya se había instalado y ambos hermanos descansaban tapados
por las gruesas mantas, Olaf habló con voz susurrante:
-¿Crees
que los trolls son muy astutos?
-Lo
suficiente para darse cuenta si les falta alguna parte de su tesoro
-adivinó rápidamente Sira.
El
silencio volvió a hacerse audible, pero a pesar de la densa
oscuridad, cada hermano pudo sentir que el otro permanecía despierto
y con los ojos abiertos.
-Devolviste
todas las piedras de oro, ¿no es cierto? -preguntó Sira con voz
pausada.
Olaf
tardó un rato en contestar hasta que finalmente dijo:
-Tengo
miedo, hermanito.
Sira
se asustó, pues era la primera vez que escuchaba a Olaf decirle
"hermanito".
En
ese momento se sintió un tremendo golpe en el suelo, y a los pocos
segundos otro más. Toda la casa vibraba y los dos hermanos
aguantaron la respiración.
Otro
golpe volvió a escucharse, esta vez más cerca...
-¿Qué
es eso? -preguntó Olaf, con un susurro tembloroso.
-No
lo sé -respondió Sira, tapándose con las mantas hasta la nariz.
Olaf
no pudo contenerse y sentándose en la cama miró por la ventana.
El
corazón le dio un vuelco y el terror se apoderó de su alma. Una
criatura gigantesca de ojos rojos como la sangre, piel escamosa de
color grisácea, nariz con forma de pico y una boca abierta repleta
de dientes torcidos estaba mirando hacia adentro.
Olaf
se volvió a acostar y se tapó con las mantas.
El
troll tomó una de las paredes de la habitación de los dos hermanos,
y arrancándola de cuajo como si fuera una puerta, la abrió y entró
en la recámara.
-¿Quién
se ha llevado mi tesoro?
Su
voz era pastosa, como si hablara desde el fondo de un pantano. El
pavor se desbordaba en los dos hermanos haciéndolos temblar
involuntariamente.
-¿Quién
se ha llevado mi tesoro? -volvió a preguntar la criatura nocturna.
Sira
tenía mucho miedo, pero en ningún momento se le ocurrió delatar a
su hermano.
El
troll dio un paso hacia Sira, haciendo que todo temblara a su
alrededor. El pequeño dio un respingo y se acurrucó contra la
pared, alejándose lo más posible de la criatura.
El
troll se tomó su tiempo para olfatearlo de arriba abajo, mientras lo
miraba con sus ojos incandescentes, rojos como la sangre recién
derramada.
Por
fin el troll se alejó, pero se volvió hacia Olaf.
El
muchacho aún conservaba el trozo de oro en el bolsillo de su pijama
y lo apretó bien fuerte con una de sus manos.
El
troll le clavó la mirada y comenzó a olfatearlo, moviendo la nariz
picuda al hacerlo. De pronto se detuvo abruptamente.
Y
en ese momento el pequeño Olaf supo que lo habían descubierto.
-¡Tuuuuuuuuu!
-dijo el troll con un sonido gutural.
De
un manotón, el troll arrojó las mantas al suelo. Olaf intentó
retroceder, pero la criatura lo agarró por un tobillo y de un golpe
se lo colocó en el hombro como si fuera una bolsa, dejando al pobre
chico muy atontado.
Dio
media vuelta, caminó hasta la abertura que había hecho y salió al
exterior.
Sira,
que hasta ese momento se había quedado paralizado por el miedo,
reaccionó y se levantó de un salto, pero cuando quiso salir la
pared fue empujada hasta que la habitación se cerró como estaba
antes sin la menor marca de lo que acababa de ocurrir.
Entonces
corrió hasta la ventana, pero allí no vio a un troll, sino que
había otros cinco que aguardaban afuera.
Sira
abrió la puerta y corrió hacia la habitación de sus padres, les
gritó y los zamarreó para que se despertaran, pero estaban sumidos
en un sopor mágico imposible de quebrar.
Volvió
a su habitación y se puso a llorar mientras pensaba qué podía
hacer. De pronto, entre las lágrimas, vio algo que brillaba en el
suelo. Se agachó y lo recogió en sus manos: ¡era la piedra de oro
que su hermano había robado! Pensó que, seguramente, había caído
del bolsillo del pijama de Olaf cuando el troll se lo llevó.
Mirando
el oro dejó de llorar, una idea estaba creciendo en su mente...
Momentos
antes del amanecer, Sira salió de la casa. Su semblante era serio,
ya parecía un hombre y no un niño. El sufrimiento nocturno lo había
transformado por completo.
Y
sin decirle nada a su familia comenzó a caminar por el campo con
paso decidido.
Sus
piernas lo llevaron al mismo acantilado donde habían encontrado
el tesoro del trolL Luego de mucho mirar descubrió una rendija en
una de las rocas gigantescas que se erguían allí. Empujó con
todas sus fuerzas y finalmente la puerta camuflada cedió.
Sira se
encontró con una cueva oscura y húmeda y un fétido olor que le
acosaba la nariz. No se dejó amedrentar por esas cosas y comenzó a
bajar las escaleras de piedra del mundo subterráneo de los ogros.
Los
peldaños seguían perdiéndose y perdiéndose en la oscuridad, pues
el resplandor del exterior casi no llegaba allí.
-¡Troll!
-gritó Sira cuando ya no pudo ver.
Esperó
unos instantes y volvió a repetir el llamado, pero esta vez, con más
fuerza.
-¡Troll,
ven que te estoy llamando!
Dos
brasas ardientes aparecieron de pronto en la oscuridad.
Sira
sintió que el temor volvía a atenazar su alma, pero se sobrepuso.
-Vete
o te comeré -gruñó una voz grave desde las sombras.
-Escucha,
troll, tengo un trato para ti.
-¡Vete
de mi casa o te comeré a ti también! -le respondió la voz
pantanosa desde la oscuridad.
-Yo
soy tan flaco como mi hermano, no hay mucha carne que puedas sacar de
nosotros; en cambio, el oro es para siempre. Sira esperó unos
instantes y disimuló la sonrisa cuando se percató de que sus
palabras habían provocado lo que él esperaba. El troll se acercó
un poco más y pudo vislumbrarlo vagamente.
-Éste
es el trato que te propongo. Te entregaré todo un tesoro a cambio de
mi hermano.
Un
gruñido le llegó desde la oscuridad.
-¿Y
bien?
-Muéstrame
el tesoro y te daré a tu hermano.
-Sígueme
-le dijo Sira caminando hacia el exterior.
El
troll lo siguió varios pasos atrás.
Finalmente
Sira salió al exterior y le mostró una pila de piedras amontonadas
en forma de pirámide, lo suficientemente cerca como para apreciarlas
bien, pero también lo suficientemente lejos para no alcanzar alguna.
-¿Cómo
sé que no son simples rocas?
Sira
se acercó a la pila de piedras, tomó la que estaba arriba de lodo y
se volvió hacia donde estaba el troll. Y el sol brilló
intensamente en la piedra de oro que sostenía en la mano.
El
troll abrió sus ojos en forma desmesurada y luego dijo:
-Dame
el tesoro y te devolveré a tu hermano.
-Devuélveme
a ni¡ hermano y te entregaré el tesoro.
-Si
no me entregas el tesoro ahora mismo, bajaré y me comeré a tu
hermanito de un solo bocado, y luego iré a tu casa por la noche y
cuando estés dormido te devoraré.
-Si
no me devuelves a mi hermano sano y salvo, arrojaré este tesoro de
troll por el acantilado ahora mismo.
-No
creo que lo hagas.
Sira
volvió junto al montón de piedras, tomó una al azar y la arrojó
con todas sus fuerzas al acantilado.
El
troll retrocedió un paso en la oscuridad.
Sira
se agachó rápidamente, tomó otra piedra y volvió a arrojarla por
el borde del precipicio.
-¡Basta!
-exclamó el troll,
Sira
aguardó unos instantes, volvió a tornar otra piedra y cuando la iba
a arrojar escuchó la terrible voz del troll que le dijo:
-¡Espera!
-Si
no me traes a mi hermano sano y salvo ahora mismo, juro por Dios que
arrojaré todo el tesoro por el acantilado.
-No
lo hagas, ahora vuelvo con tu hermano.
El
troll bajó las escaleras y llegó junto a su gente.
-¿Qué
sucede? -les preguntaron los demás que estaban prepa-rando un gran
fuego para cocinar a Olaf, que permanecía atado de pies y manos a un
palo.
-Lo
cambiaremos por un tesoro -dijo el troll.
-¿Por
un tesoro?
-Sí,
éste es demasiado flaco y no tiene mucha carne, no hará más que
abrirnos el apetito, no durará mucho en nuestros estómagos, en
cambio el oro es para siempre.
Su
esposa, que escuchaba la conversación, intervino y dijo:
-Devuélvelo
y trae ese oro.
-¡Un
momento! -dijeron los otros trolls, si nosotros te damos el muchacho
y tú no bajas con el tesoro, te comeremos a ti.
El
troll gruñó a modo de respuesta, tomó al muchacho, se lo puso
sobre el hombro y subió las escaleras.
Cuando
Sira lo vio aparecer entero y vivo su corazón se aquietó un poco.
-Dame
el tesoro y te daré a tu hermano -dijo el troll mientras sostenía a
Olaf entre sus poderosas garras.
El
aire fresco había renovado las fuerzas de Olaf y abrió los ojos.
Cabeza abajo y por entre las piernas del troll pudo ver a su hermano
con una pila de piedras a un costado mientras jugueteaba con una roca
en su mano.
-¡Ven
a buscarlo tú mismo! -le gritó Sira arrojándole una piedra entre
medio de los ojos.
El
troll se llevó las garras a la cara y soltó a Olaf, que aprovechó
la oportunidad para dejarse caer y salir gateando, a la carrera, por
entre medio de las piernas del troll.
-¡Corre,
Olaf! -le gritó Sira mientras se acercaba corriendo hacia él, lo
tomaba de una mano y ambos emprendían la retirada con toda la
velocidad que les permitían sus piernas.
El
troll, complemente enfurecido, dio un salto hacia el exterior para
atraparlos y fue en ese momento cuando los rayos del sol hicieron su
benéfico efecto convirtiendo a la criatura en piedra para siempre.
Cuando
los dos hermanos ya se encontraban próximos al hogar, Olaf le
preguntó a Sira:
—De
dónde sacaste ese tesoro?
Sira
sonrió y le contestó:
-Nunca
hubo tesoro, no eran más que un montón de piedras apiladas a mi
lado.
Y
mientras reían a carcajadas volvieron a casa justo para la hora del
almuerzo.
Dicen
que a partir de ese día nunca más pelearon y fueron los mejores
hermanos de todos los tiempos.
En
cuanto a los trolls, jamás volvieron a ser vistos, pues temían
encontrarse con esos dos humanos ricos y poderosos que tenían la
capacidad mágica de transformar a un troll en piedra.
Cuentos
de ogros
0.181.1
anonimo (escandinavia) - 078
excelente texto, gracias por compartir. Muy útil
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