Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 22 de julio de 2012

El ñanduti


Cuentan que hace muchos años Pikí se deslizaba todas las mañanas sobre las aguas del Paraná en una igá, en busca del agua fresca que brotaba de la roca para llevársela a su madre.
Pikí vivía en la tribu del cacique Itá‑curá. Le gustaba hacer estar tarea porque le encantaba observar la belleza de las plantas y le parecía estar en un jardín encantado. Depositaba la vasija en el suelo y se quedaba extasiado mirando las variedades de orquídeas, ivirá pitá, musgos y helechos, güembés y claveles del aire, en medio del guacayán, el ñangapirí y el jacarandá en floración que teñía el follaje con diversos tonos. Los pájaros de vistoso plumaje cruzaban el espacio o se colgaban de los frutos maduros picoteándolos alegremente.
La ará‑ivotí reinaba sobre la tierra y Pikí era feliz. Era joven y muy diestro en el manejo del arco y de la flecha; acompañaba a los cazadores de la tribu a buscar alimentos y todos los días iba hacia la otra orilla, tras el agua fresca y cristalina que brotaba de la peña en un chorro abundante y ruidoso.
Un día fue con su madre. Mientras se llenaba el cántaro de agua fresca, Pikí salió en busca de los dulces frutos del ñangapirí y del guaviyú. Volvía con su tesoro cuando, un poco antes del lugar donde ella estaba esperándolo, vio a un animalito que se debatía impotente, sin poder salir del agua donde había caído.
Pikí lo miró y comprobó que era una arañita blanca, de una ñandutí condenada a morir ahogada. Estaba fuera de su alcance, pero hizo todo lo posible para salvarla. Consiguió una rama larga y resistente y trató de acercar uno de los extremos a la ñandutí, pero la rama era corta.
Volvió a buscar otra rama, la colocó con cuidado acercando el extremo a la arañita, hasta que por fin ella pudo afirmarse y subir. La llevó hasta la tierra y allí la depositó.
Agradecida, la ñandutí subió a la mano de Pikí y se paseó varias veces por ella, pero la madre lo llamaba, así que la dejó en una planta que crecía cerca.
Volvió otro día y la buscó, pensando qué habría sido de su vida. Se sentó sobre la piedra y sintió un rozamiento en la hierba. Allí vio a una hermosa cuñataí que, con un cántaro en la cabeza apoyada sobre una apiteaó, iba hacia la vertiente en busca del agua.
Pikí se sorprendió de su hermosura y de sus bellos ojos negros. La saludó y ella le devolvió una sonrisa encantadora.
Cuando volvió a su casa le preguntó a su madre si conocía a la muchacha y ella le contestó:

‑Sí, no cabe duda. Has conocido a Tukira.
‑¿Quién es Tulkira?
‑Es la hija menor de nuestro cacique ltá curá.
‑Pero, ¿por qué nunca antes la he visto? ‑preguntó Pikí sorpren-dido.
‑No te extrañes ‑respondió su madre‑. Al nacer Tukira murió su madre y el cacique la entregó a una hermana suya de la tribu que ocupa las tierras al otro lado del bosque para que la criara. Hace unos día Tukira ha vuelto.
‑¿Se quedará para siempre? ‑continuó preguntando Pikí.
‑Su padre la ha llamado porque está en edad de elegir esposo, pero el que aspire a serio deberá cumplir las condiciones que exija ltá curá.
‑¿Y por qué no tuvo esas exigencias con sus otras hijas?
‑Porque el esposo de Tukira será el cacique de esta tribu a la muerte de ltá curá.

La suerte acompañó a Pikí porque a los pocos días volvió a ver a Tukira. Se ofreció a ayudarla a transportar el cántaro y al rato ya estaban sentados en las piedras conversando. Luego, cada uno volvió con su canoa y, una al lado de la otra, las dos embarcaciones se deslizaron sobre las aguas tranquilas del Paraná.
Así se fueron viendo casi todos los días y se empezaron a querer. Cuando llegó el momento, el cacique no escuchó los ruegos de Tukira y ordenó que aquel que quisiera desposarla debía cumplir sus exigencias.

‑Para gobernar un pueblo se necesita algo más que bondad ‑dijo el padre.

Los pretendientes debían participar en el Torneo y someterse a las pruebas, pero Pikí se tenía confianza.
Pocos días antes, un movimiento inusitado se produjo en la tribu. Venían de todas las regiones para ver triunfar a sus candidatos. Las doncellas tejían guirnaldas de flores para el ganador y la hermosa Tukira rogaba a sus antepasados que Pikí fuera el único vencedor.
Llegó el día. Se hicieron pruebas de natación, carreras a pie, de resistencia y velocidad y muchos fueron considerados triunfadores. El cacique dio a conocer su última condición:

‑Mi hija será la tembirecó de aquel que le ofrende el regalo más exquisito y original, digno de su gracia y de sus excelentes cualidades. Los que aspiren a su mano tendrán un plazo de cuatro lunas para cumplirlo.

Pikí se desesperó porque le parecíó que era una exigencia que no podría cumplir. No tenía experiencia como para pensar algo original. Tulkira lo animaba:

‑No desesperes, Pikí. Tupá siempre premia la bondad y te enviará ayuda.

Los días pasaban y nada se le ocurría. El resto de los preten-dientes ya estaba regresando y todos volvían cargados de ofrendas originales: pieles de animales raros cazados en selvas lejanas, hermosas, coloridas y suaves plumas, collares de metales preciosos cincelados por pacientes artífices, colecciones de piedras brillantes arrancadas de la tierra, pendientes, brazaletes de plata y cobre, pájaros raros...
Ante todo esto la vida de Pikí se hizo intolerable. De tanta tristeza, no quería alimentarse y sus fuerzas empezaron a decaer. La madre inútilmente intentaba reanimarlo, hasta que un día le dijo:

‑Pikí, ¿por qué no cruzas hasta la otra orilla y me traes unas hojas y algunas ramitas de cabará caá? Junto a la vertiente hay una planta.

Pikí fue a cumplir el pedido de su madre. Llegó hasta la orilla donde estaba amarrada su igá y se deslizó por el río.
Cuando desembarcó fue hasta la vertiente. Se sentó en una de las piedras; al lado, la cabará caá cubierta de flores rojas y anaranjadas le recordó el pedido de su madre. Tomó el cesto y empezó a llenarlo con las hojas y las ramas de la planta medicinal, cuando sintió un raro y suave cosquilleo en la mano derecha. Movió la mano con energía y vio a su amiga, la ñandutí, que subió hasta su hombro y le dijo:

No hay buena acción que Tupá no premie, así como recibe castigo aquel que lo merece. Tupá me envió en tu ayuda. Lo que otros han logrado con audacia, podrás conseguir con tu corazón. Yo te fabricaré el encaje más hermoso y sutil que nadie haya tejido y visto jamás. Antes de que el sol vuelva a lucir sobre la tierra, mi obra estará terminada y llegarás a tiempo para ser elvencedor.
‑¿Es verdad, ñandutí?
‑Nada es imposible para Tupá. Vuelve a tu hogar, descansa y tranquiliza a tu madre, que también sufre por tu causa. Regresa mañana apenas despunte el sol, que mi encaje estará terminado.

Pikí cumplió al pie de la letra sus órdenes. Le contó a su madre lo sucedido, se puso muy contenta y ambos descansaron tranquilos.
Con los primeros tintes de la aurora, Pikí subió a la canoa y fue en busca de su amiga, a la que halló feliz al lado de su obra, en la que había trabajado toda la noche.
El asombro de Pikí fue enorme. Sus ojos azorados admiraron sin límite el milagroso encaje tejido por la arañita blanca, que extendía ante él un manto de belleza singular.
Cuando llegó Pikí al lugar de la fiesta, otros pretendientes ya habían entregado sus regalos, pero él estaba radiante con la esperanza de nuevo instalada en su corazón. Fue el último en presentarse. Al hacerlo, Tukira se puso de pie. El muchacho desplegó el mágico encaje y lo colocó sobre la cabeza de la doncella, desde donde cayó sobre hombros y cuerpo como una cascada blanca, de belleza incomparable.
Todos quedaron deslumbrados. Tukira estaba engalanada con una joya que nadie había visto antes. El cacique, impresionado por la belleza y originalidad de la ofrenda, lo señaló sin titubeos como el vencedor absoluto del torneo y único pretendiente de la mano de su hija.
Desde entonces, entre los dibujos que hacen los hilos del ñandutí, se pueden observar la bondad de un niño y el agradecimiento de un animalito que, a pesar de su tamaño insignificante, fue capaz de realizar una obra perfecta y hermosa.

Argentina, Paraguay.

Igá: canoa
Pikí: pez pequeño
ltá curá: imán
Ará‑ivotí: primavera
Tupá: dios bueno
Tembirecó: esposa
Cuñataí: docella
Apiteaó: almohadilla que usan las mujeres en la cabeza para apoyar el cántaro

Fuente: María Luísa Miretti

15. Pescados,

El maíz


Cuentan que hace muchísimo tiempo, el cacique Ñatiú había establecido la toldería de su tribu en la costa del Paraná.
Poco a poco las familias se fueron haciendo numerosas, con muchos hijos, y la vida se fue poniendo difícil, ya que los alimentos empezaban a escasear; lo que tenían se repartía entre todos, para que nadie se quedara con hambre y pasara necesidades.
Ante esto Itá‑Guazú y Ñeá, dos indios amigos, decidieron aban-donar la toldería y buscar otro lugar donde instalarse con sus familias. Llevaron sus armas, los utensilios para preparar los alimentos y recoger agua, palas y azadas de madera para labrar la tierra, lienzos de algodón y mantas para cubrirse.
Las dos familias partieron llenas de ilusiones en busca de un lugar mejor, que les brindara los dones de la tierra. Los dos amigos estaban decididos a trabajar y mantener unidas a sus familias.
Itá‑Guazú era ágil, infatigable y fuerte. Ñeá, por el contrario, era de baja estatura y de aspecto débil, pero ambos se complementaban. Conocedor de la zona, Ñeá los orientó hacia un camino que costeaba el Paraná. Anduvieron muchas horas, hasta que los niños más pequeños empezaron a fatigarse. Uno de ellos, acercándose a su padre, le dijo:

‑Ñane kaneó, Tubá.

ltá‑Guazú, que era infatigable, le sonrió a su hijo, ordenando detenerse. Bajo la sombra de un ceibo florecido decidieron acampar. Prepararon alimentos y, mientras los hijos mayores iban en busca de frutos silvestres, sacaron el charqui y la miel de lechiguana que habían traído para repartirla y comer entre todos.
Después de descansar, retomaron el camino hasta que llegó la noche. Hicieron otro alto, tendieron las hamacas entre los árboles y durmieron para retomar el viaje a la madrugada.
Así pasaron cuatro días, hasta que Ñeá ordenó detenerse para construir unas canoas que los ayudarían a seguir adelante por el río.
Cuando todo estuvo listo navegaron hacia el norte. Al llegar al lugar quedaron sorprendidos por tanta belleza. El sitio estaba cubierto de plantas trepadoras y helechos que formaban gigantescas cascadas en todos los matices de verde. Frutos exquisitos se suspendían de los árboles y los papagayos, con su multicolor plumaje, parecían flores estampadas cambiando de lugar.
Todos colaboraron con su trabajo para instalarse. Cortaron hojas de varios caraguatás que crecían cerca y con el filamento tejieron cuerdas para atar las cañas con que construyeron sus viviendas. Buscaron ramas y hojas, prepararon barro y juntos se pusieron a trabajar. Ya instalados, Itá‑Guazú y Ñeá salieron en busca de alimen-tos. Pasaron dos días y al atardecer del tercero llegaron cargados con piezas hermosas: patos silvestres, liebres, un patí, varios pescados, miel de lechiguana y vainas de algarrobo con las que fabricarían patay y aloja.
Fue pasando el tiempo; la vida se deslizaba sin contratiempos. Hasta que un día volvieron de cazar acompañados por una gran preocupación: no habían cazado nada, el río no les había dado sus peces y los algarrobos parecían no tener frutos.
Ñeá, dolorido por lo que se les avecinaba, dijo:

‑iÑandeyara nos abandona y nos niega los alimentos que antes nos brindó en abundancia! ¡Que Ñandeyara se apiade de nosotros!

Pero las cosas no cambiaron y la escasez de alimentos fue mayor. Parecía que la tierra, el agua y el bosque les negaban sus frutos. Desesperados, invocaron a Ñandeyara y le ofrecieron un sacrificio a cambio de su protección. Una gran claridad se hizo en el cielo y apareció un guerrero envuelto en llamas.

‑iÑeá! iltá‑Guazú! Ñandeyara me envía. Si quieren salvar a sus familias, uno de ustedes debe sacrificar su vida. Deben luchar entre los dos hasta que muera el más débil. Ése será enterrado y en el lugar crecerá una planta que les servirá de alimento y terminará con sus penas. La abundancia volverá a reinar, pero del sacrificio dependerá la felicidád de la tribu.
Los dos amigos se resistieron a la idea, pero, ¿qué sería de sus familias si desobedecían a su dios? Convocaron nuevamente a Ñandeyara y el enviado les volvió a hablar:

‑Mañana a medianoche, en este mismo lugar y en mi presencia, será la lucha.

La oscuridad reinó en el lugar. Una gran pena los acompañaba mientras volvían a la toldería.
Al día siguiente, cuando todos se fueron a dormir, los dos amigos caminaron en dirección al bosque, dispuestos a cumplir su promesa. Cuando llegaron, la luna, oculta entre las nubes, se asomó para iluminar el lugar.
Un fuerte resplandor parecido a un relámpago les anunció la presencia del mensajero de Ñandeyara. El momento había llegado.
Los dos amigos pelearon. La lucha duró poco. Un fuerte golpe de Itá‑Guazú hizo rodar por tierra a Ñeá, quien quedó sin vida a los pies del guerrero divino. Éste ordenó que allí fuera enterrado, mientras un relámpago cortaba el cielo llevándose al enviado de Ñandeyara.
Con gran dolor Itá‑Guazú enterró a su amigo y regresó a los toldos. Amanecía. El horizonte se había teñido de rojo y los árboles se recortaban con líneas de fuego.
En los toldos había un movimiento desacostumbrado, estaban preocupados por la desaparición de sus jefes. Ará‑Sunú estaba sentado bajo un ceibo haciendo unas cuerdas con fibras de caraguatá, cuando divisó al indio que llegaba cabizbajo.

‑Upepé... upepé. Tubá llega ‑gritó.

Todos corrieron hacia él, quien acongojado explicó lo que había ocurrido. La familia de Ñeá sintió un dolor intenso.
Obedeciendo las órdenes del enviado, Itá‑Guazú los invitó a visitar el sitio donde descansaba su amigo sacrificado. Al llegar vieron que la nariz de Ñeá había quedado fuera de la tierra. Temerosos de la voluntad de Ñandeyara no se animaron a cubrirla y volvieron a la toldería.
Muchas veces fueron a visitar la tumba de Ñeá. La limpiaban de malezas y la cuidaban con amor.
Al llegar la primavera los árboles se cubrieron de brotes y las corolas de las flores embellecieron los senderos.
Cuando fueron a la tumba de Ñeá encontraron que en su lugar había crecido una planta desconocida. Las hojas alargadas y puntiagudas se envolvían en un tallo cilíndrico interrumpido de a trechos por nudos parecidos a los de la caña.
La planta creció hasta ser más alta que los hombres y en verano dio flores plateadas en forma de racimo, que se transformaron en mazorcas cubiertas de gruesos granos.
El fruto tenía la forma de la nariz del indio muerto, por eso al verla exclamaron:

‑¡Abatí! ¡Abatí!

La mazorca estaba envuelta en hojas verdes. Cuando estuvo madura, los granos tomaron un color amarillo rojizo.
El mensajero de Ñandeyara volvió a aparecer y les dijo:

‑Aquí la tenéis. Es la promesa de Ñandeyara. Su fruto será vuestro alimento.

Y así fue. Los granos fueron un gran alimento y también pudieron aprovechar las hojas y el marlo.
Con el sacrificio de Ñeá la tribu se había salvado. Nunca más les volvió a faltar alimento porque el maíz fue siempre abundante y nutritivo.

Argentina, Paraguay, Chile, Uruguay, Bolivia.

Ñatiú: mosquito

ltá‑Guazú: peñasco
Ará‑sunú: trueno
Ñeá: corazón
Abatí: nariz de indio
Tubá: padre
Ñane kaneó: nos cansamos
Ñandeyara: divinidad guaraní
Upepé: allí

Fuente: María Luísa Miretti

15. Pescados,

El girasol

Caía la tarde. La tribu de Guazú‑ti atribuía la belleza de la naturaleza que se contemplaba en ese escenario maravilloso de luz y color a la creencia de que el sol lucía sus mejores galas para recibir el alma de Miní, el último hijo del cacique nacido hacía tres lunas, que acababa de morir.
Lo habían depositado en una urna de barro. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, venían a celebrar la muerte del angelito, cuya alma, por no haberse contaminado con los males y vicios de la tierra, estaba destinada a ocupar un lugar privilegiado en el reinado del sol.
En la tierra dieron comienzo a la fiesta por este acontecimiento. La chicha corrió en abundancia y todos bailaron y cantaron. Toda la noche duró la celebración, alrededor de los fuegos que habían encendido junto a la cabaña donde descansaba el cuerpo del niño.
Guazú‑ti y su tembirecó Caranda‑í habían tenido varios hijos, pero morían antes de llegar al eichú, atacados por la misma dolencia que Miní. Los padres estaban desesperados.
La madre soñaba con tener una hija que la acompañara en sus tareas. Le gustaría llamarla Panambí, porque la imaginaba linda y alegre, yendo como las mariposas de flor en flor; le enseñaría a hilar y tejer el algodón, a labrar la tierra, fabricar esteras y tejer lindas chumbés.
El padre deseaba un hijo fuerte y valiente como sus antepasados, que lo acompañara en sus excursiones de caza, que manejara con destreza el arco y la flecha, que supiera construir una canoa, pescar los mejores peces y defender la tierra con valor.
Pero nada de esto sucedía, por lo que llegaron a pensar que los dioses estaban enojados con ellos.
Decidieron entonces ofrecerles sacrificios y ofrendas para el hijo que anhelaban. Toda la tribu participó del pedido. Y fueron escuchados.
Un eichú después, en un día brillante, nació una hermosa niña a la que llamaron Panambí. Los cuidados fueron abundantes para atender a la niña, que creció hermosa y lozana.
Todos se asombraban al oírla, porque tenía la capacidad de imitar el lenguaje de sus padres y de los niños que jugaban con ella. Una mañana, levantando sus ojos al cielo en dirección al sol, dijo:

‑Cuarajhí...

Se miraron sorprendidos creyendo haber oído mal, pero volvieron a escuchar:

‑Cuarajhí...

Desde ese momento, no dejó de reproducir el lenguaje de cuantos la rodeaban haciéndose entender a medias; sólo una palabra le salía perfecta:

‑Cuarajhí...

Pasó el tiempo y el invierno llegó con sus fríos intensos y vientos continuos, silbando entre las totoras y los juncos, encrespando las aguas del río y agitando las ramas de los zuiñandíes, aguaribais, chañares y piquillines.
Evitaron sacar a la niña y extremaron los cuidados para que no saliera de la choza donde vivía, pasando días y noches encerradas.
Pasó el invierno y llegó la ará‑ivotí con su aire tibio y perfume de flores.
Viendo que la niña crecía sana, siguieron manteniéndola encerrada para que no tuviera problemas. Mientras tanto, a su alrededor los niños correteaban por la pradera cortando frutos de mburucuyá, ñangapirí y chañar o recogiendo miel silvestre.
Así fueron pasando los años. Panambí creció y se convirtió en una indiecita hermosa, alta y delgada, con una vida muy quieta, siempre sentada en un rincón de la cabaña. Nunca tenía deseos de jugar o de reír.
Un día no quiso levantarse del lecho y quedó con la vista fija en la pared. Los padres se desesperaron al ver su decaimiento y temieron que los dioses se la quisieran llevar.
Guazú‑ti mandó llamar al hechicero para conjurar el mal que había atacado a su hija.

‑Tu hija se muere por el encierro. Ella te fue enviada por Cuarajhí, pero la privas de sus rayos, que para ella son vida y salud. Necesita aire, luz y sol. No hay medicina ni cuidados que la curen. Se muere porque le falta sol. Es el único que le puede devolver la salud perdida ‑dijo el hechicero después de varias ceremonias.

Guazú‑ti siguió sus consejos, la sacó afuera y la puso en una hamaca entre dos chañares cubiertos de flores amarillas.
En ese momento un rayo de sol se filtró por las ramas florecidas y llegó hasta el rostro de Panambí, para trasmitirle calor y energía. La felicidad volvió a reinar porque la niña recuperó su lozanía.
Distinto a lo que antes habían hecho, ahora la dejaban salir y andar. Ella siempre buscaba con sus ojos el disco de sol al que miraba sin pestañear, resistiendo como nadie su potencia y brillo enceguecedor. Clavaba en él la vista y en tono dulce y arrobado le decía:

‑Cuarajhí...

Casi no hablaba con el resto de la gente y, cuando el sol se escondía, ella volvía a la cabaña para salir recién al día siguiente cuando los primeros rayos empezaban a iluminar la tierra. Durante los días nublados, nadie conseguía que ella saliera de la choza.
Los jóvenes empezaron a pretenderla pero ella parecía no tener interés por ninguno.
Un día llegó a la cabaña Yasí‑ratá, otra jovencita amiga que había crecido con Panambí. La invitó a dar un paseo al bosque cercano para recoger frutos.
Para llegar a él debieron cruzar el río. Las dos iban con sus cestos bajo un sol esplendoroso, disfrutando su calor y sus rayos de luz.
Al llegar, las dos amigas acercaron la canoa a la costa y con cordeles hechos con fibras de hojas de caraguatá, la amarraron a uno de los árboles que crecían junto a la ribera.
Panambí, como las flores, caminaba buscando la caricia del sol y, al conseguirlo, su rostro resplandecía de felicidad. Cuando llenaron sus cestos regresaron.
Después de un rato de navegar, Yasí‑ratá sintió el ruido de una embarcación que se acercaba veloz.

‑Panambí, ¿conoces a los que vienen en esa canoa? ‑preguntó
Yasí‑ratá sin obtener respuesta.
‑iPanambí! ¡Escucha! ¿Conoces a los que vienen en esa canoa? ‑insistió,
‑No... no los conozco ‑contestó.

Al instante, dos apuestos muchachos estuvieron cerca.

‑¿Quién es el cacique dichoso que gobierna una tribu de mujeres tan hermosas? ‑preguntó uno de ellos.

Panambí, siempre absorta en sus pensamientos, no escuchó la pregunta, así que contestó Yasí‑ratá:

‑Somos de la tribu del cacique Guazú‑ti.
‑¿Quién es tu compañera ‑preguntó el joven, notando la hermosura y la indiferencia de la cuñataí.
‑Panambí es la hija del cacique.
‑¿Panambí es su nombre?
‑Así se llama.

Próximas a su toldería, las muchachas torcieron el rumbo de su canoa bajo la mirada atenta de los muchachos, que no perdieron de vista el lugar.
Varios días después Guazú‑ti se sorprendió por la llegada de dos emisarios del cacique Corocho, acérrimo enemigo de su pueblo. Mayor fue la sorpresa al enterarse de que venían en calidad de amigos con enormes obsequios en nombre de Pirayú, el hijo del cacique Corocho, quien deslumbrado por la belleza de Panambí deseaba hacerla su esposa.
Llamó a Panambí y le hizo conocer los deseos de Pirayú, pero ella contestó:

‑Yo no deseo casarme y menos con un enemigo de nuestro pueblo. No acepto, padre.

Los emisarios se fueron llevando esa respuesta. La ira dominó a Pirayú al conocerla y enceguecido, dejándose llevar por su carácter belicoso, convenció a su padre para que les declarara la guerra.
Una noche, cuando en la aldea todos descansaban, llegaron a la orilla canoas repletas de guerreros que desembarcaban dispuestos a pelear. Querían apoderarse de Panambí.
El oído siempre alerta de los hombres de Guazú‑ti descubrió a los intrusos y de inmediato se dieron a una lucha cruenta y feroz.
Guazú‑ti, conocedor de los fines de los invasores y con la idea de salvar a su pueblo de enemigos tan crueles, buscó a su hija y la convenció para que huyera. Le decía que estaba dispuesto a ayudarla, cuando una flecha penetró en su corazón.
En su último suspiro alcanzó a pronunciar:

‑Panambí... huye...

Panambí se abrazó al cuerpo de su padre con el firme propósito de cumplir con su voluntad. Con honda tristeza por la pérdida de su padre corrió desesperada. Cruzó montes y atravesó grandes llanuras, corrió sin cesar impulsada por una fuerza que le multiplicaba las energías a cada paso. No sentía cansancio ni hambre ni sed. Sólo deseaba alejarse más y más.
Enterado, Pirayú la siguió de cerca. Cuando la noche tocaba a su fin y por oriente un pequeño resplandor de oro anunciaba el amanecer, Panambí levantó los ojos al cielo, miró al astro que nunca la había abandonado y le pidió:

‑¡Socorro!

Un haz de luz deslumbrante envolvió a la joven y la hizo desaparecer. En su lugar quedó una planta de grandes y anchas hojas verdes y fuerte tallo, en cuyo extremo apareció una flor con el rostro vuelto hacia el sol.

Así nació el girasol, que, a pesar del tiempo transcurrido, continúa adorándolo y siguiéndolo en su paso por la tierra.

Argentina, Paraguay.

Guazú‑ti: gamo
Ará‑ivotí: primavera
Miní: chiquito
Cuñataí: doncella
Chicha: bebida fermentada
Yasí‑ratá: lucero
Tembirecó: esposa
Caraguatá: pita
Eichú: año
Mburucuyá: pasionaria
Chumbé: faja
Igá: canoa
Panambí: mariposa
Corocho: áspero
Cuarajhí: sol
Pirayú: pez (dorado)

Fuente: María Luísa Miretti

081. anonimo (sudamerica)




El irupé


Cuenta la historia que hace muchos años, una pareja de jóve­nes, Pitá y Morotí se amaban. Pitá era el mejor guerrero de la tribu y Morotí, la más hermosa de las doncellas, aunque era mala y coqueta.
Un día, mientras guerreros y doncellas caminaban a orillas del río, Morotí dijo:

¿Quieren ver lo que es capaz de hacer por mí Pitá? ¡Vean!

Luego de decir esto se sacó uno de sus brazaletes y lo arrojó al agua. Volviéndose hacia Pitá, que además de ser un buen guerrero guaraní era un excelente nadador, le pidió que buscara su brazalete. Pitá se zambulló en el río pero nunca apareció en la superficie.
Morotí y el resto de los acompañantes comenzaron a gritar, pero fue en vano, ya que Pitá no volvió a aparecer.
La tristeza y la desolación corrió por la tribu. Lloraban y se lamentaban las mujeres y los ancianos hacían conjuros para que Pitá volviese con vida. Morotí, muda de arrepentimiento, parecía ajena a lo que estaba sucediendo y era la única que no lloraba.
El hechicero de la tribu explicó:

‑Pitá es ahora el prisionero de I Cuñá [1] Payé, hundido en las aguas. Pitá fue seducido por la hechicera y conducido a su palacio. Allí Pitá ha olvidado su vida anterior, ha olvidado a Morotí y se ha dejado amar por la hechicera, por eso no vuelve. Hay que ir a buscarlo. Está en un palacio de oro, en una habitación fabricada de diamantes y en brazos de la hechicera. Bebe olvido de los labios de I Cuña Payé, la que tantos guerreros nos ha robado. Si no vamos a buscarlo, Pitá no volverá.

‑¡Yo lo buscaré! ‑exclamó Morotí‑. ¡Yo lo buscaré!

El hechicero le contestó:
‑Sí, debes buscarlo. Serás la única que podrá rescatarlo del amor de la hechicera. La única, si en verdad lo amas, ya que sólo con amor humano podrá defenderse y vencer el amor maléfico de ella. ¡Tráelo!

Morotí se ató los pies a un peñasco y se arrojó a las aguas.
Toda la noche la tribu estuvo esperando junto al río la aparición de los jóvenes. Las mujeres gemían, los hombres cantaban y los ancianos hacían conjuros para vencer el mal.
Al alba, con los primeros rayos de la aurora, vieron flotar sobre las aguas las hojas de una planta desconocida: el irupé. Era una hermosa flor, grande y perfumada, que nunca habían visto en la región Tenía pétalos blancos en el centro y rojos afuera. De inmediato se dieron cuenta: blancos como el nombre de la doncella desaparecida, Morotí; rojos como el del guerrero: Pitá. La flor exhaló un suspiró y se volvió a sumergir en las aguas del río.
El hechicero habló, explicando lo que ocurría:

‑Pitá ha sido rescatado por Morotí. ¡Alegría! Ellos se aman y con su amor han vencido a la maléfica hechicera. En esa flor que acaba de aparecer he visto a Morotí en los pétalos blancos, a los que abrazaban y besaban los pétalos rojos que representan a Pitá.

Descendientes de Morotí y de Pitá son los hermosos irupés que decoran las aguas de los ríos. En el instante del amor aparecen las bellas flores de pétalos blancos y rojos del irupé, se besan y vuelven a sumergirse. Aparecen para recordar a los hombres el triunfo del amor, pues el irupé nació del amor y del arrepentimiento.

Argentina, Paraguay

Fuente: María Luísa Miretti

081. anonimo (sudamerica)

[1] Cuñá: en guaraní, mujer

El chingolo


Había una vez un hombre muy pero muy forzudo, pero agrandado y jactancioso.
Un día pasó por un lugar donde se estaba construyendo un templo de anchos muros y fuertes columnas. Al verlo, dijo lleno de soberbia:

‑¡Gran cosa es esto, yo soy capaz de echarlo al suelo de una patada! ‑y así lo hizo, festejando su atrevimiento a carcajadas.

Cuando el juez se enteró, lo mandó a buscar con la policía y lo encerró en la cárcel, aunque él continuó riéndose sin darle importancia. Estaba seguro de que algún político lo ayudaría a salir bien pronto.
Sin embargo sufrió un castigo más severo. Encerrado en su celda, empezó a sentir cambios en su cuerpo. Al rato, se había convertido en chingolo.
Por eso este pájaro conserva un bonete de presidiario, anda siempre malhumorado y nervioso, y como aún lleva puesto los grillos, sólo puede caminar dando saltitos.

Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Bolivia.
En algunas zonas al chingolo también lo llaman chuschín.

Fuente: María Luísa Miretti

081. anonimo (sudamerica)

El chajá .081

Cuenta la leyenda que el anciano Aguará era el cacique de una tribu guaraní. Cuando joven, se había distinguido por su fuerza y su coraje, pero en su ancianidad se encontraba débil y enfermo, buscando apoyo en su única hija Taca, quien siempre estaba a su lado.
Taca era muy diestra para la cacería, ya que manejaba muy bien el arco. Toda la tribu la admiraba por su destreza y la querían por su amabilidad. Era muy bella, de un raro color moreno cobrizo en su piel, ojos negros, expresivos, trenzas negras y boca grande siempre poblada de sonrisas. Un tipoy cubría su cuerpo y una faja de colores ceñía su cintura.
Los jóvenes solicitaban al viejo cacique el honor de casarse con ella, pero Taca los rechazaba pues su corazón no les pertenecía. Ella sólo le correspondía a Ará‑Ñaró, un valiente guerrero con quien habían decidido casarse cuando él volviera de cazar en las selvas del norte.
Un día, tres jóvenes, Petig, Curumbé y Pindó, salieron en busca de miel de lechiguana. En el bosque, cada uno había tomado una dirección distinta en busca de panales cuando oyeron gritos des-garradores. Era Petig, que había sido atacado por un jaguar cebado con carne humana.
Nada pudieron hacer para salvarlo de la muerte. Ante esto, Curumbé y Pindó huyeron.
Esta noticia causó mucho miedo en la tribu, ya que hasta ese momento ningún animal salvaje se había acercado hasta el bosque donde todos recogían frutos de banano y de algarrobo para alimentarse.
El Consejo de Ancianos se reunió para darle fin a esta amenaza de peligro, decidiendo darle muerte a quien la había producido. Para eso, un grupo de valientes debía hacerle frente hasta vencer a la fiera. El cacique aprobó la decisión de los ancianos y pidió a los jóvenes de la tribu que quisieran llevar a cabo esta empresa que se presentaran ante él.
Su sorpresa fue muy grande cuando vio aparecer en su toldo a un solo muchacho: Pirá-Ú. El resto de los jóvenes no quiso arriesgarse.
Pirá-Ú tenía gran admiración por el viejo cacique, quien en una ocasión había salvado la vida de su padre. Le parecía que cumplir con la misión encomendada por Aguará sería una gran oportunidad para demostrarle su agradecimiento.
Pirá-Ú partió sin ayuda de nadie a cumplir lo prometido.
Todos esperaron que volviera con la piel de la fiera. Pero pasó un día, otro y más días, hasta que las esperanzas se desvanecieron y Pirá-Ú no regresó. Pensaron que también él había sido víctima del jaguar.
Se reunió otra vez el Consejo y pidió ayuda a los guerreros, pero nadie respondió ni se presentó ante el cacique.
Taca, indignada, reunió al pueblo y les dijo:

‑Me avergüenzo de pertenecer a esta tribu de cobardes. Si Ará-Ñaró estuviera entre nosotros, él mismo se encargaría de esta tarea.

Y decidió hacerlo ella. Cuando estaba por partir, varios jóvenes vinieron a avisarle que los cazadores que habían salido hacía una luna ya estaban cerca. Esa noticia llenó de tranquilidad y placer a Taca, pues entre los cazadores venía su novio Ará‑Ñaró y él la acompañaría a dar muerte al jaguar.
Los cazadores llegaron cargados de animales muertos, pieles y plumas y fueron agasajados por el cacique.
Ará‑Ñaró se dirigió a Taca y, como ofrenda de su amor, le obsequió una colección de brillantes plumas de aves del paraíso, de tucán, de cisne, de garza y de flamenco.
Cuando todos se retiraron, quedaron solos Aguará, Taca y Ará-Ñaró, entre el reflejo de oro y rojo que tenía las nubes. Desde el bosque cercano llegaba el grito lastimero del urutaú.
Aguará le comunicó a Ará‑Ñaró la decisión de su hija.
‑Hijo mío ‑le dijo‑, un jaguar cebado con sangre humana ha matado a gente de nuestro pueblo. Se decidió dar muerte al sanguinario animal, pero Pirá-Ú, encargado de hacerlo, no ha vuelto porque seguramente ha sido otra víctima más. Nadie se anima a enfrentar al enemigo porque lo creen un enviado de Añá, imposible de vencer. Taca decidió terminar con el jaguar y piensa partir ahora mismo.

‑Eso no es posible ‑respondió Ará‑Naró‑. ¿Cómo permiten nuestros guerreros que sea una doncella quien los reemplace en sus obligaciones?
‑Los jóvenes temen a Añá y no quieren hacer nada.
‑No irás, Taca. Seré yo quien dé muerte al jaguar y cuando traiga su piel te la regalaré como otra prueba más de mi amor ‑dijo Ará-Ñaró.
Pero he dado mi palabra y debo cumplirla ‑contestó Taca.
‑No irás sola. En todo caso iremos juntos
‑Ya debo partir, Ará‑Ñaró; yahá, yahá, ¡vamos! ¡vamos!

Cuando la luna envió su luz sobre la tierra marcharon hacia el bosque. Ará-Ñaró le aconsejó prudencia y Taca, ansiosa por terminar con la fiera, se le adelantaba animándolo:

-¡Yahá!, ¡yahá!

Se detuvieron cerca de un ñandubay porque habían sentido un roce en la hierba. El jaguar estaba cerca. En un matorral vieron dos puntos luminosos que parecían lanzar fuego. Eran los ojos del jaguar que ya les estaba haciendo frente.
Ará-Ñaró hizo a un lado a su novia y lo enfrentó. El jaguar lanzó un rugido salvaje que cruzó la noche del bosque y saltó sobre el guerrero. Taca observaba desde su escondite, estremecida de temor.
Entre la fiereza del hombre y del jaguar en lucha, un zarpazo desgarró el cuello del indio arrojándolo por tierra. Taca dio un grito y de un salto estuvo al lado del animal ensangrentado siguiendo la pelea. Pero fue en vano, nadie salió triunfante.
Pasaron los días y en la tribu todos creían que los prometidos habían sido muertos por la fiera.
El viejo cacique se consumía por la pena, hasta que Tupá, condolido de su desventura, le quitó la vida. Todos lloraron la pérdida del valiente anciano. Prepararon una urna de barro, colocaron en ella el cuerpo del cacique y, como era costumbre, provisiones de comida y bebida.
Cuando estaban por enterrarlo, una pareja de aves desconocidas, apareció gritando:

-¡Yahá!, ¡Yahá!

Eran Taca y Ará‑Ñaró que habían sido convertidos en aves por Tupá y volvían a la tribu. Ellos habían salvado a su pueblo del feroz enemigo y serían para siempre sus eternos guardianes, encargados de vigilar y dar aviso cuando vieran acercarse al peligro.
Por eso el chajá sigue los designios de Tupá y, cuando advierte algo extraño, levanta vuelo y da el grito de alerta:

‑¡Yahá!, ¡Yahá!

República Argentina, Paraguay.


Taca: luciérnaga
Taca: luciérnaga
Pindó: palmera
Pirá‑Ú: pescado negro
Aguará: zorro
Ará-Ñaró: rayo
Tipoy: túnica
Petig: tabaco
Carumbé: tortuga
Añá: demonio
Lechiguana: abeja salvaje que produce miel comestible
Tupá: dios protector


Fuente: María Luísa Miretti

081. anonimo (sudamerica)

El amo y el criado


En un pueblo muy alejado vivían un amo y su criado. La casa era fastuosa, llena de adornos, ventanales, alfombras y escaleras.
El criado era quien más sufría porque le tocaba limpiar, lavar, planchar, cocinar y atender al amo, que no soportaba a nadie cerca.
Un día, mientras esperaba al amo a almorzar, se puso a escuchar música y a repasar con un plumero la biblioteca. Pero el polvillo que despedían los libros, lo hizo estornudar y estornudar dejándole la nariz como una cebolla.
En eso llegó el amo, pero de tan mal humor, que no se animó a contarle lo ocurrido. Tapándose con un barbijo se acercó a la mesa y le sirvió la comida.
Pero el amo encontró la sopa fría y sin sal. Empezó a gritar como un loco y, preso de cólera, tomó el plato y los cubiertos y los arrojó por la ventana.
Vino el criado y al ver lo que estaba haciendo su amo, tiró por la ventana la bandeja con carne, el pan, el vino, la servilleta y el mantel.
‑¿Qué haces? ‑le preguntó irritado el amo, levantándose furioso de su asiento,
‑Perdone usted, señor ‑le respondió con seriedad‑, si no comprendí bien su intención. Entendí que hoy prefería comer en el patio. ¡El aire es tan apacible! ¡El cielo está tan sereno! Mire el manzano en flor qué hermoso y cómo pasean las abejas a su alrededor.
 Avergonzado, el amo se fue a dormir la siesta dando un portazo y el criado siguió estornudando y escuchando música.


Fuente: María Luísa Miretti

081. anonimo (sudamerica)