Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 8 de julio de 2012

Voy cargado con una montaña

Hace muchísimos años, vivía un hombre llamado Edú Mañé que se casó con una bella joven, por nombre Adá Oná; ambos vivían felices y contentos en su aldea de Nké-Nvem.
A este matrimonio pobre, pero honrado, Dios lo bendijo con cuatro hijos, cuyos nombres fueron, Nguema Edú, Esono Edú, Ondo Edú y Obama Edú.
Un día Edú Mañé se puso enfermo de muerte, y, después de dos días de penosa agonía, ese hombre honrado entregaba su alma al Creador.
La pérdida de su esposo supuso para Adá Oná y sus cuatro hijos un contratiempo irreparable. ¿Quién proveería, en adelante, a su subsistencia, si la herencia que les legaba el difunto era harto exigua? ¿Quién cuidaría de la educación y futuro de los cuatro niños que a la sombra del padre prometían perpetuar y enaltecer la familia?
Estas y otras preguntas, sin respuesta, provocaron una irrever-sible enfermedad en Adá Oná, que en pocos meses consumió su vida, como se agosta la yerba en la seca. Con la desaparición de la madre los cuatro muchachos quedaron completamente desamparados. ¿Quién cuidaría de ellos, si no tenían parientes directos?
Una noche, Edú Mañé apareció en sueños al primogénito y le dijo:
-Mañana con tus hermanos os dirigiréis al monte Nvom, situado al Norte de vuestra aldea. Al pie de la montaña, encontraréis una caja grande, envuelta en gruesos sacos.
En ella se encierra un tesoro, suficiente para que vosotros y vuestros descendientes podáis vivir holgadamente largos años. Cargad los cuatro con ella; no la abriréis hasta llegar a casa y eso con las puertas y ventanas bien cerradas. Si durante el viaje alguno os pregunta con qué vais cargados, le respondiréis: «VAMOS CARGADOS CON UNA MONTAÑA».
A la mañana siguiente, Nguema Edú contó a sus hermanitos la visión y el relato de su padre. Inmediatamente, contentos, emprendieron los cuatro hermanos la marcha hacia el monte del fabuloso tesoro.
Después de doce penosas horas de andar por los intrincados senderos del bosque, llegaron a las faldas del monte Nvom. A los pocos minutos de búsqueda, dieron con la anunciada caja, grande y rectangular, envuelta en burdos sacos. Cuatro gritos de alegría encontraron unísino eco en las vecinas montañas. En un principio, pensaron cargarla entre dos, con el fin de irse relevando, pero fue inútil: la caja pesaba demasiado. Cortaron dos resistentes ramas y a modo de angarillas, la pusieron sobre sus tiernos hombros. El camino de regreso les resultaba naturalmente, más largo y dificultoso que el de ida.
Cuando pasaban por el primer poblado, uno de los vecinos, admirado del esfuerzo que acusaba el rostro de los portadores, les preguntó:
-¿Qué lleváis ahí que pesa tanto? Nguema Edú le respondió:
-«VOY CARGADO CON UNA MONTAÑA».
Esta respuesta egoísta llenó de indignación a los hermanitos; pero se repusieron prontamente, pensando que se trataba de un lapsus de su hermano.
Al pasar por la segunda aldea, varias personas, reunidas en la casa de la palabra, quedaron sorprendidas, al contemplar el aspecto cansado y sudoroso de los cuatro hermanos, oprimidos por la pesada caja. El de más edad les preguntó:
-¿Qué lleváis ahí, que pesa tanto?
Nguema Edú contestó, al instante:
-«VOY CARGADO CON UNA MONTAÑA».
Idéntica escena se repitió, al cruzar un río, en cuyas claras aguas las mujeres lavaban la ropa; y con dos curiosos viandantes a quienes cruzaron en el camino... siempre Nguema Edú:
-«VOY CARGADO CON UNA MONTAÑA, VOY CARGADO CON UNA MONTAÑA».
Faltaban sólo dos kilómetros para llegar a Nke-Nvem. Los hermanitos solidariamente y sin previo concierto soltaron la caja que cayó pesada al suelo, al tiempo que unánimemente increpaban a su hermano:
-Los cuatro hemos ido en busca del tesoro; los cuatro lo encontramos y preparamos su transporte; los cuatro soportamos el peso de la caja... pero, siempre que hemos sido interrogados, tu contestación ha sido la misma:
-«VOY CARGADO CON UNA MONTAÑA; VOY CARGADO CON UNA MONTAÑA».
Quédate, pues, con tu carga; nosotros nos vamos: Y lo dejaron solo, sin esperar respuesta.
Nguema Edú intentó, desesperadamente, llevar solo la pesada y preciosa carga. Varias fueron las tentativas, mas el resultado fue siempre el mismo: ¡imposible!
La prohibición de abrir la caja en el camino era tajante. ¿Qué hacer, pues? ¿Saldría, por una vez, falso el hado? Nguema Edú, espantado y temeroso, hizo pedazos la misteriosa caja, y ¡oh dolor!, vio cómo se esfumaban, plata, oro y piedras preciosas en cantidad asombrosa.
El egoísmo y la ambición no sólo dañan a nuestros semejantes, sino también a nosotros mismos.

111. anonimo (guinea ecuatorial)

Victoria de la tortuga

Ndjambu estaba casado con dos mujeres: una era sorda y la otra ciega. Esta última perdió pronto la confianza del codicioso marido, porque resultaba inútil para trabajar las fincas y cumplir con las labores del hogar. Por ello, la pobre ciega se sentía abandonada y era desgraciada.
Ndjambu tenía una hermosa finca de castaños que su mujer sorda cuidaba con mimo. La vigilaba celosamente, y prometía castigar, incluso con la muerte, a quien osase «picar» una sola castaña.
A cinco kilómetros de la finca, diversas familias de animales domésticos habían convertido en sus guaridas las viejas casuchas de un poblado, años hacía, abandonado. Los habitantes habían tenido que abandonarlo por la extrema pobreza de sus fincas y la escasez de agua en tiempo de la seca. Los animales tenían que irse lejos para buscar de comer.
La astuta tortuga, en una de sus habituales correrías de aprovisio-namiento, descubrió el fructífero castañal. En adelante, no correría otro camino para el abastecimiento de la familia: de casa, a la finca de Ndjumbu, y desde aquí a casa.
El perro, que vivía vecino de la tortuga, miraba con ojos, grandes como platos, lo bien nutridos que estaban los hijos de su vecina, y que en su secadero nunca faltaban sabrosas comidas; en cambio, él y su familia estaban a punto de transirse de hambre.
Cierto día, el perro ya no podía más, y se dirigió a la tortuga con voz suplicante:
-Amiga tortuga, ¿dónde encuentras comida para los tuyos? ¿Me permitirías acompañarte para traer de comer para los míos?
La sagaz tortuga le respondió:
-Cuando las castañas caen del árbol y golpean mi caparazón, yo me aguanto y no grito, por miedo al dueño del castañar; tú, en cambio, armarías mucho escándalo y nos descubrirían. No puedes venir conmigo.
No satisfizo esta respuesta al perro, que tramó la estratagema de seguir a la tortuga en sus razias. Una noche, mientras ésta dormía a pierna suelta, observó el perro que tenía el bolso colgado dell secadero de la cocina. Con precaución y disimulo, metió en él unos puñados de ceniza.
Las últimas estrellas hacían sus guiños de adiós a la aurora, cuando la diligente tortuga enfiló el camino hacia el castañal de Ndjambu, con el bolso al hombro.
A medida que daba menudos saltitos, la fina ceniza caía del bolso, y dibujaba una línea pardusca.
Los primeros rayos del sol despertaron al perro, que había velado por la noche. Siguiendo despacio el hilo conductor de la ceniza, se topó de narices con la tortuga, hacia las nueve de la mañana, en la finca de Ndjambu.
Al verlo, la cara de la vieja tortuga se arrugó como un mar agitado; con todo, disimuló y dijo al can:
-Calla y aguanta, si no estamos perdidos.
Así lo hizo el primero y segundo día: las púas punzantes de las castañas no le arrancaron ni un solo alarido. Al ser dos los ladrones, las consecuencias del hurto eran más notorias para Ndjambu, por eso decidió intensificar la vigilancia.
Cierto día, al primer canto de la perdiz, escondióse entre el bicoro, cercano a la finca. A la hora de costumbre, llegaron los hurtadores. Comenzaron a «picar» castañas y, a un momento dado, lanzó tal ladrido el perro, que atemorizó a su compañera y alertó a Ndjambu, que en dos zancadas se plantó en el lugar del latrocinio.
Huyó el perro, rabo entre piernas, como alma que lleva el diablo, pero la lenta tortuga quedó prisionera. Felizmente, Djambu había descubierto a los culpables, y tenía con qué darse un banquete. Al llegar a casa, llamó a sus mujeres y les dijo:
-Esta, junto con el perro, son los causantes del hambre que estamos sufriendo: ellos eran los que nos saqueaban la finca. La vais a guisar con el pollo grande que me trajo el amigo Njula. La aderezáis con salsa de dátiles y con el plátano más maduro de la huerta. Entre tanto, voy a llamar a Njula, para comer juntos.
Apenas salido Djambu, la artera tortuga habló así a las mujeres.
-Habéis oído lo que dijo vuestro marido; traedme el pollo para que lo mate; lo preparáis rápido y bien, pues desfallezco de hambre.
-Tú y el pollo -replicó la ciega- iréis al puchero, para acabar luego en el estómago de Djambu y Njula.
Como si no hubiese oído a la ciega, la tortuga, a gritos y por señas convenció a la sorda, quien cocinó el pollo, que, en un santi-amén, comió la tortuga, lamiendo incluso la salsa de dátil y plátano.
Después de haber comido, dijo a la sorda:
-Llévame al río, pues quiero bañarme.
Sin hacerse rogar, la sorda acompañó a la tortuga al cercano río. Al poco rato de haber salido, llegaron Djambu y Njula a darse un buen banquete. La noticia de lo ocurrido cayó sobre ambos, como fría losa sepulcral.
Sin perder tiempo, se encaminaron al río, a cuya orilla estaba la sorda deshecha en lágrimas.
-¿Qué ha pasado? ¿Dónde está la tortuga?, -preguntó azarado Djambu.
Su mujer le pormenorizó lo ocurrido y cómo la tortuga quiso exhibirse en un baile muy bonito y, mientras bailaba, se fue alejando río abajo.
Djambu echó a correr, río abajo, hasta el pantalón, donde amarraba el cayuco transbordador. Cruzaban en él la tortuga y el cocodrilo, a quien ese día tocaba el turno de trasladar a los viajeros. Djambu comenzó a gritar al cocodrilo, para que regresara con la tortuga; pero como es sordo, por naturaleza, preguntó a la tortuga qué quería Djambu.
-¿No ves ese tornado que llega amenazante?, -explicó la tortuga. Pues dice Ndjambu que me dejes rápidamente en la otra orilla y que vuelvas a casa.
Remaba el cocodrilo con más ahínco y hacía señas de paciencia a Djambu, que no cesaba de desgañitarse, inútilmente.
Después de dejar a la tortuga en la otra orilla, regresó al lado de Djambu y le dijo:
-Corramos a tu casa, antes que nos cale la negra tormenta que trae en brazos el tornado.
-¿Cómo quieres que te dé cobijo?, -respondió Djambu, después que libraste de mis iras a la enemiga tortuga.
Sin enterarse, el sordo cocodrilo le cortó, diciendo:
-La tortuga es muy buena; es el único amigo que me ayuda en este mal momento que estamos pasando, por falta de comida. Camina despacio acio la pobre... y me he apresurado a pasarla del otro lado, para que no la coja el tornado.
Con el silencio en los labios y la venganza en el pecho regresó Djambu a su casa; llamó a la sorda que pagó su falta con el precio de su vida. A partir de ese día, la mujer ciega cobró la amistad de Djambu.

111. anonimo (guinea ecuatorial)

Ugula

Egambe era el nombre del poblado. Dos jefes compartían la autoridad en el mismo: Ndjambua Ngongo, en el barrio norte; y Ndjambua Diko, en el sur.
Ndjambua Ngongo tenía dos mujeres: una de edad madura, de la que tenía un hijo llamado Ugula, la otra mujer era aún jovencita; su fortuna no era crecida, pero poseía una gran bondad natural, malograda, en parte, por el vicio de la mentira.
Por su parte, Ndjambua Diko estaba casado con tres mujeres y disfrutaba de muchas riquezas; pero la maldad y avaricia, estaban presentes en casi todas sus acciones.
Cuando Ugula tenía diez y seis años, la enfermedad llamó a las puertas de su padre, que, a los pocos días, moría rodeado de los suyos.
Ndjambua Diko, acudió con sus mujeres al entierro de su colega. Como homenaje al difunto le regaló una chaqueta y un sombrero de los muchos que en su casa tenía. Ugula aprovechó el nerviosismo de la gente en esos dolorosos momentos y, sin ser visto, guardó para sí la chaqueta y el sombrero.
A los dos meses de celebrada la defunción, la madrastra de Ugula, la jovencita esposa de Ndjambua Ngongo, decidió regresar a su poblado.
La madre de Ugula la persuadió para que se quedara, pues deseaba casarla con Ugula. Tales y tantos fueron los ruegos que la jovencita aceptó.
De las varias cualidades que Ugula heredó de su padre destacaban la falsedad y astucia, que cultivaba, día tras día, entre sus paisanos: hoy les quitaba esto; mañana, les cambiaba lo demás, pero siempre con engaño y en provecho propio.
Cierto día, Ugula no tenía qué llevar a la boca ni a la de sus hijos. Entonces, acudió a la siguiente estratagema. Buscó donde pudo un puñado de pepitas de oro. Las mezcló con los granos de trigo y consiguió que su caballo las comiese. Acto seguido, se presenta en casa del jefe Ndjambua Diko y le dice:
-Jefe, ya no quiero este caballo; te lo cambio por doce vacas y cinco sacos de arroz.
El Jefe le contestó:
-Me sobran caballos. No puedo aceptar el trato que me propones.
Ugula le replicó:
-Este caballo tiene algo especial; y si no, vas a comprobarlo.
Dio unas ligeras palmadas en el lomo del noble animal que, al instante defecó, junto con los excrementos, las pepitas de de oro. Deslumbrado el codicioso Ndjambua Diko, convino inmediatamente en el cambio.
Sin pérdida de tiempo, partió contento el embustero Ugula, llevando por delante la manada de vacas y la carga apetitosa del arroz. No duró mucho su dicha, porque se coge antes a un mentiroso que a un cojo.
Pasados tres días, Ndjambua Diko necesitaba oro para sus compras. Acudió esperanzado a la cuadra del maravilloso caballo, que tenía bien guardado, y ¡cuál no fue su decepción al comprobar que los excrementos eran como los de los demás caballos!
Montó en cólera el avaro jefe y mandó llamar a su presencia a Ugula; sin darle oportunidad para defenderse le dijo Ndjambua Diko:
-En pago de tu engaño, serás ajusticiado dentro de tres días.
Por vez primera Ugula tuvo miedo de la cercana muerte. ¿Cómo podría escapar de sus garras? Como una gracia final, pidió permiso al jefe para ir a despedirse de su madre y familia. El jefe se lo concedió.
Llegado a casa, Ugula llamó aparte a su madre y le dijo:
-El día de mi ajusticiamiento, te presentarás con un amplio vestido, capaz de ocultar un pato sin que se note. El pato lo esconderás contra tu pecho y su cuello lo mantendrás unido al tuyo. Cuando llegues ante el jefe, le pedirás que me perdone. Lo demás corre de mi cuenta. Cuando yo te lo mande, te levantas y no vuelvas la vista».
La madre dijo que sabía la lección y Ugula regresó a la cárcel, en espera de la ejecución.
Amanecía ya el tercer día. Muchos curiosos iban acudiendo al lugar del suplicio. Los verdugos estaban ya prestos a ejecutar la sentencia. Faltaba poco para que el jefe Ndjambu Diko levantase la mano para dar la señal fatídica.
Corriendo, gritando, el rostro húmedo por las lágrimas llega la madre del reo. De rodillas ante el gran jefe pide suplicante el perdón de su hijo. Ugula no dio tiempo a su madre para concluir la súplica. De un salto se plantó ante ella y, con habilidad pasmosa, cortó el cuello al pato.
Con no menor astucia simuló la madre caer muerta, bañada en su propia sangre. Ugula, como arrepentido del parricidio, ordenó a su madre que se levantase y se fuese a casa. Esta se puso de pie al instante y, sin volver la vista atrás, emprendió el sendero de su choza.
Las numerosas personas que esperaban curiosas la ejecución de Ugula quedaron presas: unas de admiración, otras de miedo, aquéllas de pánico... Estas tomaron a Ugula por hechicero; no faltaron quienes lo consideraron nigromante.
El más intrigado de todos fue Ndjambua Diko quien a solas con Ugula le rogó que le explicase el prodigio:
-Muy sencillo, jefe, -contestó Ugula; con este puñalito mágico podrás dar muerte y resucitar luego a quien lo desees. Bastará que digas a la víctima: Levántate; y aquí no habrá pasado nada.
El jefe, lejos de imaginar los engaños que le iba tendiendo Ugula y las terribles circunstancias en que le ponía, no sólo le perdonó la vida, a cambio del mágico puñal, sino que le regaló otras cinco vacas y tres sacos de arroz.
Ugula, consciente de los desmanes irreparables que cometería con el puñal mágico Ndjambua Diko y temeroso de la suerte que por ello le esperaba, cuando llegó a su casa, fue en busca de un nuevo cuchillo y lo escondió en el seno.
Pasadas dos semanas, el jefe tuvo una larga riña con una de sus mujeres. Sin pensárselo dos veces, dio a la mujer una mortal puñalada. Entonces, a ejemplo de Ugula, dijo el jefe a la difunta:
-Levántate y vete, pues ya no te quiero ver más.
Otra y otra vez repitió con más fuerza las mismas palabras. La mujer seguía inmóvil en un charco de sangre.
Enfurecido el jefe mandó a sus hombres que le trajesen nuevamente a Ugula. Esa vez la sentencia sería rápida y definitiva:
-Que se le meta en un saco y se le arroje al profundo lago, cercano al lugar; que sus aguas acaben con su falsedad y astucia.
Mientras conducían a Ugula al lugar de la ejecución, tuvo tiempo de esconder la pequeña navaja en su puño. Los verdugos, llegados a donde el agua es más profunda, arrojaron el saco cargado de alimañas, seguros, por fin, de la muerte de Ugula.
La navaja de Ugula entró en acción y no dio tiempo a que el saco llegase al fondo. Como buen nadador que era, llegó pronto a los manglares de la orilla. Al anochecer, sin ser notado, llegó a casa y contó a su madre y a la futura esposa todo lo ocurrido. Todos en casa guardaron riguroso secreto y Ugula permaneció dos semanas tramando otro engaño.
Un día, muy de mañanita, ataviado con la chaqueta y el sombrero que Ndjambua Diko había regalado a su difunto padre, se escondió entre los manglares del lago.
Allí vino una de las mujeres del jefe a echar los desperdicios. Al acercarse a las aguas, observó que estas se movían y notó que la mano de una persona emergía de ellas. Asustada regresó a casa gritando:
-Socorro, socorro; he visto un fantasma.
Por curiosidad acuden los habitantes del poblado, al lugar , del portento. Entonces aprovecha Ugula para salir de su escondite medio acuoso y medio selvático. Todos, al verlo, huyeron gritando despavoridos:
-«Ugula se ha convertido en fantasma».
Enterado el jefe quiso cerciorarse personalmente de quién y cómo era el fantasma. Y pudo ver a Ugula que, empapado en agua del lago y con amable sonrisa, le dijo:
-No te asustes, Ndjambua Diko, soy Ugula en persona y no un fantasma, como piensas falsamente. ¿Verdad que conoces esta chaqueta y este sombrero?
-Sí, son los que regalé en el entierro a tu difunto padre.
-Pues bien, -replicó Ugula- es mi padre quien me los ha dado, y me ha enviado a decirte que te apresures a ir para allá con el fin de que te inmortalicen y te aconsejen sobre la forma mejor de desempeñar tu jefatura -si no cumples lo que ellos te sugieren, enviarán a los genios quienes prenderán fuego a tu poblado, y ni uno de sus habitantes se salvará.
El jefe, seguro como estaba de la muerte de Ugula, no dudó ni por un instante de la verdad de las palabras del impostor, al que preguntó:
-¿Qué tengo que hacer para llegar a donde ellos están?
-Métete en un saco -dijo Ugula, que te echen en las aguas del lago. Irás a caer en la puerta de tu mujer, recientemente muerta.
Dócil Ndjambua Diko al consejo de Ugula, convocó a todos los suyos y les habló así:
-«Familiares, amigos, guardias, pueblo todo, yo me voy ante mi padre. Durante mi ausencia Ugula ocupará mi puesto, mis bienes y mis mujeres».
Todos esperanzados le acompañaron luego hasta las tranquilas y silenciosas aguas del lago. Ugula, en cambio, se apresuró a ir en busca de su madre y de su futura esposa, quienes, a partir de aquel día, se convirtieron, respectivamente, en la madre y en la mujer del gran jefe Ugula.

111. anonimo (guinea ecuatorial)

Premio y castigo

En un poblado pequeño, situado en el corazón de la selva, vivían dos viudas: una de ellas, de carácter apacible y bondadoso; la otra, en cambio, irascible y desabrida. Ambas tenían una hija ya mayorcita.
Cierto día, la mamá virtuosa envió a su pequeña a buscar unas hojas con que preparar la yuca. Pronta y alegre se internó en la selva la muchacha, canturreando una canción de moda. Descuidada, deshojaba el okieñ kuiñ, cuando vio una linda mariposa, volando de flor en flor. Le gustó tanto que quiso atraparla; pero el grácil insecto se escapaba más lejos, cada vez que las manos de la joven estaban a punto de cogerla. ¿Cuánto tiempo duró la persecución de la belleza alada? No se sabe; pero debió de ser mucho.
Lo cierto es que, sin saber cómo ni por dónde, se encontró la adolescente en un claro de la selva, donde no había' más que una choza. Forzada por el hambre, no tuvo más remedio que llamar y entrar en ella, aunque no sabía quien la habitaba.
No encontró persona alguna, pero sí quedó asombrada de la cantidad de comidas que allí había; carne, pescado, ahumado, plátanos, cacahuetes, yuca, etc... etc... Con presteza preparó mucha comida; pero no se atrevió a tocarla hasta tanto que regresara el dueño de la casa. Como estaba también cansada, se quedó profunda-mente dormida. A eso de las tres de la tarde oyó estrépito de utensilios, y voces inconexas despertaron a la joven, que despavorida vio entrar por la puerta a un gigantón, el dueño de la choza, que regresaba de las faenas de la finca. También él quedó sorprendido al ver allí a la hermosa muchacha.
-¿Quién eres y qué haces aquí? -preguntó el gigante.
-Soy una desdichada -respondió con miedo la joven-; he dado en este bello lugar por la ridícula ilusión de capturar una mariposa. He preparado la comida; ahí la tienes, señor; no he querido comer, pues esperaba al dueño para servirle.
-No te preocupes, hija mía, -repuso el gigante-, aunque ardo en deseos de comerte, porque eres tierna y tienes la carne fresca, te profesaré, en adelante, el cariño de un padre; te consideraré como a mi hija. Anda, trae la comida y comamos.
Corrían los días y los meses, y el gigante y la afortunada joven vivían felices, como buenos amigos; él buscaba apetitosas comidas y ella las preparaba con arte culinario. Pero un día, la adolescente dijo al padre adoptivo:
-Tengo mucha pena por mi mamá; es viuda; no tiene a nadie más que a mí, y, cuando no me ve, se muere de pena; ¿me dejas ir a donde ella?
-Mañana te daré la respuesta, -dijo el bosquero.
Efectivamente, al otro día, después de sus quehaceres matinales, habló así el gigante:
-Hija, si tal es tu deseo, vuelve al lado de tu querida madre. En premio de tus virtudes, llevarás lo siguiente: un cestón de calabaza, otro de cacahuete, otro de chocolate del país, carne fresca, joyas y otras muchas cosas. Con todo, te advierto que no vuelvas más por aquí, pues no lo contarías más.
La dócil joven le dio las gracias y prometió que seguiría puntualmente su consejo.
El gigante colocó a la muchacha en medio de los regalos; dio a una y a otros un golpecito con una varita mágica y, en un abrir y cerrar de ojos, se encontró detrás de la cocina de la mamá.
La alegría del poblado por el regreso de la que daban por muerta fue enorme, sobre todo el de su buena mamá. La joven explicó durante horas todas sus aventuras y el feliz desenlace de las mismas.
La madre ambiciosa quiso que su hija corriese la misma fortuna. La envió con palabras ásperas en busca de hojas para la yuca. La joven salió de mala gana.
Persiguió la misma mariposa, y fue a parar a la choza en que habitaba el gigante del bosque. Como su compañera, preparó la comida; pero en vez de esperar al dueño de la casa, comió y se quedó dormida.
A la hora acostumbrada regresó del bosque el gigante quien con el cortante machete, sin más explicación, cortó el delicado cuello de la dormida niña.
Así con la muerte de su hija expió la viuda su maldad y avaricia.

111. anonimo (guinea ecuatorial)

Otum-taha

Ndon Mba vivía en un pequeño poblado de la selva. Tenía un vicio inveterado: el de fumar. Fumaba a todas horas, únicamente cuando comía y bebía dejaba al lado su negra pipa de ébano; incluso cuando dormía aprisionaba fuertemente la pipa entre sus dientes. Los vecinos lo conocían únicamente por el nombre de Otum-Taha, que significa «quemador de tabaco».
Tenía, contigua a su casa, una plantación de la que sacaba cestos y cestos de tabaco en rama. Vendido, le podría dar sus buenos bipkwele; pero a Otum-Taha más que el dinero le interesaba el tabaco.
Los fumadores, aunque fueran sus vecinos, le resultaban molestos, tanto si le pedían tabaco, como si le rogaban que se lo vendiese: a tal extremo había llegado su insaciable avidez.
Un día, harto de los vecinos y de sus molestias, determinó abandonar el poblado para irse a vivir en solitario, en lo fragoso de la selva, donde ser humano no tuviera acceso. Aprovechando las altas horas de la noche, cargó con lo más imprescindible, sin olvidar un buen cargamento de tabaco, y se emboscó, sin más testigos que las estrellas.
Anduvo y anduvo toda la noche, la mañana, y hasta muy entrada la tarde siguiente. Ya la noche caía de las altas ceibas, cuando, extenuado, decidió pasar la noche bajo un frondoso okume, a orillas de un refrescante riachuelo.
Al otro día, tomó de nuevo el camino entre las manos en busca de la deseada soledad. Tenía buen cuidado de no dejar trazas de su paso, para evitar que lo encontrasen.
Los mortecinos rayos del sol poniente iban a poner término a la tercera jornada, sin que Otum-Taha hubiese encontrado un paraje acorde con su propósito. Entre dos luces y a unos cincuenta metros divisó la negra boca de una gruta de considerables dimensiones. La escasez de luz recomendaba dejar su exploración para el siguiente día.
Apenas la aurora con sus blancos dedos corrió la negra cortina de la gruta, Otum-Taha la recorrió en sus cuatro direcciones. En ella encontró vestigios del ogro, del que era propiedad, pero que la había dejado, por dos o tres años, para visitar a otros ogros.
Tanto la gruta como los aledaños respondían a los deseos de Otum-Taha. Puso manos a la obra y, a los pocos días, la codiciada droga empezó a despuntar en la finca que con reconocida pericia preparó. Por cierto, que desde que salió de casa seguía con su pipa cargada de tabaco; eso sí, tenía que economizar para poder empal-mar con la nueva cosecha.
Así pasaron dos largos años, y nuestro «quemador de tabaco» vivía feliz en su buscada soledad, con la única preocupación de cultivar y fumar tabaco.
Cierto día, ocupado en la meticulosa limpieza de la gruta, encontró en uno de sus escondrijos una pipa que por sus respetables proporciones, emplearía el ogro, propietario de la cueva. Otum-Taha, sin pensarlo dos veces, dejó la que usaba y embocó la que por el tamaño prometía satisfacer mejor su vicio.
En el poblado de Otum-Taha vivía un cazador que cierto día se emboscó en persecución de una manada de elefantes. Fueron varios los días que infructuosamente les quiso dar alcance. Mientras descansaba a quinientos metros del retiro de Otum-Taha, un fuerte viento arrastró el penetrante humo de la gran pipa del «quemador de tabaco».
Esono Nguema, que así se llamaba el cazador, percibió el olor y dedujo que no lejos alguien estaba fumando. Ráfagas sucesivas lo fueron orientando, hasta encontrarse frente a frente de Otum-Taha. ¿Era cierto lo que veían sus ojos? ¿No se trataba de un fantasma? A Ndon Mba le daban por muerto ya hacía años...
Sacando fuerzas de flaqueza, Esono dirigió el saludo a Otum-Taha. Este, contrariado, no le contestó palabra, por haber alterado su vida tranquila y, además, era Esono de los que más le pedían de fumar.
Esono, que había pasado todo el día sin probar el tabaco, no pudo resistir a la tentación, y pidió por favor a Otum-Taha que le diese un poco de lo que él tan pródigamente consumía. El ruego del cazador fue desoído por Otum-Taha que, desdeñoso se encaminó a la plantación de tabaco.
En el sitio donde estaba sentado Otum-Taha quedó una hoja de tabaco que Esono Nguema cogió para liar un cigarro. Cuando Otum-Taha le vio, montó en cólera y saltó sobre Esono, con intención de castigar su osadía. A falta de otro instrumento, Otum-Taha pretendió golpear a Esono con su gran pipa. Este esquivó el rudo golpe, que fue a dar de lleno en el muro de la gruta.
Al instante se produjo una tremenda explosión. El lugar se quedó en tinieblas, nadie sabe cuanto tiempo. Cuando reinó la claridad los dos protagonistas, asombrados, pudieron contemplar un, montón de monedas de oro que sumaba miles de millones. Nuevas monedas seguían lloviendo del cielo y acrecentando la suma... ya les llegaba a las rodillas, ahora a los muslos...
Entonces se entabló entre ambos una acolarada disputa sobre a quén de los dos pertenecía el tesoro. Ahí los dejaremos discutiendo hasta hoy; pero te preguntamos a ti, amable lector, ¿a cuál de ellos juzgas propietario de tamaña riqueza?

111. anonimo (guinea ecuatorial)

Mbá el aventurero

Éranse dos reyes: uno tenía su corte en Asia y el otro la tenía en África. El primero tuvo siete hijos varones y el segundo, siete hijas. Aquél dijo a sus hijos, cuando eran pequeños:
-No os podréis casar sino es con siete hermanas, hijas de padre y madre.
El mismo precepto había dado el rey africano a sus hijas. Pasaron los años, y llegó a los hijos e hijas reales el momento de tomar matrimonio. Los varones se presentaron ante su padre, el rey, y le dijeron:
-Con tu permiso, queremos irnos a buscar a las mujeres que, según tus disposiciones, pueden ser nuestras esposas.
Recorrieron provincias, naciones y continentes, sin encontrar una familia que tuviese siete hijas de padre y madre. Cansados ya de peregrinar en balde, regresaron a su país de origen; cuando he aquí que al cruzar un ameno soto, oyeron voces y gritos femeninos: eran varias jóvenes que alegres se bañaban en un límpido y apacible río. El número de las chicas era de siete, precisa-mente.
-Buenos días, -dijo, en nombre de todos, el primogénito.
-Muy buenos, -contestaron todas a coro.
-¿Sois, acaso, hermanas todas de padre y madre?
-Así, es, -respondió la más pequeña y no menos avispada de las hermanas.
-También nosotros somos hermanos de padre y madre, -replicó el primogénito... Y les contó la orden que tenían de su padre.
-Idéntico mandato nos ha dado nuestro padre el rey, repuso ahora la mayor de las hermanas.
Nunca mejor ocasión para que unos y otros cumpliesen con la voluntad paterna y los deseos personales: acordaron, pues, que se casarían, siguiendo rigurosamente el orden de edad. Por parejas, del brazo y con muestras de juvenil alegría, se presentan ante el rey, padre de las hijas:
-Hoy se ha cumplido el precepto que nos diste, -le dijeron. Hemos encontrado a estos siete hermanos de padre y madre. te los presentamos para que nos permitas tomarlos por maridos.
-Bien, -respondió el rey, mañana es lunes; el primogénito será la primera víctima. El martes, lo será el segundo, y así sucesivamente... hasta llegar al menor de los hermanos que se llamaba Mbá.
La voluntad del rey fue cumplida puntual y rigurosamente. Día a día, iban desapareciendo los hermanos de Mbá. El sábado llamó a éste el rey y le dijo:
-Prepárate, pues mañana te toca el turno.
Este mismo día por la tarde, la novia de Mbá le dijo:
-Ruega a mi padre que ordene llenar de cubos de agua la habitación donde dormimos.
Así lo hizo y la habitación quedó repleta de agua. Por la noche, a la hora de dormir, la novia se presentó con un pico y una pala. Durante toda la noche, ambos practicaron una profunda galería que comunicaba con la parte exterior del palacio... y por ella se evadieron... Después de una larga y penosa caminata, por dificiles senderos, llegaron a orillas de un caudaloso río.
Ya los gallos quebraban albores, y el rey estaba deseoso de acabar con el séptimo de los hermanos. Envió a su guardia, tal como hiciera otros días, a la habitación de Mbá. Pero regresó con la nueva de que ni él ni su hija estaban en la habitación.
Furioso, el rey destacó un batallón de soldados, para que fuera en persecución de los fugitivos. Por suerte, cuando los soldados llegaron al río, Mbá y su novia eran conducidos al otro lado por el tripulante de un cayuco. El jefe del ejército gritaba al tripulante que regresase a la orilla. El tripulante, que era un poco sordo, preguntó a la joven:
-¿Qué ordena el jefe?
-Que bogues más rápido, para evitar el chaparrón que nos amenaza, -replicó la joven.
Así, los soldados tuvieron que regresar al palacio real y confesar su fracaso.
La joven pareja anduvo aquel día más de cuarenta kilómetros por lugares enmarañados y no acostumbrados a la planta humana. Aprestábase el sol a despedirse de los mortales; Mbá ya no podía más. Durante unos instantes quiso reposar su dolorida cabeza en las rodillas de la joven princesa, cuando una mortífera serpiente dejó inerte al joven en brazos de su novia. Esta rompió a llorar y a implorar el auxilio de lo alto.
Inesperadamente, se presentó ante ella una joven, como de dieciséis años.
-¿Cuál es la causa de tus llantos y ruegos?
No resulta difícil averiguarla, -le respondió, mostrándole el cuerpo inerte de Mbá. Y le contó, por menudo, su odisea.
-La recién llegada sacó de su cofrecito ungüentos misteriosos que aplicó a Mbá quien repentinamente recobró la vida.
-¿Qué te debemos, a cambio de este favor?, -preguntó la novia de Mbá.
-Únicamente que consintáis en que yo sea la segunda mujer de Mbá.
-Sea así, -respondieron ambos, y prosiguieron los tres el viaje. Ya llevaban recorridos más de dos mil kilómetros, cuando llegaron a un país donde el rey había prohibido la existencia de varones.
Mbá y sus dos mujeres recorrieron curiosos el extraño país, habitado únicamente por mujeres, gobernadas por un rey. Mbá, a su vez, era objeto de las inquisidoras miradas femeninas.
El rey fue informado por sus espías de que en la casa de la palabra de la capital del reino se encontraba un varón con dos mujeres. No quiso el rey aparentar cruel con los extranjeros; por eso, envió una embajada para que comunicase a Mbá:
-«Mañana el rey te formulará tres preguntas; si no las aciertas, perderás la vida. En cambio, si las respondes correctamente, morirá el rey y tú ocuparás el trono.
Mientras Mbá descansaba, custodiado por las mujeres soldados, el Hada del rey llamó a la segunda mujer de Mbá y le entregó las respuestas a las tres preguntas, preparadas por el rey. La joven sacó del bolsillo tres monedas de oro y se las entregó al Hada, en recompensa. Antes del amanecer, ya Mbá sabía de memoria lo que tenía que contestar.
Eran las ocho de la mañana, cuando el rey con su escolta mujeril fue al encuentro de Mbá para formularle las enigmáticas preguntas:
-¿Qué es lo que hay en la casita del rey?, -preguntó éste con tranquilidad.
-Allí está su abuela, con la que su Majestad suele comer personas por la noche, -respondió con seguridad Mbá.
-Bien, -dijo el rey. Vamos por la segunda: ¿Qué tengo yo en mi habitación?
-Una aguja de cuatro puntas, -se apresuró a decir Mbá.
El rey turbado ya, casi no acertaba a expresar la tercera pregunta, pero, albergando aún un rayo de esperanza interrogó:
-¿Con qué bebo vino y qué colores tiene?
-Es un vaso de tres colores: rojo, azul y negro, -concluyó Mbá.
El propio rey había firmado su sentencia; lo mataron y en su lugar subió Mbá. El Hada del rey se convirtió en la tercera esposa de Mbá.
Mbá tuvo varios hijos con cada una de las mujeres. Vivieron felices muchos años, al cabo de los cuales Mbá murió rodeado del afecto de los suyos. Pero ahora se presenta esta pregunta al lector: ¿Cuál de los tres primogénitos que tuvo con cada mujer debería sucederle en el trono?

111. anonimo (guinea ecuatorial)

Mal por bien

Nguema y Angué eran muy jóvenes. Vivían en un pueblecito de unas ocho familias. A los dos años de estar casados, Angué dio a luz a un hermoso niño, que constituía la alegría de los padres. Ni Angué ni su esposo contaban con parientes directos que pudieran cuidar, de cuando en cuando, del crío. Por ello, acordaron que cada uno lo iría llevando, por turno, al lugar del trabajo.
Cierto día que le tocaba a Angué cargar con el pequeño, quiso dejárselo a Nguema, pero éste se excusó diciendo que tenía que ir a visitar las trampas, Angué aunque no de muy buena gana, cargó con el niño y se fue a la finca.
Al llegar al sitio del trabajo, se sentó en un tronco seco para amamantar al hijo. No había dado éste las primeras succiones, cuando se le apareció un hombrecillo del tamaño de un chimpancé, de aspecto cuadrumano, pero con patas terminadas en pezuñas.
Aunque Angué había visto en el bosque gorilas, chimpancés y otros cuadrumanos, ninguno se parecía al que tenía delante. Instintivamente, gritó pidiendo auxilio, pero el eco de su voz se fue perdiendo de árbol en árbol.
Entonces, el hombrecillo extraño se acercó a donde Angué estaba y le dijo benévolo:
-Mujer, no temas; no he venido a hacer daño ni a ti ni a tu pequeño, sólo he venido a ayudaros.
Angué, a pesar de que estaba medio muerta del susto, reaccionó, empuñó su machete, dispuesta a defenderse del presunto e inesperado enemigo. El hombrecillo, más suplicante, si cabe, que la vez primera, insistió de nuevo:
-Te aseguro que no soy enemigo vuestro; al contrario, mi intención no es otra que la de ayudaros.
-¿Qué ayuda me puedes ofrecer -preguntó Angué- si no eres humano, como yo?
-Mientras tú trabajas -le replicó el hombrecillo- yo puedo cuidar de tu hijo.
-¿No intentarás matármelo o llevártelo? -repuso Angué.
Entonces, el hombrecillo le respondió pausadamente y con acento melancólico:
-Recuerda bien lo que te voy a decir: Lo que le causará la muerte no se halla en el bosque, sino en el pueblo.
Angué, aunque no había disipado completamente el temor y la sospecha, confió al hombrecillo el cuidado de su hijo.
Mientras sembraba los cacahuetes, tenía un ojo en el hombrecillo que paseaba en brazos el fruto de su vientre.
Concluido el trabajo, el propio hombrecillo devolvió el hijo a la madre, y le preguntó por el lugar de trabajo del día siguiente:
-Iré a cortar leña a orilla del río, dijo Angué.
-Hasta mañana, pues; se despidió el hombrecillo.
Aquel día Nguema esperaba a su esposa en la Casa de la Palabra, pues nunca solía regresar tan tarde. Le preguntó si le había ocurrido algo extraño y, ante la negativa, se fueron a casa. Allí, Angué preparó agua para bañar al niño. Cenaron, se acostaron, como de costumbre, y durmieron tranquilamente.
Al día siguiente, en el lugar de la leña se repitió la historia del ofrecimiento del hombrecillo, pero esta vez sin recelos. Así fueron pasando los días sin que Angué requiriese de su esposo los cuidados para el hijo, solícitamente atendido por el hombrecillo, que cumplía el papel de familiar directo.
Una de esas calurosas noches en que resulta difícil conciliar el sueño, dijo Nguema a Angué:
-Hace tiempo que te encuentro cambiada. Antes, compartíamos los cuidados de nuestro hijo; ahora, tú sola cargas con esta cruz. ¡Acaso alguién te ayuda en el bosque?
-Mañana daré respuesta a tu pregunta, contestó Angué.

Al segundo canto de la perdiz, cogió Angué el ncué y al crío y partió presurosa hacia el lugar del trabajo. Ya la esperaba el hombrecillo, como de costumbre; pero esta vez, antes de encargarse del niño, dijo a Angué:
-¿Recuerdas que el primer día te dije que lo que causará daño a tu hijo no está en el bosque sino en el poblado?
-Lo tengo presente en mi mente, replicó Angué.
Tomó el hombrecillo al niño; lo cuidó, como días precedentes y, al concluir el trabajo, como siempre hacía, lo devolvió a la madre.
Por la noche, Angué contó a su marido la forma extraña y constante como era ayudada en el cuidado del pequeño, mientras ella trabajaba.
-¡Qué ocasión más propicia desperdicias a diario! -le dijo Nguema. Ese animal debe de ser muy sabroso; ¿por qué no me lo has dicho para que vaya a matarlo?
-Aún estás a tiempo, esposo mío; mañana, si quieres, puedes ir a darle caza.
El sueño huyó de los párpados de Nguema y una pesadilla venatoria agitó su mente.
Comenzaba la aurora a desatar sus trenzas de plata y ya Nguema con arco y con flechas, seguía paso tras paso, en busca del hombrecillo. Como era muy temprano, éste aún no había acudido a la cita.
Angué indicó a su marido por dónde solía pasear el hombrecillo. Nguema eligió un escondite apto para el logro de sus objetivos, y esperó atento el momento oportuno.
Una vez más, Angué confió el fruto de sus entrañas al hombrecillo; éste repitió por tercera vez:
-Lo que causará la muerte de tu hijo está ya en el bosque; no soy yo, sino tú la causante de la misma. -Y comenzó a pasear con el pequeño.
Las intenciones de Nguema no se ocultaron al hombrecillo.
Al pasar ante el escondite de Nguema una mortífera y alada flecha salió de su arco, pero el hombrecillo protegió su pecho, a modo de escudo, con el tierno cuerpo del hijo de Nguema. Un débil vagido turbó la tranquila mañana y los gritos histéricos de una madre hirieron con la violencia de puñal la espesura.
Cuando Nguema quiso alcanzar con su machete al misterioso hombrecillo, éste había desaparecido, después de depositar con cariño el cadáver del pequeño. Sólo se oyó el eco de este reproche.
«Quise ser bueno con vosotros; pensé en ayudaros; me pagasteis mal por bien; ambos a dos habéis sido los causantes de la muerte de vuestro hijo.

111. anonimo (guinea ecuatorial)